HOMENAJE A CATALUÑA
GEORGES ORWELL
«Nunca respondas al necio con forme a su necedad, para no hacerte como él. Responde al necio según su necedad, para que no se tenga por sabio.»
...
En los Cuarteles Lenin de Barcelona, el día antes de ingresar en la milicia, vi a un
miliciano italiano de pie frente a la mesa de los oficiales.
Era un joven de veinticinco o veintiséis años, de aspecto rudo, cabello amarillo rojizo
y hombros poderosos. Su gorra de visera de cuero estaba fieramente inclinada sobre un ojo.
Lo veía de perfil, la barbilla contra el pecho, contemplando con expresión de desconcierto el
mapa que uno de los oficiales había desplegado sobre la mesa. Algo en su rostro me
conmovió profundamente: era el rostro de un hombre capaz de matar y de dar su vida por un
amigo, la clase de rostro que uno esperaría encontrar en un anarquista, aunque casi con
seguridad era comunista. Había a la vez candor y ferocidad en él, y también la conmovedora
reverencia que los individuos ignorantes sienten hacia aquellos que suponen superiores.
Evidentemente, no entendía nada del mapa, y parecía que consideraba su lectura como una
estupenda hazaña intelectual. Casi no puedo explicármelo, pero rara vez he conocido a
alguien por quien experimentara una simpatía tan inmediata. Mientras charlaban alrededor de
la mesa, una observación puso de manifiesto mi origen extranjero. El italiano levantó la
cabeza y preguntó rápidamente:
—¿Italiano?
Yo respondí en mi mal español:
—No, inglés. ¿Y tú?
—Italiano.
Cuando íbamos a salir, cruzó la habitación y me apretó con fuerza la mano. ¡Resulta
extraño cuánto afecto se puede sentir por un desconocido! Fue como si su espíritu y el mío
hubieran logrado momentáneamente salvar el abismo del lenguaje y la tradición y unirse en
absoluta intimidad. Deseé que sintiera tanta simpatía por mí como yo por él. Pero sabía que
para conservar esa primera impresión no debía volver a verlo, y así ocurrió en efecto. Uno
siempre establecía contactos de ese tipo en España.
Menciono a este miliciano porque su figura se ha mantenido muy viva en mi
memoria. Con su raído uniforme y su rostro feroz y patético simboliza para mí la atmósfera
especial de aquella época. Permanece asociado a todos mis recuerdos de aquel período de la
guerra: las banderas rojas en Barcelona, los largos trenes que se arrastraban hacia el frente
repletos de soldados zarrapastrosos, las ciudades grises agobiadas por la guerra a lo largo de
la línea de fuego, las trincheras heladas y fangosas en las montañas.
Esto ocurría hace menos de siete meses, a finales de diciembre de 1936, no obstante lo
cual me parece que aquel período pertenece ya a un pasado remoto. Acontecimientos
posteriores lo han esfumado hasta tal punto que podría situarlo en 1935, y hasta en 1905.
Había viajado a España con el proyecto de escribir artículos periodísticos, pero ingresé en la
milicia casi de inmediato, porque en esa época y en esa atmósfera parecía ser la única actitud
concebible. Los anarquistas seguían manteniendo el control virtual de Cataluña, y la
revolución estaba aún en pleno apogeo. A quien se encontrara allí desde el comienzo
probablemente le parecería, incluso en diciembre o en enero, que el período revolucionario
estaba tocando a su fin; pero viniendo directamente de Inglaterra, el aspecto de Barcelona
resultaba sorprendente e irresistible. Por primera vez en mi vida, me encontraba en una
ciudad donde la clase trabajadora llevaba las riendas. Casi todos los edificios, cualquiera que
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fuera su tamaño, estaban en manos de los trabajadores y cubiertos con banderas rojas o con la
bandera roja y negra de los anarquistas; las paredes ostentaban la hoz y el martillo y las
iniciales de los partidos revolucionarios; casi todos los templos habían sido destruidos y sus
imágenes, quemadas. Por todas partes, cuadrillas de obreros se dedicaban sistemáticamente a
demoler iglesias. En toda tienda y en todo café se veían letreros que proclamaban su nueva
condición de servicios socializados; hasta los limpiabotas habían sido colectivizados y sus
cajas estaban pintadas de rojo y negro. Camareros y dependientes miraban al cliente cara a
cara y lo trataban como a un igual. Las formas serviles e incluso ceremoniosas del lenguaje
habían desaparecido. Nadie decía señor, o don y tampoco usted; todos se trataban de
«camarada» y «tú», y decían ¡salud! en lugar de buenos días. La ley prohibía dar propinas
desde la época de Primo de Rivera; tuve mi primera experiencia al recibir un sermón del
gerente de un hotel por tratar de dársela a un ascensorista. No quedaban automóviles
privados, pues habían sido requisados, y los tranvías y taxis, además de buena parte del
transporte restante, ostentaban los colores rojo y negro. En todas partes había murales
revolucionarios que lanzaban sus llamaradas en límpidos rojos y azules, frente a los cuales los
pocos carteles de propaganda restantes semejaban manchas de barro. A lo largo de las
Ramblas, la amplia arteria central de la ciudad constantemente transitada por una
muchedumbre, los altavoces hacían sonar canciones revolucionarias durante todo el día y
hasta muy avanzada la noche. El aspecto de la muchedumbre era lo que más extrañeza me
causaba. Parecía una ciudad en la que las clases adineradas habían dejado de existir. Con la
excepción de un escaso número de mujeres y de extranjeros, no había gente «bien vestida»;
casi todo el mundo llevaba tosca ropa de trabajo, o bien monos azules o alguna variante del
uniforme miliciano. Ello resultaba extraño y conmovedor. En todo esto había mucho que yo
no comprendía y que, en cierto sentido, incluso no me gustaba, pero reconocí de inmediato la
existencia de un estado de cosas por el que valía la pena luchar. Asimismo, creía que los
hechos eran tales como parecían, que me hallaba en realidad en un Estado de trabajadores, y
que la burguesía entera había huido, perecido o se había pasado por propia voluntad al bando
de los obreros; no me di cuenta de que gran número de burgueses adinerados simplemente
esperaban en las sombras y se hacían pasar por proletarios hasta que llegara el momento de
quitarse el disfraz.
Además de todo esto, se vivía la atmósfera enrarecida de la guerra. La ciudad tenía un
aspecto desordenado y triste, las aceras y los edificios necesitaban reparaciones, de noche las
calles se mantenían poco alumbradas por temor a los ataques aéreos, la mayoría de las tiendas
estaban casi vacías y poco cuidadas. La carne escaseaba y la leche prácticamente había
desaparecido; faltaba carbón, azúcar y gasolina, y el pan era casi inexistente. En esos días las
colas para conseguir pan alcanzaban a menudo cientos de metros. Sin embargo, por lo que se
podía juzgar, hasta ese momento la gente se mantenía contenta y esperanzada. No había
desocupación y el costo de la vida seguía siendo extremadamente bajo; casi no se veían
personas manifiestamente pobres y ningún mendigo, exceptuando a los gitanos. Por encima
de todo, existía fe en la revolución y en el futuro, un sentimiento de haber entrado de pronto
en una era de igualdad y libertad. Los seres humanos trataban de comportarse como seres
humanos y no como engranajes de la máquina capitalista. En las barberías (los barberos eran
en su mayoría anarquistas) había letreros donde se explicaba solemnemente que los barberos
ya no eran esclavos. En las calles, carteles llamativos aconsejaban a las prostitutas cambiar de
profesión. Para cualquier miembro de la civilización endurecida y burlona de los pueblos de
habla inglesa había algo realmente patético en la literalidad con que estos españoles idealistas
tomaban las gastadas frases de la revolución. En esa época las canciones revolucionarias del
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tipo más ingenuo, todas ellas relativas a la hermandad proletaria y a la perversidad de
Mussolini, se vendían por pocos céntimos. A menudo vi a milicianos casi analfabetos que
compraban una, la deletreaban trabajosamente y comenzaban a cantarla con alguna melodía
adecuada.
Durante todo ese tiempo yo me encontraba en los Cuarteles Lenin con el objetivo,
según manifestaban, de recibir una preparación militar. Al unirme a la milicia, me informaron
de que sería enviado al frente al día siguiente, pero, en realidad, tuve que esperar hasta que
una nueva centuria estuviera lista. Las milicias de trabajadores, apresuradamente reclutadas
entre los sindicatos al comienzo de la guerra, aún no habían sido organizadas sobre una base
militar común. Las unidades de comando eran la «sección», compuesta por unos treinta
hombres, la centuria, por alrededor de cien, y la «columna» que, en la práctica, significaba
cualquier número grande de milicianos. Los cuarteles eran un conjunto de espléndidos
edificios de piedra, con una escuela de equitación y enormes patios adoquinados; habían sido
cuarteles de caballería y fueron tomados durante las luchas de julio. Mi centuria dormía en
uno de los establos, junto a los pesebres, donde aún estaban inscritos los nombres de los
corceles militares. Todos los caballos habían sido enviados al frente, pero el lugar todavía olía
a orín y avena podrida. Estuve en los cuarteles alrededor de una semana. Lo que más recuerdo
es el olor a caballo, los temblorosos toques de corneta (nuestros cornetistas eran aficionados y
no aprendí los toques españoles hasta que los escuché desde fuera de las líneas fascistas), el
sonido de las botas claveteadas en el patio, los largos desfiles matutinos bajo el sol invernal y
los locos partidos de fútbol, con cincuenta jugadores por cada equipo, sobre la grava de la
escuela de equitación. Éramos unos mil hombres y una veintena de mujeres, aparte de las
esposas de milicianos que se encargaban de cocinar. Todavía quedaban algunas milicianas,
pero no muchas. En las primeras batallas pareció natural que lucharan junto a los hombres;
siempre sucede eso en tiempos de revolución. Pero las ideas ya habían empezado a cambiar.
A los milicianos les estaba prohibido acercarse a la escuela de equitación mientras las
mujeres se ejercitaban, porque se reían y burlaban de ellas. Pocos meses antes nadie hubiera
encontrado nada cómico en una mujer con un fusil en la mano.
Los cuarteles se hallaban en un estado general de suciedad y desorden. Lo mismo
ocurría en cuanto edificio ocupaba la milicia, y parecía constituir uno de los subproductos de
la revolución. En todos los rincones había pilas de muebles destrozados, monturas rotas,
cascos de bronce, vainas de sables y alimentos en putrefacción. Era enorme el desperdicio de
comida, en especial de pan. En nuestro barracón se tiraba después de cada comida una canasta
llena de pan, hecho lamentable si se piensa que la población civil carecía de él. Comíamos en
largas mesas montadas sobre caballetes en escudillas de hojalata siempre grasientas, y
bebíamos de una cosa espantosa llamada porrón. El porrón es una especie de botella de vidrio
con un pico fino del cual sale un delgado chorro de vino al inclinarla. De este modo resulta
posible beber desde lejos, sin tocarlo con los labios, y pasarlo de mano en mano. Me declaré
en huelga y exigí un vaso en cuanto vi cómo se usaba el porrón. Para mi gusto, se parecían
demasiado a los orinales de cama de vidrio, sobre todo cuando estaban llenos de vino blanco.
Poco a poco se iban proporcionando uniformes a los reclutas, pero, como estábamos
en España, todo se hacía de manera fragmentaria, de modo que nunca se sabía bien qué había
recibido cada uno, y varias de las cosas más necesarias, como cartucheras y cargas de
municiones, no se distribuyeron hasta el último momento, cuando el tren aguardaba para
llevarnos al frente. He hablado del «uniforme» de la milicia, lo cual probablemente produzca
una impresión errónea. No se trataba en verdad de un uniforme: quizá «multiforme» sería un
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término más adecuado. La ropa de cada miliciano respondía a un plan general, pero nunca era
por completo igual a la de nadie. Prácticamente todos los miembros del ejército usaban
pantalones de pana, y allí concluía la uniformidad. Algunos usaban polainas de cuero o pana,
y otros, botines de cuero o botas altas. Todos llevábamos chaquetas de cremallera, de las
cuales unas eran de cuero, otras de lana y ninguna de un mismo color. Las clases de gorras
eran casi tan numerosas como quienes las llevaban. Se acostumbraba adornar la parte
delantera de la gorra con una insignia partidista y, además, casi todos llevaban un pañuelo
rojo o rojinegro alrededor del cuello. Una columna de milicia en esa época ofrecía un aspecto
realmente extraordinario. Las ropas se distribuían a medida que salían de una u otra fábrica y,
a decir verdad, no eran malas teniendo en cuenta las circunstancias. Con todo, las camisetas y
los calcetines eran prendas de un algodón malísimo, totalmente inútiles contra el frío. Me
espanta pensar en lo que los milicianos deben de haber soportado durante los primeros meses,
antes de que las cosas comenzaran a organizarse. Recuerdo haber leído un periódico de sólo
un par de meses antes, en el cual uno de los dirigentes del POUM, después de una visita al
frente, manifestó que trataría de que «todo miliciano tuviera una manta». Una frase capaz de
producir escalofríos a quien ha dormido alguna vez en una trinchera.
Durante mi segundo día en los cuarteles se dio comienzo a lo que paradójicamente se
llamaba «instrucción». Al principio hubo escenas de gran confusión. Los reclutas eran en su
mayor parte muchachos de dieciséis o diecisiete años, procedentes de los barrios pobres de
Barcelona, llenos de ardor revolucionario pero completamente ignorantes respecto a lo que
significaba una guerra. Resultaba imposible conseguir que formaran en fila. La disciplina no
existía; si a un hombre no le gustaba una orden, se adelantaba y discutía violentamente con el
oficial. El teniente que nos instruía era un hombre joven, robusto y de rostro fresco y
agradable. Había pertenecido al ejército y los modales y un elegante uniforme le hacían
conservar el aspecto de un oficial de carrera. Resulta curioso que fuera un socialista sincero y
ardiente. Insistía, aún más que los mismos soldados, en una completa igualdad social entre
todos los grados. Recuerdo su dolorida sorpresa cuando un recluta ignorante se dirigió a él
llamándolo señor. «¡Qué! ¡Señor! ¿ Quién me llama señor? ¿Acaso no somos todos
camaradas?» No creo que esto facilitara su tarea.
En realidad, los reclutas novatos no recibían adiestramiento militar alguno que pudiera
servirles para algo. Se me había dicho que los extranjeros no estaban obligados a tomar parte
en la «instrucción» (observé que los españoles tenían la conmovedora creencia de que todos
los extranjeros sabían más que ellos sobre asuntos militares), pero, naturalmente, me presenté
junto con los demás. Sentía gran ansiedad por aprender a utilizar una ametralladora; era un
arma que nunca había tenido oportunidad de manejar. Con desesperación descubrí que no se
nos enseñaba nada sobre el uso de armas. La llamada instrucción consistía simplemente en
ejercicios de marcha del tipo más anticuado y estúpido: giro a la derecha, giro a la izquierda,
media vuelta, marcha en columnas de a tres, y todas esas inútiles tonterías que aprendí cuando
tenía quince años. Era una forma realmente extraordinaria de adiestrar a un ejército de
guerrillas. Evidentemente, si se cuenta con sólo pocos días para adiestrar a un soldado, deben
enseñársele las cosas que le serán más necesarias: cómo ocultarse, cómo avanzar por campo
abierto, cómo montar guardia y construir un parapeto y, por encima de todo, cómo utilizar las
armas. No obstante, esa multitud de criaturas ansiosas que serían arrojadas a la línea del
frente casi de inmediato no aprendían ni siquiera a disparar un fusil o a quitar el seguro de
una granada. En esa época ignoraba que el motivo de este absurdo era la total carencia de
armas. En la milicia del POUM la escasez de fusiles era tan desesperante que las tropas recién
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llegadas al frente no disponían sino de los fusiles utilizados hasta ese momento por las tropas
a las que relevaban. En todos los Cuarteles Lenin creo que no había más fusiles que los
utilizados por los centinelas.
Al cabo de unos pocos días, aunque seguíamos siendo un grupo caótico de acuerdo
con cualquier criterio sensato, se nos consideró aptos para aparecer en público. Por las
mañanas nos dirigíamos hasta los jardines de la colina situada más allá de la Plaza de España,
que todas las milicias de partido, además de los carabineros y los primeros contingentes del
recientemente formado Ejército Popular compartían para su adiestramiento. Allí, el
espectáculo resultaba extraño y alentador. En cada sendero y en cada callejuela, entre los
ordenados arriates de flores, se veían escuadras y compañías de hombres que marchaban
erguidos de un lado para otro, sacando pecho y tratando desesperadamente de parecerse a
soldados. Todos ellos carecían de armas y ninguno tenía el uniforme completo, aunque en la
mayoría podía reconocerse fragmentariamente el atuendo del miliciano. Durante tres horas
trotábamos de un lado a otro (el paso de marcha español es muy corto y rápido), luego nos
deteníamos, rompíamos filas y nos lanzábamos sedientos sobre una pequeña tienda de
ultramarinos, a media cuesta, que estaba haciendo una —fortuna vendiéndonos vino barato.
Los españoles se mostraban cordiales conmigo. Dada mi condición de inglés, yo constituía
una especie de curiosidad, y los oficiales de carabineros estaban por mí y me pagaban la
bebida. Mientras tanto, siempre que se me presentaba la oportunidad acorralaba a nuestro
teniente y le pedía a gritos que me instruyera en el uso de una ametralladora. Solía sacar del
bolsillo mi diccionario luego y lo asediaba en mi execrable español:
—Yo sé manejar fusil. No sé manejar ametralladora. Quiero aprender ametralladora.
¿Cuándo vamos aprender ametralladora?
La respuesta era invariablemente una sonrisa cansada y una promesa de que habría
instrucción de ametralladoras mañana. Por supuesto, mañana nunca llegaba. Transcurridos
varios días, los reclutas aprendieron a marcar el paso, a ponerse firmes casi de inmediato,
pero apenas si sabían de qué extremo del fusil sale la bala. Cierta vez, un carabinero se acercó
a nosotros mientras hacíamos un alto y nos permitió examinar el suyo. Resultó que, en toda
mi sección, nadie, salvo yo, sabía siquiera cargar el arma y mucho menos apuntar con ella.
Durante ese tiempo yo tenía muchas dificultades con el idioma español. Además de
mí, sólo había un inglés en los cuarteles, y nadie, ni siquiera entre los oficiales, sabía una
palabra de francés. No sirvió para facilitarme las cosas el hecho de que, cuando mis
compañeros hablaban entre sí, lo hicieran por lo general en catalán. Sólo podía
desenvolverme llevando a todas partes un pequeño diccionario que sacaba del bolsillo en los
momentos de crisis. Pero prefiero ser extranjero en España y no en cualquier otro país. ¡Qué
fácil resulta hacer amigos en España! Al cabo de uno o dos días, había una veintena de
milicianos que me llamaban por mi nombre de pila, me enseñaban secretos y triquiñuelas y
me abrumaban con su amistad.
No escribo un libro de propaganda y no deseo idealizar la milicia del POUM. El
sistema de la milicia presentaba serios fallos, y los hombres mismos dejaban mucho que
desear, pues en esa época el reclutamiento voluntario comenzaba a disminuir y muchos de los
mejores hombres ya se encontraban en el frente o habían muerto. Siempre había entre
nosotros un cierto porcentaje de individuos completamente inútiles. Muchachos de quince
años eran traídos por sus padres para que fueran alistados, evidentemente por las diez pesetas
diarias que constituían la paga del miliciano y, también, a causa del pan que, como tales,
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recibían en abundancia y podían llevar a sus hogares. Desafío a cualquiera a verse sumergido,
como me ocurrió a mí, entre la clase obrera española —quizá debería decir la clase obrera
catalana, pues aparte de unos pocos aragoneses y andaluces sólo tuve contacto con
catalanes— y a no sentirse conmovido por su decencia esencial y, sobre todo, por su
franqueza y generosidad. La generosidad de un español, en el sentido corriente de la palabra,
a veces resulta casi embarazosa. Si uno le pide un cigarrillo, te obliga a aceptar todo el
paquete. Y más allá de eso, existe generosidad en un sentido más profundo, una verdadera
amplitud de espíritu que he encontrado una y otra vez en las circunstancias menos
promisorias. Algunos periodistas y otros extranjeros que viajaron por España han declarado
que, en el fondo, los españoles se sentían amargamente heridos por la ayuda extranjera. Sólo
puedo decir que nunca observé nada por el estilo. Recuerdo que unos pocos días antes de
dejar los cuarteles, un grupo de hombres regresó del frente de permiso. Hablaban con
excitación acerca de sus experiencias y manifestaban una fervorosa admiración por las tropas
francesas que habían luchado junto a ellos en Huesca. Los franceses eran muy valientes,
afirmaban, y agregaban entusiasmados: Más valientes que nosotros. Desde luego, manifesté
mi desacuerdo, pero me explicaron que los franceses sabían más sobre el arte de la guerra,
eran más expertos en las granadas, las ametralladoras y demás. El comentario resulta
significativo. Un inglés se cortaría una mano antes de decir algo semejante.
Los extranjeros que servían en la milicia empleaban su primera semana en aprender a
amar a los españoles y en exasperarse ante algunas de sus características. En el frente, mi
propia exasperación alcanzó algunas veces el nivel de la furia. Los españoles son buenos para
muchas cosas, pero no para hacer la guerra. Los extranjeros se sienten consternados por igual
ante su ineficacia, sobre todo ante su enloquecedora impuntualidad. La única palabra
española que ningún extranjero puede dejar de aprender es mañana. Toda vez que resulta
humanamente posible, los asuntos de hoy se postergan para mañana; sobre esto, incluso los
españoles hacen bromas. Nada en España, desde una comida hasta una batalla, tiene lugar a la
hora señalada. Como regla general, las cosas ocurren demasiado tarde, pero, ocasionalmente
—de modo que uno ni siquiera puede confiar en esa costumbre—, acontecen demasiado
temprano. Un tren que debe partir a las ocho, normalmente lo hace en cualquier momento
entre las nueve y las diez, pero quizá una vez por semana, gracias a algún capricho del
maquinista sale a las siete y media. Tales cosas pueden resultar un poquito pesadas. En teoría,
admiro a los españoles por no compartir la neurosis del tiempo, típica de los hombres del
norte; pero, por desgracia, ocurre que yo mismo la comparto.
Después de interminables rumores, mañanas y demoras, de pronto, con dos horas de
anticipación, cuando todavía nos faltaba recibir buena parte del equipo, nos dieron la orden de
partir hacia el frente. Hubo terribles tumultos en el depósito de intendencia y muchísimos
hombres tuvieron que irse con el equipo incompleto. Los cuarteles se poblaron súbitamente
de mujeres que parecían haber surgido de la nada y que ayudaban a sus hombres a enrollar sus
mantas y a preparar sus mochilas. Resultó bastante humillante que una joven española, la
esposa de William, el otro miliciano inglés, tuviera que enseñarme a ponerme mi nueva
cartuchera de cuero. Era una criatura amable, de ojos oscuros, intensamente femenina, que
parecía destinada a pasarse la vida meciendo una cuna; sin embargo, había luchado
valerosamente en las batallas callejeras de julio. En ese momento llevaba consigo un bebé,
nacido justo diez meses después del estallido de la guerra y que quizá había sido concebido
detrás de una barricada.
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El tren debía partir a las ocho, y eran más o menos las ocho y diez cuando los oficiales
sudorosos y agotados lograron formarnos en el patio. Recuerdo con toda nitidez la escena: el
vocerío y la excitación, las banderas rojas flameando a la luz de las antorchas, las filas de
milicianos con las mochilas a la espalda y su manta al hombro; los ruidos de las botas y de las
escudillas de hojalata; luego un retumbante y finalmente exitoso siseo pidiendo silencio; y
después un comisario político, de pie bajo un enorme estandarte rojo, dirigiéndonos un
discurso en catalán. Por fin, nos condujeron hasta la estación por el camino más largo —unos
seis o siete kilómetros—, a fin de mostrarnos a toda la ciudad. En las Ramblas nos hicieron
detener; mientras una banda prestada para la ocasión interpretaba una o dos melodías
revolucionarias. Una vez más, la repetida historia del héroe vencedor: gritos y entusiasmo,
banderas rojas y banderas rojinegras por doquier; multitudes cordiales cubriendo las aceras
para echarnos una mirada, mujeres saludando desde las ventanas. ¡Qué natural parecía todo
entonces!, ¡cuán remoto e improbable ahora! El tren estaba tan abarrotado que casi no
quedaba lugar en el suelo, por no hablar ya de los asientos. En el último momento, la mujer
de William vino corriendo por el andén y nos alcanzó una botella de vino y un poco de ese
chorizo colorado que tiene gusto a jabón y produce diarrea. El tren se puso en movimiento
lentamente y salió de Barcelona en dirección a la meseta de Aragón a la velocidad normal en
tiempo de guerra, algo menor de veinte kilómetros por hora.
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Barbastro, si bien muy alejada de la línea del frente, tenía un aspecto lúgubre y
desolado. Grupos de milicianos de uniformes raídos vagaban por las calles de la ciudad
tratando de preservarse del frío. En un muro ruinoso descubrí un cartel del año anterior en el
que se anunciaba que «seis extraordinarios toros» serían matados en la arena tal día. ¡Qué
tristes eran sus pálidos colores! ¿Dónde estaban ahora los toros y los toreros? Ya ni en
Barcelona había corridas. Por algún extraño motivo, los mejores matadores eran fascistas.
Mi compañía fue enviada en camión a Siétamo, y luego hacia el oeste hasta
Alcubierre, situada justo detrás del frente de Zaragoza. Siétamo había sido disputada tres
veces antes de que los anarquistas terminaran por apoderarse de ella en octubre; la artillería la
había reducido en parte a escombros y la mayoría de las casas estaban marcadas por las balas.
Nos encontrábamos a quinientos metros sobre el nivel del mar. El frío era riguroso y densos
remolinos de niebla parecían surgir de la nada. Entre Siétamo y Alcubierre, el conductor del
camión se equivocó de camino (hecho corriente en la guerra) y anduvimos extraviados
durante horas entre la niebla. Ya era de noche cuando llegamos a Alcubierre. A través de
terrenos pantanosos, alguien nos guió hasta un establo de mulas, donde nos hicimos un hueco
sobre las granzas y no tardamos en quedarnos dormidos. Las granzas son bastante buenas
para dormir cuando están limpias, no tanto como el heno, pero siempre mejor que la paja. Por
la mañana descubrí que el lugar estaba lleno de migas de pan, trozos de periódicos, huesos,
ratas muertas y latas vacías.
Ya estábamos cerca del frente, lo bastante cerca como para sentir el olor característico
de la guerra, según mi experiencia, una mezcla de excrementos y alimentos en putrefacción.
Alcubierre no había sido bombardeada y su estado era mejor que el de la mayoría de las
aldeas cercanas a la línea de fuego. Con todo, creo que ni siquiera en tiempos de paz sería
posible viajar por esa parte de España sin sentirse impresionado por la miseria peculiar de las
aldeas aragonesas. Están construidas como fortalezas: una masa de casuchas hechas de barro
y piedras, apiñadas alrededor de la iglesia. Ni siquiera en primavera se ven flores. Las casas
no tienen jardines, sólo cuentan con patios donde flacas aves de corral resbalan sobre lechos
de estiércol de mula. El tiempo era malo, con niebla y lluvia alternadas. Con el agua y el
tránsito los estrechos caminos de tierra se habían convertido en barrizales, en algunas partes
de medio metro de profundidad, por los que las ruedas de los camiones patinaban a gran
velocidad y los campesinos conducían sus desvencijados carros tirados por hileras de mulas, a
veces de hasta seis animales cada una. El constante ir y venir de las tropas había reducido la
aldea a un estado de mugre indescriptible. Ésta no tenía ni había tenido nunca algo similar a
un retrete o un albañal. No había ni un solo centímetro cuadrado donde se pudiera pisar sin
fijarse dónde se ponía el pie. Hacía ya mucho que la iglesia se utilizaba como letrina, y lo
mismo ocurría con los campos en medio kilómetro a la redonda. Al evocar mis primeros dos
meses de guerra, nunca puedo evitar el recuerdo de las costras de excrementos que cubrían
los bordes de los rastrojos.
Transcurrieron dos días y aún no nos entregaban los fusiles. Después de visitar el
Comité de Guerra y observar la hilera de orificios en la pared —orificios producidos por
descargas de fusil, pues allí se ejecutó a varios fascistas— uno ya conocía todo lo que de
interesante contiene Alcubierre. El frente estaba evidentemente tranquilo, pues venían muy
pocos heridos. El principal motivo de excitación fue la llegada de desertores fascistas, a
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quienes se traía bajo custodia. Muchas de las tropas enfrentadas a nosotros en esta parte del
frente no eran en absoluto fascistas, sino desgraciados reclutas que estaban haciendo el
servicio militar en el momento en que estalló la guerra y que sólo pensaban en escapar.
Ocasionalmente, pequeños grupos de ellos trataban de llegar hasta nuestras líneas. Sin duda,
muchos más lo habrían hecho si sus parientes no se hubieran encontrado en territorio fascista.
Estos desertores eran los primeros fascistas «verdaderos» que yo veía. Me sorprendió que no
hubiera entre ellos y nosotros ninguna diferencia, con la excepción de que usaban monos de
color caqui. Siempre llegaban muertos de hambre, lo cual era bastante natural después de
estar ocultos uno o dos días en tierra de nadie, pero en cada oportunidad se señalaba ese
hecho con tono triunfal como prueba de que las tropas enemigas estaban famélicas. Y en
cierto modo constituían un espectáculo penoso: un muchacho alto, de unos veinte años, de
piel muy curtida por el viento, con la ropa convertida en harapos, en cuclillas junto al fuego,
engullía un plato de estofado a una velocidad desesperada, mientras sus ojos recorrían
nerviosamente el círculo de milicianos que lo observaban. Seguía creyendo, supongo, que
éramos «rojos» sedientos de sangre y que lo fusilaríamos en cuanto hubiera terminado de
comer. El miliciano armado que lo vigilaba le acariciaba el hombro tranquilizadoramente. En
cierto día memorable, quince desertores llegaron de una sola tanda. Un individuo, montado en
un caballo blanco, los conducía triunfalmente a través de la aldea. Me las ingenié para sacar
una fotografía que — resultó bastante borrosa y que más tarde me robaron.
En nuestra tercera mañana en Alcubierre llegaron los fusiles. Un sargento de rostro
rudo y amarillento los distribuyó en el establo de mulas. Estuve a punto de desmayarme
cuando vi el trasto que me entregaron. Era un máuser alemán fechado en 1896; ¡tenía más de
cuarenta años! Estaba oxidado, tenía la guarnición de madera rajada y el cerrojo trabado y el
cañón corroído e inutilizable. La mayoría de los fusiles eran igual de malos, algunos de ellos
incluso peores, y no se hizo el menor intento de asignar las mejores armas a los hombres que
sabían utilizarlas. El más eficaz de los fusiles, de sólo diez años de antigüedad, fue entregado
a una bestezuela de quince años a quien todos conocían como el «maricón». El sargento dio
cinco minutos de una «instrucción» que consistió en explicar cómo se carga el fusil y cómo se
desarma el cerrojo. Muchos de los milicianos nunca habían tenido un fusil en las manos, y
supongo que muy pocos sabían para qué servía la mira. Se distribuyeron cartuchos, cincuenta
por hombre; luego formamos fila, nos colocamos las mochilas a la espalda y partimos hacia el
frente, situado a unos cinco kilómetros.
La centuria, ochenta hombres y varios perros, avanzó desordenadamente por la
carretera. Cada compañía de la milicia contaba por lo menos con un perro en calidad de
mascota. El desgraciado animal que marchaba con nosotros tenía marcadas a fuego las
iniciales POUM en letras enormes, y trotaba a nuestra vera como si tuviera conciencia de que
su aspecto no era del todo normal. A la cabeza de la columna, junto a la bandera roja, el
robusto comandante belga, Georges Kopp, montaba un caballo negro; un poco más adelante,
un jovenzuelo de la milicia montada hacía caracolear su caballo, subiendo al galope todas las
cuestas y adoptando actitudes pintorescas en las partes más altas. Los espléndidos corceles de
la caballería española, capturados en grandes cantidades al comienzo de la revolución, fueron
entregados a los milicianos, pero éstos parecían empeñados en conducirlos a una rápida
muerte por agotamiento.
La carretera avanzaba entre campos yermos y amarillos, intactos desde la cosecha del
año anterior. Ante nosotros se levantaba la sierra baja situada entre Alcubierre y Zaragoza. Ya
nos acercábamos al frente, a las granadas, las ametralladoras y el barro. Secretamente, sentía
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miedo. Sabía que la línea estaba tranquila en ese momento, pero, a diferencia de la mayoría
de los hombres que me rodeaban, tenía edad suficiente como para recordar la Gran Guerra,
aunque no bastante como para haber luchado en ella. Para mí la guerra significaba estruendo
de proyectiles y fragmentos de acero saltando por los aires; pero, por encima de todo,
significaba lodo, piojos, hambre y frío. Es curioso, pero temía el frío mucho más que al
enemigo. Este temor me había perseguido durante toda mi estancia en Barcelona; incluso
había permanecido despierto durante las noches imaginando el frío de las trincheras, las
guardias en las madrugadas grises, las largas horas de centinela con un fusil helado, el barro
que se deslizaba dentro de mis botas. Asimismo, admito que experimentaba una suerte de
horror al contemplar a los hombres junto a quienes marchaba. Resulta difícil concebir un
grupo más desastroso de gente. Nos arrastrábamos por el camino con mucha menos cohesión
que una manada de ovejas; antes de avanzar cuatro kilómetros, la retaguardia de la columna
se había perdido de vista. La mitad de esos llamados «hombres» eran criaturas, realmente
criaturas, de dieciséis años como máximo. Sin embargo, todos se sentían felices y excitados
ante la perspectiva de llegar por fin al frente. A medida que nos acercábamos a la línea de
fuego, los muchachos que rodeaban la bandera roja en la vanguardia comenzaron a dar gritos
de «¡Visca POUM!», «¡Fascistas maricones!» y otros por el estilo; gritos que tenían como fin
dar una impresión agresiva y amenazadora pero que, al salir de esas gargantas infantiles,
sonaban tan patéticos como el llanto de los gatitos. Parecía increíble que los defensores de la
República fueran esa turba de chicos zarrapastrosos, armados con fusiles antiquísimos que no
sabían usar. Recuerdo haberme preguntado si de pasar un aeroplano fascista por el lugar, el
piloto se hubiera molestado siquiera en descender y disparar su ametralladora. Sin duda,
desde el aire podría haberse dado cuenta de que estábamos lejos de ser verdaderos soldados.
Cuando la carretera comenzó a internarse en la sierra, doblamos hacia la derecha y
trepamos por un estrecho sendero de mulas que ascendía por la ladera de la montaña. En esa
región de España las colinas tienen una formación curiosa, en forma de herradura, con cimas
planas y laderas muy empinadas que descienden hacia inmensos barrancos. En los lugares
más altos no crece nada, excepto brezos y arbustos achaparrados entre los que asoman los
huesos blancos de la piedra caliza. Allí el frente no era una línea continua de trincheras, lo
cual hubiera resultado imposible en un terreno tan montañoso, sino simplemente una cadena
de puestos fortificados, conocidos siempre como «posiciones», colgados en la cumbre de cada
colina. En la distancia podía verse nuestra «posición» en la cresta de la herradura: una
barricada irregular de sacos de arena, una bandera roja ondeando y el humo de las fogatas. Un
poco más cerca, ya se percibía un hedor dulzón, nauseabundo, que se mantuvo en mis narices
durante semanas. Inmediatamente detrás de la posición, en una grieta, se habían arrojado los
desperdicios de meses: un profundo y supurante lecho de restos de pan, excrementos y latas
herrumbrosas.
La compañía a la que relevábamos se encontraba recogiendo su equipo. Los hombres
habían permanecido en el frente durante tres meses; casi todos lucían largas barbas, tenían los
uniformes cubiertos de barro y las botas destrozadas. El capitán a cargo de la posición salió
arrastrándose de su refugio y nos saludó. Se llamaba Levinski, pero todos lo conocían por
Benjamín, y aunque era un judío polaco hablaba francés como si fuera su lengua materna. Era
un joven bajo, de unos veinticinco años, de cabello negro y recio y un rostro pálido y ansioso,
siempre sucio en ese periodo de la guerra. Unas pocas balas perdidas silbaban muy por
encima de nuestras cabezas. La posición era un recinto semicircular de unos cincuenta metros
de diámetro, con un parapeto construido en parte con sacos de arena y en parte con montones
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de piedra caliza. Había treinta o cuarenta refugios subterráneos cavados en el terreno como
cuevas de ratas. William, su cuñado español y yo nos dejamos caer en el más cercano y de
aspecto habitable. En alguna parte del lado opuesto resonaba intermitentemente un fusil,
produciendo extraños ecos entre las colinas. Acabábamos de descargar los equipos y — nos
arrastrábamos fuera del refugio cuando se produjo otro disparo y uno de los chicos de nuestra
compañía se abalanzó desde el parapeto con el rostro bañado en sangre. Al disparar su fusil,
por algún motivo le había estallado el cerrojo. Las esquirlas de la recámara le habían dejado
el cuero cabelludo hecho jirones. Nos iniciábamos con una baja, y, como se iba a hacer
habitual, causada por nosotros mismos.
Por la tarde hicimos nuestra primera guardia y Benjamín nos llevó a recorrer la
posición. Frente al parapeto había un sistema de trincheras angostas, cavadas en la roca, con
troneras muy primitivas hechas con pilas de piedra caliza. Doce centinelas estaban apostados
en diversos puntos de la trinchera y por detrás del parapeto interior. Delante de la trinchera
había alambradas, y luego la ladera descendía hacia un precipicio aparentemente sin fondo;
más allá se levantaban colinas desnudas, en ciertos lugares meros peñascos abruptos, grises e
invernales, sin vida alguna, ni siquiera un pájaro. Espié cautelosamente por la tronera,
tratando de descubrir la trinchera fascista.
—¿Dónde está el enemigo?
Benjamín hizo un amplio gesto con la mano y en un inglés horrible me respondió:
—Por allí.
—Pero ¿dónde?
De acuerdo con mis ideas sobre la guerra de trincheras, las fascistas debían de estar a
unos cincuenta o cien metros. No podía ver nada; aparentemente, sus trincheras estaban muy
bien escondidas. Con gran pesar seguí la dirección que señalaba Benjamín: en la cima de la
colina opuesta, al otro lado del barranco, por lo menos a unos setecientos metros, se veía el
diminuto borde de un parapeto y una bandera roja y amarilla. ¡La posición fascista! Me sentí
indescriptiblemente desilusionado: estábamos muy lejos de ellos y, a esa distancia, nuestros
fusiles resultaban totalmente inútiles. Pero, en ese momento, se produjo una gran conmoción:
dos fascistas, figuritas grises en la distancia, ascendían torpemente la desnuda ladera opuesta.
Benjamín se apoderó del fusil que tenía más cerca, apuntó y apretó el gatillo. ¡Click! Un
cartucho defectuoso; me pareció un mal presagio.
Los nuevos centinelas no habían acabado de ocupar su puesto cuando comenzaron a
lanzar una terrible descarga contra nada en particular. Podía ver a los fascistas, diminutos
como hormigas, moverse protegidos tras su parapeto, y a veces la manchita negra de una
cabeza que se detenía por un instante, exponiéndose imprudentemente. Era evidente que no
tenía sentido disparar. No obstante, en ese momento el centinela de mi izquierda, en actitud
típicamente española, abandonó su puesto, se deslizó hasta mi sitio y comenzó a incitarme
para que lo hiciera. Traté de explicarle que a esa distancia y con esos fusiles era imposible
acertarle a nadie salvo por casualidad. Pero era un niño y siguió señalándome con el arma
hacia una de las manchitas y sonriendo tan ansiosamente como un perro que espera que
arrojen la piedra que ha de ir a buscar. Finalmente, coloqué la mira a setecientos y tiré. La
manchita desapareció. Confío en que pasara lo bastante cerca como para hacerle dar un
respingo. Era la primera vez en mi vida que disparaba un arma contra un ser humano.
Ahora que conocía el frente me sentía profundamente asqueado. ¡A eso le llamaban
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guerra! ¡Si apenas se entraba en contacto con el enemigo! No me preocupé por mantener la
cabeza por debajo del nivel de la trinchera. Poco más tarde, sin embargo, una bala pasó junto
a mi oído con un desagradable silbido y se estrelló contra la protección trasera. Confieso que
me zambullí. Toda la vida había jurado que no me agacharía la primera vez que una bala
pasara sobre mi cabeza, pero el movimiento parece ser instintivo y casi todo el mundo lo
hace, por lo menos una vez.
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Cinco cosas son importantes en la guerra de trincheras: leña, comida, tabaco, velas y
el enemigo. En invierno, en el frente de Zaragoza, eran importantes en ese orden, con el
enemigo en un alejado último puesto. No siendo por la noche, durante la cual siempre cabía
esperar un ataque por sorpresa, nadie se preocupaba por el enemigo. Lo veíamos como a
remotos insectos negros que ocasionalmente saltaban de un lado a otro. La verdadera
preocupación de ambos ejércitos consistía en combatir el frío.
Debo decir, de paso, que durante mi permanencia en España tuve oportunidad de
presenciar muy poca lucha. Estuve en el frente de Aragón desde enero hasta mayo, y entre
enero y finales de marzo poco o nada ocurrió allí, excepto en Teruel. En marzo se produjo
una lucha enconada en los alrededores de Huesca, pero yo desempeñé en ella un papel muy
insignificante. Más tarde, en junio, tuvo lugar el desastroso ataque contra Huesca en el que,
en un solo día, murieron varios miles de hombres, pero yo había sido herido y me encontraba
lejos cuando eso ocurrió. Las cosas que uno normalmente considera como los horrores de la
guerra rara vez me sucedieron. Ningún aeroplano dejó caer una bomba cerca de mí, no creo
que alguna granada haya explotado jamás a menos de diez metros de donde me encontraba, y
sólo una vez participé en una lucha cuerpo a cuerpo (debo decir que con una vez hay de
sobra). Desde luego, a menudo estuve bajo un pesado fuego de ametralladora, pero por lo
común a distancias muy grandes. Incluso en Huesca uno se hallaba por lo general a salvo, si
tomaba precauciones razonables.
Allí arriba, en las colinas que circundan Zaragoza, se trataba simplemente de la
mezcla de aburrimiento e incomodidad inherentes a la fase estacionaria de la guerra. Una vida
tan monótona como la de un empleado de ciudad, y casi tan regular. Montar guardia,
patrullar; cavar; cavar, patrullar, montar guardia. En la cima de cada colina, fascista o leal, un
conjunto de hombres sucios y andrajosos tiritaba en torno a su bandera y trataba de entrar en
calor. Y durante todo el día y toda la noche, balas perdidas que erraban a través de valles
desiertos y sólo por alguna improbable casualidad acababan alojándose en un cuerpo humano.
A menudo solía contemplar el paisaje invernal y maravillarme de la futilidad de todo.
¡Qué absurda era una guerra así! Un poco antes, por octubre, se había producido una lucha
salvaje en esas colinas; luego, debido a la falta de hombres y armas, en particular de artillería,
las operaciones a gran escala se tornaron imposibles, y ambos ejércitos se establecieron y
enterraron en las cimas ganadas. A la derecha teníamos una pequeña avanzada, también del
POUM, y una posición del PSUC en la estribación de la izquierda, frente a una colina más
alta con varios puestos fascistas salpicados en sus crestas. La llamada línea zigzagueaba de un
lado a otro, siguiendo un dibujo que hubiera resultado del todo ininteligible si cada posición
no hubiese tenido una bandera. Las banderas del POUM y del PSUC eran rojas, la de los
anarquistas, roja y negra; los fascistas hacían ondear, por lo general, la bandera monárquica
(roja, amarilla y roja), pero en ocasiones usaban la de la República (roja, amarilla y morada).
Si se lograba olvidar que cada cumbre estaba ocupada por tropas y, por lo tanto, cubierta de
latas y excrementos, el escenario resultaba estupendo. A nuestra derecha, la sierra doblaba
hacia el sudeste y se abría camino por el amplio y venoso valle que se extiende hasta Huesca.
En medio de la planicie se divisaban unos pocos y diminutos cubos que semejaban una tirada
de dados; era la ciudad de Robres, en manos leales. Por la mañana, con frecuencia el valle se
hallaba oculto por mares de nubes, entre las cuales surgían las colinas chatas y azules, dando
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al paisaje un extraño parecido con un negativo fotográfico. Más allá de Huesca había aún más
colinas de formación idéntica, recorridas por estrías de nieve cuyo dibujo se alteraba día a día.
A lo lejos, los monstruosos picos de los Pirineos, donde la nieve nunca se derrite, parecían
emerger sobre el vacío. Abajo, en la planicie, todo semejaba desnudo y muerto. Las colinas
situadas frente a nosotros eran grises y arrugadas como la piel de los elefantes. El cielo estaba
casi siempre vacío de pájaros. Creo que nunca conocí un lugar donde hubiera tan pocos
pájaros. Los únicos que vi en alguna ocasión fueron una especie de urraca, los pichones de
perdices que nos sobresaltaban por la noche con su inesperado aleteo y, muy rara vez, los
vuelos de algunas águilas que se desplazaban lentamente en lo alto, seguidas por disparos de
fusil que no las inquietaban lo más mínimo.
Por la noche, y cuando había niebla, se enviaban patrullas al valle que mediaba entre
nosotros y los fascistas. La tarea no gozaba de popularidad, pues hacía demasiado frío y
resultaba muy fácil perderse; no tardé en descubrir que podía conseguir permiso para integrar
la patrulla tantas veces como quisiera. En los enormes barrancos dentados no había senderos
o huellas de ninguna especie; sólo podía encontrarse el camino haciendo viajes sucesivos y
fijándose en las pisadas frescas cada vez. A tiro de bala, el puesto fascista más cercano
distaba del nuestro unos setecientos metros, pero la única ruta practicable tenía tres
kilómetros. Resultaba bastante divertido errar por los valles oscuros mientras las balas
perdidas volaban sobre nuestras cabezas como gallinetas sibilantes. Para estas excursiones,
más propicias que la noche eran las nieblas densas, que a menudo duraban todo el día y solían
aferrarse a las cimas de las colinas dejando libres los valles. Cuando uno se encontraba cerca
de las líneas fascistas, tenía que arrastrarse a la velocidad de un caracol; era muy difícil
moverse silenciosamente en esas laderas, entre los arbustos crujientes y las ruidosas piedras
calizas. Hasta el tercer o cuarto intento no logré llegar hasta el enemigo. La niebla era muy
espesa, y me deslicé hasta la alambrada: podía oír a los fascistas charlar y cantar. Con gran
alarma, advertí que varios de ellos descendían por la ladera en mi dirección. Me oculté detrás
de un arbusto que de pronto me pareció muy pequeño, y traté de amartillar el fusil sin hacer
ruido; por suerte, Se desviaron y no llegaron a verme. Al lado de mi escondite encontré varios
restos de la lucha anterior: cartuchos vacíos, una gorra de cuero con un agujero de bala, una
bandera roja, evidentemente nuestra. La llevé de vuelta a la posición, donde fue convertida
sin ningún sentimentalismo en trapos de limpieza.
Me habían ascendido a cabo en cuanto llegamos al frente, y tenía a mi cargo una
guardia de doce hombres. No era una ventaja, especialmente al principio. La centuria era una
turba no adiestrada compuesta en su mayoría por adolescentes. De tanto en tanto, uno se
encontraba con criaturas de hasta once o doce años, por lo común refugiados del territorio
fascista que se habían alistado en la milicia como la manera más fácil de asegurarse el
sustento. Por lo general, eran empleados en la retaguardia para tareas livianas, pero a veces se
las ingeniaban para escurrirse hasta el frente, donde constituían una amenaza pública.
Recuerdo que una de estas bestezuelas arrojó en broma una granada en el fuego encendido de
un refugio. En Monte Pocero creo que nadie tenía menos de quince años, pero la edad
promedio debe de haber estado muy por debajo de veinte. Los muchachos de esta edad nunca
deberían ser enviados al frente, porque no pueden soportar la falta de sueño que es
inseparable de la guerra de trincheras. Al comienzo resultaba casi imposible mantener
vigilada nuestra posición de la forma adecuada por la noche. Para despertar a los desgraciados
chicos de mi sección había que sacarlos de sus refugios con los pies por delante, y en cuanto
uno volvía la espalda abandonaban sus puestos y se buscaban un lugar resguardado, o bien, a
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pesar del riguroso frío, se apoyaban contra la pared de la trinchera y se quedaban
completamente dormidos. Por suerte, el enemigo nunca se mostró muy emprendedor. Había
noches en que me parecía que nuestra posición podía ser arrasada por veinte boy scouts
armados con rifles de aire comprimido o veinte girl scouts armadas con raquetas.
En esa época y hasta mucho más tarde, el sistema en que se basaban las milicias
catalanas seguía siendo el mismo que al comienzo de la guerra. En los primeros días del
levantamiento de Franco, las milicias habían sido apresuradamente organizadas por los
diversos sindicatos y partidos políticos; cada una constituía en esencia una organización
política, fiel a su partido tanto como al gobierno central. En 1937, cuando se formó el Ejército
Popular que era un cuerpo «no político», organizado según criterios más o menos corrientes,
las milicias partidistas quedaron teóricamente incorporadas a él. Pero durante mucho tiempo
los únicos cambios introducidos fueron teóricos: las tropas del nuevo Ejército Popular
llegaron al frente de Aragón en junio, y hasta ese momento el sistema de milicias permaneció
invariable. El rasgo esencial del sistema era la igualdad social entre oficiales y soldados.
Todos, desde el general hasta el recluta, recibían la misma paga, comían los mismos
alimentos, llevaban las mismas ropas y se trataban en términos de completa igualdad. Si a
uno se le ocurría palmear al general que comandaba la división y pedirle un cigarrillo, podía
hacerlo y a nadie le resultaba extraño. Por lo menos en teoría, cada milicia era una
democracia y no una organización jerárquica. Se daba por sentado que las órdenes debían
obedecerse, pero también que una orden se daba de camarada a camarada y no de superior a
inferior. Había oficiales con y sin mando, pero no un escalafón militar en el sentido usual; no
había ni distintivos ni galones, ni taconazos ni saludos reglamentarios. Dentro de las milicias
se intentó crear una especie de modelo provisional de la sociedad sin clases. Desde luego, no
existía una perfecta igualdad, pero era lo más aproximado a ella que yo había conocido o que
me hubiera parecido concebible en tiempo de guerra.
No obstante, admito que, a primera vista, el estado de cosas en el frente me horrorizó.
¿Cómo demonios podía ganar la guerra un ejército así? Todo el mundo se hacía esa pregunta
que, si bien era justa, también resultaba gratuita, pues en esas circunstancias, las milicias no
podían ser mucho mejores de lo que eran. Un ejército mecanizado moderno no brota de la
tierra y, si el gobierno hubiera esperado hasta contar con tropas adiestradas, nunca habría
podido hacer frente al fascismo. Más tarde se puso de moda criticar las milicias y sostener
que los fallos debidos a la falta de armas y de adiestramiento eran el resultado del sistema
igualitario. En realidad, una leva recién reclutada de milicianos constituía una turba
indisciplinada, no porque los oficiales llamaran «camaradas» a los reclutas, sino porque las
tropas novatas siempre son una turba indisciplinada. En la práctica, el tipo «revolucionario»
democrático de disciplina merece más confianza del que cabría esperar. En un ejército de
trabajadores, la disciplina es teóricamente voluntaria, se basa en la lealtad de clase; mientras
que la disciplina de un ejército burgués de reclutas se basa, en última instancia, en el miedo.
(El Ejército Popular que reemplazó a las milicias ocupaba una posición intermedia entre
ambos tipos.) En las milicias, el atropello y el abuso inherentes a un ejército corriente no se
hubieran tolerado ni por un instante. Los castigos militares normales existían, pero sólo se
aplicaban en los casos de delitos muy graves. Cuando un hombre se negaba a obedecer una
orden, no se le castigaba de inmediato: primero se apelaba a su espíritu de camaradería. Una
persona cínica, sin experiencia de mando, podrá afirmar sin demora que esto no puede
«funcionar» jamás, pero lo cierto es que «funciona».
La disciplina de incluso las peores levas de la milicia mejoró notablemente a medida
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que transcurría el tiempo. En enero, la tarea de dirigir una docena de reclutas novatos casi me
hizo encanecer. En mayo, actué durante un breve período como teniente, al mando de unos
treinta hombres, ingleses y españoles. Todos habíamos estado en el frente durante meses, y
nunca tuve la más mínima dificultad para conseguir que obedecieran una orden o se
ofrecieran voluntariamente para una tarea peligrosa. La disciplina revolucionaria depende de
la conciencia política, de la comprensión de por qué deben obedecerse las órdenes; necesita
tiempo para formarse, pero también se necesita tiempo para convertir a un hombre en un
autómata dentro del cuartel. Los periodistas que se burlaban del sistema de milicias pocas
veces recordaban que éstas tuvieron que contener al enemigo mientras el Ejército Popular se
adiestraba en la retaguardia. Y el mero hecho de que las milicias hayan permanecido en el
frente constituye un tributo a la fuerza de la disciplina revolucionaria, pues hasta junio de
1937 lo único que las retuvo allí fue la lealtad de clase. Se podía fusilar a los desertores
individuales, y eso es lo que se hacía ocasionalmente, pero si un millar de hombres decidiera
abandonar el frente, ninguna fuerza podría detenerlos. Un ejército de reclutas en las mismas
circunstancias y sin una policía militar para vigilarlos hubiera retrocedido. Las milicias en
cambio defendieron sus posiciones. Dios sabe que obtuvieron muy pocas victorias, pero las
deserciones individuales no fueron comunes. En cuatro o cinco meses en la milicia del
POUM sólo supe de cuatro desertores, y dos de ellos eran casi seguro espías que se habían
alistado para obtener información. Al comienzo, el aparente caos, la falta general de
adiestramiento, el hecho de que a menudo uno debía discutir durante cinco minutos para
conseguir que se obedeciera una orden me espantaban y me enfurecían. Tenía ideas típicas del
ejército británico, y ciertamente las milicias españolas eran bastante diferentes del ejército
británico. Pero, considerando las circunstancias, eran mejores tropas de lo que se tenía
derecho a esperar.
Y mientras tanto, la leña, siempre la leña. Durante todo ese período, probablemente no
haya ninguna anotación en mi diario donde no se mencione la leña o, mejor dicho, la falta de
ella. Nos encontrábamos entre unos seiscientos y novecientos metros por encima del nivel del
mar, estábamos en pleno invierno y el frío era inenarrable. La temperatura no era
excepcionalmente baja, muchas noches ni siquiera helaba, y el sol invernal brillaba a menudo
durante una hora al mediodía, pero se pasaba mucho frío. A veces soplaban vientos ululantes
que nos arrancaban la gorra y nos hacían volar el cabello en todas direcciones, nieblas que se
introducían en la trinchera como un líquido y parecían penetrar hasta los huesos; llovía con
frecuencia, y un cuarto de hora de lluvia bastaba para que las condiciones se tornaran
insoportables. La delgada capa de tierra por encima de la piedra no tardaba en convertirse en
una pasta resbaladiza y, como siempre se caminaba sobre pendiente, resultaba imposible
conservar el equilibrio. En las noches oscuras a menudo me caía media docena de veces en
menos de veinte metros; esto era peligroso, pues el seguro del fusil podía atascarse con el
barro. Durante varios días seguidos la ropa, las botas, las mantas y las armas se quedaban
embarradas. Yo había llevado tanta ropa de abrigo como pude, pero muchos carecían de lo
esencial. Para toda la guarnición, unos cien hombres, sólo había doce capotes, que los
centinelas se pasaban unos a otros, y la mayoría contaba únicamente con una manta. Una
noche helada hice en mi diario una lista de las prendas que tenía puestas. Resulta interesante
recordarla para mostrar la cantidad de ropa que un cuerpo humano puede soportar. Llevaba un
chaleco grueso y pantalones, una camisa de franela, dos jerséis, una chaqueta de lana, otra de
cuero, pantalones de pana, calcetines gruesos, polainas, botas, un pesado capote, una bufanda,
guantes forrados y gorra de lana. No obstante, temblaba como una hoja. Pero admito que soy
particularmente sensible al frío.
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La leña era lo que realmente importaba. Y representaba todo un problema, porque
prácticamente no había. Nuestra miserable montaña no había tenido mucha vegetación ni en
sus mejores momentos, y durante meses había sido arrasada por congelados milicianos, con el
resultado de que todo aquello que fuera más grueso que un dedo había sido quemado hacía ya
mucho tiempo. Cuando no estábamos comiendo, durmiendo, de guardia o haciendo alguna
faena, recorríamos el valle en busca de combustible. Recuerdo que nos arrastrábamos por
pendientes casi verticales, sobre la áspera piedra caliza que nos destrozaba las ropas, para
arrojarnos ávidamente sobre diminutas ramitas. Tres hombres, buscando un par de horas,
podían recoger bastante combustible como para un fuego de una hora. Nuestras búsquedas de
leña nos transformaron en expertos botánicos. Clasificábamos, de acuerdo con sus
posibilidades de combustión, las plantas que crecían en las laderas: las diversas clases de
brezos y hierbas que servían para prender el fuego, pero ardían sólo unos pocos minutos; el
romero silvestre y los pequeños arbustos de retama que ardían cuando el fuego estaba ya bien
encendido; el roble enano, más pequeño que un arbusto de grosellas y prácticamente
incombustible. Había un tipo de caña seca que resultaba muy útil para encender el fuego, pero
sólo crecía en la colina situada a la izquierda de la posición y para conseguirla había que
hacer frente a las—balas. Si los soldados fascistas al mando de las ametralladoras te veían, te
dedicaban todo un tambor de munición. Por lo general, apuntaban demasiado alto y las balas
cantaban como pájaros por encima de nuestras cabezas, pero a veces se estrellaban a nuestras
espaldas y hacían saltar trocitos de roca a una distancia desagradablemente corta, provocando
que nos tirásemos cuerpo a tierra. No obstante, luego proseguíamos con la recogida de
cañitas; nada tenía tanta importancia como la leña.
Comparadas con el frío, las otras molestias parecían insignificantes. Desde luego,
todos estábamos permanentemente sucios. El agua que bebíamos, al igual que los alimentos,
se traía en mulas desde Alcubierre, y la porción diaria correspondiente a cada hombre no
llegaba a un litro. Era un líquido repugnante, apenas más transparente que la leche, y sólo
debía utilizarse para beber, pero yo siempre robaba un poco para lavarme por la mañana.
Solía lavarme un día y afeitarme al siguiente: el agua nunca alcanzaba para ambas cosas a la
vez. La posición tenía un hedor nauseabundo, y fuera del pequeño recinto de la barricada
había excrementos por todas partes. Algunos milicianos tenían por costumbre defecar en la
trinchera, lo cual no resultaba nada grato cuando había que recorrerla a oscuras. La suciedad,
sin embargo, nunca me preocupó. La gente hace demasiado alboroto en torno a la suciedad.
Resulta sorprendente comprobar con cuánta rapidez es posible acostumbrarse a no usar
pañuelo y a comer en el mismo recipiente en que uno se lava. El hecho de dormir con la ropa
que se ha usado durante el día también dejó de ser penoso al cabo de poco tiempo. Desde
luego, era imposible quitarse la ropa por la noche, y en especial las botas: había que estar listo
para presentarse instantáneamente en caso de ataque. En ochenta noches me desvestí sólo tres
veces, si bien me las ingenié en diversas ocasiones para quitarme la ropa durante el día. Hacía
demasiado frío como para que hubiera piojos, pero las ratas y los ratones abundaban. A
menudo se dice que no se encuentran ratas y ratones en el mismo lugar, pero ello no es cierto
cuando hay bastante comida para ambos.
En otros aspectos nuestra situación no era tan mala. La comida era bastante
satisfactoria y abundaba el vino. Los cigarrillos seguían distribuyéndose a razón de un
paquete diario, los fósforos se entregaban día por medio y las velas se repartían con
regularidad. Éstas eran muy delgadas, como las que suelen verse en un pastel de Navidad, y
se suponía que procedían de las iglesias. Cada puesto de la trinchera recibía diariamente tres
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pulgadas de vela, cantidad que duraba unos veinte minutos. En esa época todavía se podía
comprar velas, y yo había traído conmigo una buena cantidad.
Más tarde, la falta de fósforos y velas convirtió nuestra vida en una tortura. Uno no
comprende la importancia de estas cosas hasta que carece de ellas. En una alarma nocturna,
por ejemplo, cuando todo el mundo busca a tientas un fusil pisando a los vecinos, la
posibilidad de encender una luz puede significar la diferencia entre la vida y la muerte. Cada
miliciano contaba con una yesca y varios metros de mecha amarilla, elementos que, después
del fusil, constituían su posesión más importante. Estas yescas tienen la enorme ventaja de
que pueden encenderse aunque sople viento, pero arden sin llama, por lo cual no sirven para
hacer fuego. Cuando la carencia de fósforos alcanzó su punto culminante, la única forma de
conseguir una llama consistía en sacar la bala del cartucho y encender la cordita con una
yesca.
Era una vida extraordinaria la que llevábamos, una manera extraordinaria de estar en
guerra, si puede hablarse de guerra. Toda la milicia protestaba contra la inactividad y clamaba
constantemente por saber por que no se nos permitía atacar. Pero resultaba perfectamente
obvio que no habría ninguna batalla durante mucho tiempo, a menos que el enemigo la
iniciara. Georges Kopp se mostró muy franco con nosotros en sus giras periódicas de
inspección. «Esto no es una guerra», solía decir, «es una ópera cómica con alguna muerte
ocasional». En realidad, el estancamiento en el frente de Aragón obedecía a causas políticas
que yo ignoraba por completo en esa época, pero las dificultades puramente militares, aparte
de la falta de reservas de hombres, resultaban evidentes.
Para empezar, hay que tener en cuenta la naturaleza de la región. La línea del frente, la
nuestra y la de los fascistas, estaba ubicada en posiciones con enormes protecciones naturales,
a las que por lo general sólo era posible aproximarse desde un costado. Basta con cavar unas
pocas trincheras para que tales lugares estén a cubierto de la infantería, salvo que ésta sea
abrumadoramente numerosa. En nuestra posición o en la mayoría de las que nos rodeaban,
una docena de hombres con dos ametralladoras podrían haber contenido a todo un batallón.
Ubicados como estábamos en las cimas de las colinas, constituíamos blancos perfectos para la
artillería, pero no había artillería. A veces me ponía a contemplar el paisaje y ansiaba —con
qué pasión!— tener un par de baterías de cañones. Las posiciones enemigas se podrían haber
destruido una tras otra con la misma facilidad con que se parten nueces con un martillo. Pero
sencillamente no contábamos con un solo cañón. Los fascistas lograban a veces traer uno o
dos de Zaragoza y hacer unos pocos disparos, tan pocos que nunca calcularon siquiera la
distancia y los proyectiles se hundían inocuamente en los barrancos vacíos. Frente a
ametralladoras y sin artillería sólo pueden hacerse tres cosas: permanecer en refugios cavados
a una distancia segura, digamos cuatrocientos metros; avanzar a campo abierto y ser
masacrados, o realizar ataques nocturnos en pequeña escala que no modifican la situación
general. En la práctica, la alternativa es estancamiento o suicidio.
Y a todo esto había que añadir la carencia de material de guerra de todo tipo. Se
necesita un cierto esfuerzo para comprender lo mal armadas que estaban las milicias en esa
época. Cualquier escuela OTC de Inglaterra se parecía mucho más a un ejército moderno que
nosotros. El mal estado de nuestras armas era tan increíble que vale la pena describirlo en
detalle.
Toda la artillería asignada a este sector del frente consistía en cuatro morteros de
trinchera con quince cargas cada uno. Desde luego, eran demasiado valiosos como para ser
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utilizados, por lo cual eran guardados en Alcubierre. Había ametralladoras en la proporción
aproximada de una por cada cincuenta hombres; eran armas viejas, pero bastante precisas
hasta una distancia de trescientos a cuatrocientos metros. Aparte de esto, sólo contábamos
con nuestros fusiles, la mayoría de los cuales sólo valían como hierro viejo. Se utilizaban tres
tipos de fusil. Uno era el máuser largo; casi todos con más de veinte años de antigüedad, con
miras tan útiles como un velocímetro roto y la estría completamente oxidada. A pesar de ello,
uno de cada diez no funcionaba del todo mal. Luego teníamos el máuser corto, o mosquetón,
que es en realidad un arma de caballería. Gozaba de mayor popularidad que los otros porque
era más liviano, estorbaba menos en la trinchera y, también, porque era comparativamente
nuevo y parecía más eficaz. En verdad, se trataba de armas casi inútiles. Estaban hechas con
partes de otras armas, ningún cerrojo correspondía a su fusil, y podía darse por descontado
que el setenta y cinco por ciento dejaba de funcionar después de cinco tiros. También había
unos pocos winchester, muy cómodos de manejo, pero enormemente imprecisos y que había
que cargar después de cada tiro, puesto que no se disponía de los cargadores
correspondientes. Las municiones eran tan escasas que cada recién llegado apenas recibía
cincuenta cargas, la mayoría de ellas de muy mala calidad. Los cartuchos de fabricación
española eran todos usados y vueltos a cargar y atascaban el mejor de los fusiles. En cambio,
los mexicanos eran superiores, por lo cual eran reservados para las ametralladoras. La mejor
munición era la de origen alemán, pero como ésta provenía únicamente de los prisioneros y
desertores, no abundaba demasiado. Yo tenía siempre en el bolsillo un paquete de cartuchos
alemanes o mexicanos para utilizar en caso de emergencia. Pero, en la práctica, si se llegaba a
producir una emergencia, casi nunca disparaba mi fusil: tenía demasiado miedo de que se
trabara aquel maldito trasto y quería reservar por lo menos una carga que disparase de verdad.
No teníamos cascos ni bayonetas, carecíamos de revólveres o pistolas y no había más que una
granada por cada cinco o diez hombres. La granada utilizada en esa época era un objeto
terrorífico conocido como «granada FM», inventada por los anarquistas en los primeros días
de la guerra. Se basaba en el principio de una bomba Milís, pero la palanca no estaba
sostenida por un seguro, sino por un trozo de cinta adhesiva. Al arrancar la tira había que
librarse de ella a la mayor velocidad posible. Se decía que estas granadas eran «imparciales»:
mataban tanto al enemigo como a quien las arrojaba. Disponíamos de varios tipos más,
incluso más primitivos, pero probablemente algo menos peligrosos... para el que tiraba, por
supuesto. Hasta finales de marzo no vi una granada digna de tal nombre.
A la escasez de armas se sumaba la de todos los otros elementos de importancia en
una guerra. No teníamos mapas ni planos, por ejemplo. En España nunca se había hecho un
registro cartográfico completo, y los únicos mapas detallados de esa zona eran los viejos
mapas militares, casi todos en poder de los fascistas. No contábamos con telémetros,
telescopios, periscopios, prismáticos —excepto unos pocos de propiedad privada—, luces de
Bengala o Veri, tenazas para cortar las alambradas, herramientas de armero, ni tampoco
siquiera con material de limpieza. Los españoles no parecían haber oído hablar nunca de una
baqueta y me observaron sorprendidos mientras yo la fabricaba. Cuando uno quería limpiar el
fusil, lo llevaba al sargento, quien poseía una larga varilla de latón invariablemente torcida
que, por lo tanto, raspaba el cañón. Ni siquiera había aceite para las armas. Eran lubricadas
con aceite de oliva, cuando se podía conseguir. En distintas ocasiones tuve que engrasar el
mío con vaselina, con crema para el cutis y hasta con tocino. Además, no teníamos faroles ni
linternas. Creo que en todo nuestro sector no había nada parecido a una linterna eléctrica, y el
sitio más cercano donde se podía conseguir una era Barcelona, y eso no sin dificultades.
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A medida que transcurría el tiempo y los aislados disparos de fusil resonaban entre las
colinas, comencé a preguntarme con creciente escepticismo si alguna vez ocurriría algo que
proporcionara un poco de vida, o más bien un poco de muerte, a esa extravagante guerra.
Luchábamos contra la pulmonía, no contra hombres. Cuando las trincheras están separadas
por más de quinientos metros, nadie resulta herido si no es por casualidad. Desde luego, había
bajas, pero en su mayoría no eran causadas por el enemigo. Si la memoria no me engaña, los
primeros cinco heridos que vi en España debían sus lesiones a nuestras propias armas, y no
quiero decir que fueran intencionadas, desde luego, sino producto de un accidente o descuido.
Nuestros gastados fusiles constituían un verdadero peligro. Algunos de ellos dejaban escapar
el tiro si la culata se golpeaba contra el suelo; vi un hombre con la mano atravesada por un
proyectil a causa de este defecto. Y en la oscuridad, los reclutas novatos se tiroteaban
continuamente entre sí. Cierta vez, cuando todavía no era noche cerrada, un centinela me
disparó desde una distancia de veinte metros, y me erró por uno. Quién sabe cuantas veces la
mala puntería española me salvó la vida. En otra ocasión, al salir de patrulla en medio de la
niebla, tomé la precaución de avisar de antemano al jefe de la guardia. Al regresar, tropecé
contra un arbusto; el centinela comenzó a gritar que los fascistas se acercaban y tuve el placer
de oír al jefe de la guardia ordenar que dispararan sin demora. Por supuesto, me mantuve
echado y las balas pasaron por encima sin lastimarme. No hay nada que pueda convencer a un
español, sobre todo a un español joven, de que las armas de fuego son peligrosas. Cierta vez,
poco después del episodio Anterior, me encontraba fotografiando a unos soldados encargados
de una ametralladora, que apuntaba directamente hacia mí.
—No tiréis —dije en tono de broma, mientras enfocaba la cámara.
—Oh no, no tiraremos.
Un segundo después oí fuertes estampidos y numerosas balas pasaron tan cerca de mi
cara que unos granos de cordita me irritaron la mejilla. No hubo mala intención y a los
milicianos les pareció una estupenda broma. Unos pocos días antes habían visto a un pobre
conductor de mulas accidentalmente muerto de cinco balazos por un delegado político que
hacía el payaso con una pistola automática.
Las difíciles contraseñas que la milicia utilizaba en esa época constituían otra fuente
de peligros. Se trataba de complicadas consignas dobles en las cuales era necesario responder
a una palabra con otra. Por lo general tenían un acento afirmativo y revolucionario, tal como
cultura—progreso, o seremos—invencibles, y a menudo resultaba imposible conseguir que
los centinelas analfabetos recordaran estas palabras altisonantes. Recuerdo que una noche la
contraseña era Cataluña—heroica, y un joven campesino de rostro redondo, llamado Jaime
Doménech, se me acercó, muy desconcertado, y me pidió que le explicara:
—Heroica... ¿Qué quiere decir heroica?
Le expliqué que era sinónimo de valiente. Poco después avanzaba tropezando por la
trinchera a oscuras cuando el centinela le gritó:
—¡Alto! ¡Cataluña!
—¡Valiente! —respondió Jaime, seguro de recordar la palabra exacta.
—¡Bang!
Afortunadamente, el centinela erró. En esta guerra, todo el mundo le erraba a todo el
mundo, siempre que fuera humanamente posible.
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Hacía unas tres semanas que estábamos en el frente, cuando llegó a Alcubierre un
contingente de veinte o treinta hombres enviados desde Inglaterra por el ILP [Partido
Laborista Independiente], y como se decidió que los ingleses estuviéramos juntos en este
frente, a William y a mí nos llevaron donde ellos. Nuestra nueva posición estaba situada en
Monte Oscuro, varios kilómetros hacia el oeste y a la vista de Zaragoza.
La posición estaba encaramada en una especie de cresta afilada de piedra caliza, con
cuevas cavadas horizontalmente en el risco como nidos de golondrinas. Aquéllas se
prolongaban increíblemente en la roca, eran muy oscuras y tan bajas que no se podía
recorrerlas ni siquiera de rodillas. En los picos situados a nuestra izquierda había otras dos
posiciones del POUM, una de las cuales constituía un objeto de fascinación para todos los
hombres de la línea de fuego, pues allí se encargaban de la cocina tres milicianas. Estas
mujeres no eran precisamente hermosas, pero se consideró conveniente aislarlas de los
hombres de otras compañías. Quinientos metros a nuestra derecha, en la curva orientada hacia
Alcubierre, en el lugar donde el camino estaba en poder de los fascistas, había un puesto del
PSUC. Por la noche podíamos ver las lámparas de nuestros camiones de abastecimiento
provenientes de Alcubierre y, al mismo tiempo, las de los fascistas que venían de Zaragoza. A
unos veinte kilómetros hacia el sudoeste también Zaragoza era visible: una delgada hilera de
luces como ojos de buey de un barco iluminado. Las tropas del gobierno la contemplaban en
la distancia desde 1936, y siguen contemplándola todavía.
Nosotros éramos unos treinta (incluido Ramón, un español, cuñado de William), y
además una docena de españoles encargados de las ametralladoras. Aparte de una o dos
excepciones inevitables —como es bien sabido, la guerra atrae mucha gentuza— los ingleses
constituían un grupo excepcionalmente bueno, tanto física como mentalmente. Quizá el mejor
de todos era Bob Smillie, nieto del famoso dirigente minero, y que más tarde encontró una
muerte tan perversa y absurda en Valencia. Dice mucho en favor del carácter español el hecho
de que los ingleses y los españoles siempre se llevaran bien, a pesar de la dificultad
idiomática. Descubrimos que todos los españoles conocían dos expresiones inglesas: una era
«OK, baby»; y la otra, una palabra utilizada por las prostitutas de Barcelona en su trato con
los marineros ingleses y que me temo que los cajistas se negarían a imprimir.
Una vez más, en el frente no ocurría nada, exceptuando alguna bala esporádica y, muy
rara vez, el estrépito de un mortero fascista que nos hacía correr hasta la trinchera más alta
para ver contra qué colina se estrellaban los proyectiles. Aquí el enemigo estaba algo más
cerca, quizá a unos trescientos o cuatrocientos metros. La posición más próxima quedaba
exactamente frente a la nuestra, con un nido de ametralladoras cuyas troneras muy a menudo
nos tentaban a desperdiciar cartuchos. Los fascistas rara vez molestaban con disparos de fusil,
pero enviaban en cambio nutridas ráfagas de ametralladora contra cualquier miliciano que se
dejara ver. Con todo, transcurrieron más de diez días hasta que tuvimos nuestra primera baja.
Las tropas situadas delante de nosotros eran españolas pero, según los desertores, había
algunos oficiales alemanes sin mando. Tiempo atrás estuvieron también los moros —¡pobres
diablos, cómo deben de haber sufrido el frío!—, pues en la tierra de nadie todavía quedaba el
cadáver de un moro que constituía una de las curiosidades del lugar. Aproximadamente a dos
o tres kilómetros a nuestra izquierda, la línea del frente se interrumpía y comenzaba una
extensión de terreno, muy baja y cubierta de espesa vegetación, que no pertenecía ni a los
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fascistas ni a nosotros. Ambos bandos solían realizar allí patrullas diurnas. Aquello no estaba
mal como entrenamiento para boy scouts. Yo nunca vi una patrulla fascista a una distancia
menor de varios cientos de metros. Después de mucho reptar era posible atravesar en parte las
líneas fascistas e incluso ver la granja donde ondeaba la bandera monárquica y que hacía las
veces de cuartel general. De cuando en cuando disparábamos nuestras armas y luego nos
poníamos a cubierto antes de que las ametralladoras nos pudieran localizar. Espero que
hayamos roto al menos algunas ventanas, pero con tales fusiles y desde más de ochocientos
metros uno no podía estar seguro de acertarle ni siquiera a una casa.
El tiempo casi siempre era frío y claro; a veces brillaba el sol al mediodía, pero
siempre hacía frío. Por todas partes, sobre las laderas, se veían asomar los brotes verdes del
azafrán o el lirio silvestre. La primavera se aproximaba, evidentemente, aunque con mucha
lentitud. Las noches eran más frías que nunca. Durante la madrugada, cuando volvíamos de la
guardia, solíamos reunir lo que quedaba del fuego de la cocina y nos parábamos sobre las
brasas al rojo. Era malo para las botas, pero muy bueno para los pies. Sin embargo, había
amaneceres en que el espectáculo de la aurora entre los cerros casi nos hacía alegrarnos de no
estar en la cama a esas horas desapacibles. No me gusta la montaña, ni siquiera como
espectáculo. Sin embargo, aunque uno hubiera estado despierto toda la noche, con las piernas
adormecidas hasta la rodilla, y supiera que no había ninguna esperanza de comer durante
otras tres horas, a veces valía la pena contemplar la aurora que surgía detrás de las colinas, las
primeras estrechas vetas de oro que como espadas atravesaban la oscuridad, y luego la luz
creciente y los mares de nubes carmesíes alargándose hasta distancias inconcebibles. En el
curso de esa campaña vi amanecer más veces que durante toda mi vida anterior, y que en la
que me queda, espero.
Nos faltaban hombres allí, lo cual significaba guardias más prolongadas y mucha más
fatiga. Yo comenzaba a sentir la falta de sueño, que resulta inevitable incluso en la más
tranquila de las guerras. Aparte de las guardias y las patrullas había constantes alarmas
nocturnas. De cualquier manera, no se puede dormir bien en un horrible agujero cavado en la
tierra, con los pies doloridos de frío. Durante mis primeros tres o cuatro meses en el frente no
creo haber pasado más de una docena de días enteros sin dormir; pero también es cierto que
no llegué a dormir una docena de noches sin interrupción. Veinte o treinta horas de sueño por
semana representaban una cantidad bastante normal. Los efectos de este tipo de vida no eran
tan malos como podría esperarse; uno llegaba a sentirse bastante estúpido, y la tarea de subir
y bajar por las laderas se tornaba cada día más difícil, pero nos sentíamos relativamente bien
y estábamos constantemente hambrientos, tremendamente hambrientos. Cualquier comida
nos parecía sabrosa, hasta las eternas judías que todos en España terminamos por odiar. El
agua era muy escasa y nos llegaba desde lejos a lomos de mulas o de sufridos burritos. Por
algún motivo, los campesinos de Aragón trataban bien a las mulas, pero muy mal a los burros.
Si un burro se negaba a avanzar era normal patearle los testículos. Había cesado ya el reparto
de velas y los fósforos escaseaban. Los españoles nos enseñaron a hacer lámparas de aceite de
oliva con una lata de leche condensada, una cápsula de cartucho y un pedazo de trapo.
Cuando teníamos aceite de oliva, lo cual no era frecuente, estos objetos ardían con una llama
vacilante, de un poder equivalente a un cuarto de vela, que alcanzaba apenas para encontrar el
fusil.
Parecía no haber ninguna esperanza de una verdadera lucha. Cuando abandonamos
Monte Pocero, conté mis cartuchos y así comprobé que, en casi tres semanas, sólo había
disparado tres veces contra el enemigo. Se dice que hacen falta mil balas para matar a un
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hombre y, a ese paso, transcurrirían veinte años antes de que matara a mi primer fascista. En
Monte Oscuro, las líneas estaban más cercanas y se disparaba con mayor frecuencia, pero
estoy razonablemente seguro de que nunca le acerté a nadie. De hecho, en este frente y
durante este período de la guerra la verdadera arma no era el fusil, sino el megáfono.
Imposibilitados de matar al enemigo, le gritábamos. Este método bélico es tan extraordinario
que requiere una explicación.
En todos los puntos donde las líneas de fuego se encontraban a una distancia que
permitiera oírse, se producían frecuentes griteríos de trinchera a trinchera. Desde la nuestra se
oía: «¡Fascistas, maricones!». Desde la trinchera fascista: «¡Viva España! ¡ Viva Franco!»; o
bien, cuando sabían que entre nosotros había algunos ingleses: «¡Largaos a vuestra casa,
ingleses! ¡Aquí no queremos extranjeros!». En el bando gubernamental, en las milicias
partidistas, el método de hacer propaganda a gritos para socavar la moral del enemigo se
había convertido ya en una verdadera técnica. En todas las posiciones adecuadas, algunos
hombres, por lo general los encargados de las ametralladoras, recibían órdenes de dedicarse a
gritar y eran provistos de megáfonos. Preferentemente gritaban frases hechas, plenas de
intenciones revolucionarias, para explicar a los soldados fascistas que eran meros lacayos del
capitalismo internacional, que luchaban contra su propia clase, etcétera, etcétera, e incitarlos a
pasarse a nuestro lado. Sucesivos grupos de hombres las repetían una y otra vez, en algunas
oportunidades durante toda la noche. No cabía la menor duda de que el método surtía efecto,
y todos estaban de acuerdo en que la corriente de desertores del campo fascista se debía, en
parte, a la propaganda. Deteniéndose a pensarlo, es fácil comprender que el eslogan «¡No
luches contra tu propia clase!», resonando una y otra vez en la oscuridad, debe de haber
producido una gran impresión en el ánimo del pobre centinela que tiritaba de frío en su
puesto, quizá alistado contra su voluntad y probablemente miembro de un sindicato socialista
o anarquista.
Desde luego, tal procedimiento no se ajusta a la concepción inglesa de la guerra.
Admito que me sentí sorprendido, atónito y escandalizado la primera vez. ¡Procurar convertir
al enemigo en lugar de matarlo! Ahora pienso que, desde cualquier punto de vista, se trataba
de una maniobra legítima. En la guerra corriente de trincheras, cuando no existe artillería,
resulta en extremo difícil provocar bajas en el enemigo sin perder igual número de hombres.
Si es posible inmovilizar cierta cantidad de soldados llevándolos a desertar, tanto mejor;
después de todo, los desertores son mucho más útiles que los cadáveres, pues pueden
proporcionar información. Pero, al comienzo, tal procedimiento nos desalentó a todos; nos
hizo sentir que los españoles no se tomaban esta guerra suficientemente en serio. El que
gritaba en el puesto del PSUC establecido a nuestra derecha era un verdadero artista. A veces,
en lugar de gritar frases revolucionarias, simplemente contaba a los fascistas cuánto mejores
eran los alimentos que nosotros recibíamos. Su descripción de las raciones del gobierno
tendía a embellecer un poco las cosas. «¡Tostadas con mantequilla!», podía oírse en los ecos
que resonaban a través del valle solitario. «Aquí estamos sentados comiendo tostadas con
mantequilla. ¡Deliciosas tostadas con mantequilla!» No dudo de que él, como el resto de
nosotros, no había visto mantequilla durante semanas o meses, pero en la noche helada, la
imagen de tostadas con mantequilla quizá logró que a muchos fascistas se les hiciera la boca
agua. Eso es lo que me ocurrió incluso a mí, aun a sabiendas de que mentía.
Cierto día de febrero vimos aproximarse un avión fascista. Como de costumbre, una
ametralladora estaba emplazada al descubierto, con el cañón hacia arriba; nos echamos de
espaldas para apuntar mejor. No valía la pena bombardear nuestras posiciones aisladas y, por
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lo general, los pocos aeroplanos fascistas que pasaban por allí hacían un rodeo para evitar el
fuego de la ametralladora. Esta vez el avión voló por encima de nosotros, demasiado alto
como para que valiera la pena abrir fuego, y dejó caer no bombas; sino unos objetos blancos
brillantes que giraban y giraban en el aire. Unos pocos cayeron en la posición. Eran
ejemplares de un periódico fascista, el Heraldo de Aragón, que anunciaba la caída de Málaga.
Esa noche los fascistas llevaron a cabo una especie de ataque por sorpresa. En el
momento en que me deslizaba debajo de la manta, medio muerto de sueño, se oyó el silbido
de las balas sobre nuestras cabezas y alguien gritó: «¡Están atacando!». Empuñé el fusil y
ascendí hasta mi puesto, ubicado en la cumbre de la posición, junto a la ametralladora. El
ruido era diabólico. Creo que el fuego de cinco ametralladoras se cernía sobre nosotros, y
hubo una serie de pesados estruendos provocados por las granadas que los fascistas arrojaban
sobre su propio parapeto de la forma más idiota. La oscuridad era total. Muy abajo, en el valle
situado a nuestra izquierda, se podía ver el resplandor verdoso de los fusiles desde donde una
pequeña partida de fascistas, probablemente una patrulla, nos disparaba. Las balas volaban a
nuestro alrededor en la oscuridad, crac—pfiu—crac. Unos cuantos proyectiles pasaron
silbando por encima de nosotros, pero cayeron lejos y, como solía ocurrir en esta guerra, la
mayoría de ellos no explotó. Pasé un mal rato cuando una nueva ametralladora abrió fuego
desde la colina situada a nuestra espalda. En realidad se trataba de un arma llevada allí para
apoyarnos, pero en ese momento parecía como si estuviéramos rodeados. Nuestra
ametralladora no tardó en encasquillarse, como ocurría siempre con esos cartuchos, y la
baqueta se había perdido en la impenetrable oscuridad. Evidentemente, no se podía hacer
nada, excepto quedarse quieto y esperar un tiro. Los españoles a cargo de la ametralladora no
quisieron ponerse a cubierto y, de hecho, se expusieron deliberadamente, por lo que me vi
obligado a hacer lo mismo. Intrascendente como fue, la experiencia me resultó muy
interesante. Era la primera vez que me encontraba literalmente bajo el fuego y, con gran
humillación, comprobé que me sentía completamente asustado; he observado que siempre se
siente lo mismo bajo el fuego graneado, no se teme tanto el ser herido como no saber dónde
se producirá la herida. Uno se pregunta todo el tiempo por dónde entrará la bala, y eso otorga
al cuerpo una muy desagradable sensibilidad.
Al cabo de una o dos horas, el fuego fue atenuándose y finalmente cesó. Teníamos una
sola baja. Los fascistas habían llevado un par de ametralladoras a tierra de nadie, pero
manteniéndose a una distancia prudencial, sin hacer intento alguno por asaltar nuestro
parapeto. Ciertamente, no estaban efectuando un ataque, sino tan sólo desperdiciando
cartuchos y haciendo mucho ruido para celebrar la caída de Málaga. La importancia central
del episodio radicó en que aprendí a leer en los periódicos, con actitud menos crédula, las
noticias de guerra. Un día o dos más tarde, los periódicos y la radio anunciaron que un
tremendo ataque con caballería y tanques (subiendo por una ladera perpendicular) había sido
rechazado por los heroicos ingleses.
Cuando los fascistas nos informaron de que Málaga había caído, lo tomamos como
una mentira, pero al día siguiente llegaron rumores más convincentes y algo más tarde se
admitió la caída de forma oficial. Poco a poco fuimos conociendo toda la desgraciada
historia: la ciudad había sido evacuada sin disparar un tiro y la furia de los italianos no se
había descargado sobre las tropas, que ya no estaban, sino sobre la infortunada población
civil, algunos de cuyos miembros fueron perseguidos y ametrallados durante unos doscientos
kilómetros. Las noticias produjeron escalofríos a lo largo del frente, pues cualquiera que
hubiera sido la verdad, todos los milicianos creían que la pérdida de Málaga se debía a una
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traición. Era la primera vez que oía hablar de traición o de divergencias en cuanto a los
objetivos. Comenzaron a despertarse en mi mente vagas dudas acerca de esta guerra en la
que, hasta entonces, la cuestión del bien y del mal me había parecido bellamente simple.
A mediados de febrero abandonamos Monte Oscuro. Fuimos enviados, junto con
todas las tropas del POUM de ese sector, a integrar el ejército que sitiaba Huesca. Tuvimos
que hacer un viaje de noventa kilómetros en camión, a través de la planicie invernal, donde
las vides podadas aún no tenían brotes y las espigas de la cebada de invierno apenas
asomaban sobre el suelo aterronado. A cuatro kilómetros de nuestras trincheras, Huesca
brillaba pequeña y clara como una ciudad formada por casas de muñecas. Meses antes,
cuando cayó Siétamo, el comandante general de las tropas gubernamentales había comentado
alegremente: «Mañana tomaremos café en Huesca». Resultó estar equivocado. Se produjeron
sangrientos ataques, pero la ciudad no cayó, y «Mañana tomaremos café en Huesca» se
convirtió en una broma en todo el ejército. Si alguna vez regreso a España, no dejaré de tomar
una taza de café en Huesca.
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Al este de Huesca nada o casi nada ocurrió hasta finales de marzo. Estábamos a mil
doscientos metros del enemigo. Cuando los fascistas fueron obligados a retroceder hasta
Huesca, las tropas del ejército republicano que dominaban esa parte del frente no se habían
mostrado demasiado fervorosas en su avance, de modo que la línea formaba una especie de
bolsa. Más tarde sería necesario adelantarla —tarea muy incómoda bajo el fuego—, pero por
el momento el enemigo no parecía existir; nuestra única preocupación consistía en combatir
el frío y conseguir suficientes alimentos.
Mientras tanto, la rutina diaria mejor dicho, nocturna—, las tareas cotidianas. Hacer
guardia, patrulla, cavar. Lluvia, barro, vientos ululantes y ocasionalmente nevadas. No fue
hasta mediados de abril que las noches se tornaron algo más cálidas. Allí arriba, en la meseta,
los días de marzo se parecían en su mayoría a los de Inglaterra, con sus brillantes cielos
azules y vientos continuos. En el lugar donde la línea del frente atravesaba huertos y jardines
desiertos, la cebada de invierno ya tenía unos treinta centímetros de altura, capullos blancos
se formaban en los cerezos y, buscando en las zanjas, se podían encontrar violetas y una
especie de jacinto silvestre semejante a un ejemplar borde de campanilla azul,
inmediatamente detrás de la línea corría un hermoso y burbujeante arroyito verde: era la
primera agua transparente que había visto desde mi llegada. Cierto día apreté los dientes y me
metí en ella para darme el primer baño en seis semanas. Fue lo que podría llamarse un baño
breve, puesto que el agua era principalmente agua de deshielo y la temperatura no debía de
andar muy por encima de los cero grados.
Mientras tanto, nada ocurría; jamás ocurría nada. Los ingleses habían adquirido el
hábito de decir que ésa no era una guerra, sino una maldita pantomima. Casi nunca estábamos
bajo el fuego directo de los fascistas. El único peligro provenía de las balas perdidas, las
cuales, como las líneas del frente se curvaban hacia adelante en ambos lados, procedían de
varias direcciones. Todas las bajas en ese periodo se debieron a esta causa. Arthur Clinton
recibió una bala misteriosa que le aplastó el hombro izquierdo, inutilizándole el brazo para
siempre, según me temo. De vez en cuando había algo de fuego de artillería, pero con muy
poca eficacia. El silbido y el estallido de los proyectiles era considerado, en realidad, como
una especie de diversión. Los fascistas nunca arrojaban bombas sobre nuestro parapeto. Unos
centenares de metros detrás de nosotros había un establecimiento de campo, con grandes
edificios, llamado La Granja, utilizado como depósito, cuartel general y cocina en nuestro
sector. Ése era el blanco de los artilleros fascistas, pero como estaban a cinco o seis
kilómetros de distancia y no apuntaban bien, jamás lograron algo más que romper las
ventanas y desconchar las paredes. Sólo se corría peligro si uno se encontraba ascendiendo
cuando comenzaba el fuego y si las bombas caían a ambos lados del camino. Aprendimos
casi enseguida el misterioso arte de adivinar por el so—nido de un proyectil a qué distancia
caería. Las bombas que los fascistas disparaban en ese período eran vergonzosamente malas.
Aunque usaban proyectiles de 150 milímetros, nunca hacían un orificio mayor de dos metros
de ancho por uno de profundidad, y por lo menos uno de cada cuatro no explotaba. Corrían
los habituales cuentos románticos de sabotaje en las fábricas fascistas y de proyectiles sin
explotar en los que, en lugar de la carga, se encontraba un pedazo de papel con la leyenda
«Frente Rojo», pero nunca vi ninguno. La verdad es que se trataba de proyectiles viejísimos;
alguien encontró una vez una espoleta con la fecha de 1917. Los cañones fascistas eran de la
misma construcción y calibre que los nuestros, y a menudo se reacondicionaban los
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proyectiles sin explotar y se los volvía a utilizar. Se decía que había un viejo proyectil, con un
apodo propio, que viajaba todos los días de un lado al otro sin explotar jamás.
Por la noche se solían enviar pequeñas patrullas a tierra de nadie para que se ubicaran
en zanjas cavadas cerca de las líneas fascistas y trataran de escuchar sonidos (toques de
trompeta, bocinas de automóvil, etcétera), que indicaran actividad en Huesca. Había un
constante ir y venir de tropas fascistas, y los informes de esas patrullas permitían calcular, en
cierta medida, la envergadura de tales movimientos. Teníamos orden especial de informar
sobre el sonido de campanas de iglesias. Según parecía, los fascistas siempre oían misa antes
de entrar en acción. Entre los campos y los huertos había chozas de barro abandonadas que
era recomendable explorar con un fósforo encendido luego de tapar las ventanas. A veces se
encontraba un valioso botín, tal como un hacha pequeña o una cantimplora fascista (mejor
que las nuestras y muy codiciadas). También se podían explorar durante el día, pero entonces
había que hacerlo casi todo el tiempo a cuatro patas.
Resultaba extraño arrastrarse por esos campos vacíos donde todo se había detenido en
el preciso momento de la cosecha. Los cultivos del año anterior no se habían tocado. Las
viñas sin podar serpenteaban sobre el terreno, las mazorcas de maíz estaban duras como
piedras, la remolacha se había hipertrofiado en enormes masas leñosas. ¡Cómo — deben de
haber maldecido a ambos ejércitos los campesinos!
A veces, grupos de hombres salían a recoger patatas en tierra de nadie. A dos
kilómetros a nuestra derecha, donde ambas líneas estaban más próximas, había un campo de
patatas frecuentado por ambos bandos. Nosotros íbamos durante el día, y ellos sólo por la
noche, ya que se encontraba dominado por nuestras ametralladoras. Una noche, con gran
indignación nuestra, se lanzaron en masa y limpiaron todo el terreno. Descubrimos otro
campo un poco más adelante, donde prácticamente no había ninguna protección y teníamos
que recoger las patatas de bruces, posición realmente agotadora. Si las ametralladoras
fascistas nos descubrían, debíamos aplastarnos como la rata que pasa por debajo de una
puerta, mientras las balas desmenuzaban los terrones de tierra a nuestro alrededor. En ese
momento parecía valer la pena. Las patatas comenzaban a escasear. Si uno conseguía llenar
una bolsa, podía cambiarlas en la cocina por una cantimplora de café.
Y continuaba sin ocurrir nada, y no parecía que las cosas fueran a cambiar. «¿Cuándo
vamos a atacar? ¿Por qué no atacamos?», eran las preguntas que uno oía día y noche entre
españoles e ingleses. Cuando se piensa en lo que significa luchar; resulta extraño que los
soldados anhelen hacerlo y, no obstante, sin duda, lo desean. En los períodos estacionarios de
la guerra, hay tres cosas que todos los soldados anhelan: una batalla, más cigarrillos y una
semana de permiso. Ahora estábamos algo mejor armados que antes. Cada hombre tenía
ciento cincuenta cargas de munición en lugar de cincuenta, y sucesivamente fueron
entregándonos bayonetas, cascos de acero y unas pocas granadas. Corrían constantes rumores
sobre inminentes batallas, rumores que, según he pensado desde entonces, eran difundidos de
forma deliberada para mantener alta la moral de la tropa. No necesitaba gran conocimiento
militar para darme cuenta de que no habría ninguna acción importante en ese lado de Huesca,
por lo menos en aquel momento. El punto estratégico era la carretera que conducía a Jaca, en
el otro sector. Más tarde, cuando los anarquistas atacaron la carretera de Jaca, nuestra tarea
consistió en hacer «ataques de distracción» y obligar a los fascistas a retirar tropas del otro
lado.
Durante todo este tiempo, unas seis semanas, sólo se realizó una acción en nuestra
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parte del frente. Fue un ataque que nuestras tropas de choque dirigieron contra el Manicomio,
un asilo para enfermos mentales fuera de uso que los fascistas habían convertido en una
fortaleza. Varios cien— tos de refugiados alemanes que servían en el POUM habían
constituido un batallón especial llamado Batallón de Choque, el cual, desde un punto de vista
militar; se encontraba a un nivel superior al alcanzado por el resto de la milicia. Sin duda, se
parecían más a soldados que cualquier otra tropa que yo haya visto en España, exceptuando la
Guardia de Asalto y sectores de la Columna Internacional. El ataque, como de costumbre, se
vio frustrado. ¿Cuántas operaciones efectuadas en esta guerra por tropas del gobierno no
acabarían por frustrarse? El Batallón de Choque tomó el Manicomio por asalto, pero los
hombres de no recuerdo ya qué milicia, encargados de apoyarlo ocupando la colina vecina al
Manicomio, sufrieron una derrota aplastante. El capitán que los comandaba era uno de esos
militares de carrera, de lealtad dudosa, a quienes el gobierno persistía en emplear. Fuera por
miedo o por traición, puso sobre aviso a los fascistas arrojando una granada cuando estaban a
doscientos metros. Me satisface poder decir que sus hombres lo mataron en el acto. Pero el
ataque perdió su carácter de sorpresa, y los milicianos fueron machacados por un fuego
cerrado y expulsados de la colina. Al anochecer; la milicia de choque tuvo que abandonar el
Manicomio. Durante toda la noche, las ambulancias enfilaron el abominable camino a
Siétamo, terminando de matar a los heridos graves con sus vaivenes.
Por aquel entonces todos teníamos piojos. Si bien seguía haciendo frío, la temperatura
ya permitía su aparición. Sobre asquerosos bichos corporales tengo una amplia experiencia y
puedo afirmar que, en cuanto a ensañamiento, el piojo sobrepasa a todo lo conocido. Otros
insectos, los mosquitos por ejemplo, hacen sufrir más, pero, por lo menos, no son bichos
residentes. El piojo a veces se asemeja a un diminuto cangrejo, y vive preferentemente en los
pantalones. Aparte de quemar la ropa, no hay otra manera conocida de librarse de él. En las
costuras de los pantalones depositan sus brillantes huevos blancos, como diminutos granos de
arroz, que originan grandes familias a extraordinaria velocidad.
Creo que a los pacifistas les sería útil ilustrar sus escritos con fotografías ampliadas de
piojos. ¡Gloria de la guerra, sin duda! En la guerra, todos los soldados tienen piojos, al menos
cuando hace bastante calor. Los hombres que lucharon en Verdún, Waterloo, Flandes, Senlac,
Las Termópilas, todos ellos tenían piojos arrastrándose por sus testículos. Nosotros logramos
mantenerlos a raya, hasta cierto punto, quemando los huevos y bañándonos con tanta
frecuencia como podíamos soportarlo. Nada, sino la existencia de piojos, me hubiera
arrastrado hasta ese río helado.
Todo escaseaba: botas, ropa, tabaco, jabón, velas, fósforos, aceite de oliva. Nuestros
uniformes se caían a pedazos, y muchos de los hombres carecían de botas y usaban sandalias
con suela de esparto. Por todas partes se veían pilas de calzado desgastado. Una vez
mantuvimos ardiendo un fuego durante dos días a base de botas, que no constituían u mal
combustible. Por esa época mi esposa se encontraba en Barcelona y solía mandarme té,
chocolate y hasta cigarros, cuando era posible conseguirlos; incluso en Barcelona todo
escaseaba, en especial el tabaco. El té era un regalo del cielo, aunque carecíamos de leche y
casi nunca teníamos azúcar. Desde Inglaterra siempre enviaban paquetes a los hombres de
nuestro contingente, pero nunca llegaban; alimentos, ropa, cigarrillos, todo era rechazado por
la oficina de correos o confiscado en Francia. Resulta bastante curioso que la única entidad
que logró mandar paquetes de té —y, en una memorable ocasión, una lata de bizcochos— a
mi esposa fue la Army and Navy Stores. ¡Pobre Army and Navy! Cumplían su deber con
notable eficacia, pero quizá se habrían sentido más felices si el contenido hubiera ido a parar
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al bando franquista de la barricada. Lo peor era la escasez de tabaco. Al comienzo se nos
entregaba un paquete de cigarrillos por día, luego sólo ocho cigarrillos diarios y después
cinco. Por fin, hubo diez días espantosos en que no se distribuyó nada de tabaco. Por primera
vez en España, vi algo que se ve todos los días en Londres: gente recogiendo colillas. Hacia
finales de marzo se me infectó una mano; me la abrieron y tuve que llevar el brazo en
cabestrillo. Tuve que ingresar en un hospital, pero no valía la pena ir a Siétamo por una
herida tan leve, de modo que permanecí en el llamado hospital de Monflorite, que no era otra
cosa que un centro de distribución de heridos. Estuve allí diez días, parte de ellos en cama.
Los practicantes me robaron casi todos los objetos de valor que poseía, incluidas la máquina
fotográfica y las fotos. Todos robaban en el frente, como efecto inevitable de la escasez, pero
el personal hospitalario siempre era el más ladrón. Tiempo después, en el hospital de
Barcelona un norteamericano, que había viajado para unirse a la Columna Internacional en
una nave que fue torpedeada por un submarino italiano, me contó que lo habían llevado
herido hasta la orilla y que, mientras lo subían a la ambulancia, los camilleros le robaron el
reloj de pulsera.
Mientras tuve el brazo en cabestrillo, pasé varios días felices vagando por la campiña.
Monflorite era el acostumbrado amontonamiento de casas de barro y piedra, con estrechas
callejuelas tortuosas semidestrozadas por los cañones hasta el punto de parecerse a los
cráteres de la luna. La iglesia había quedado muy mal parada, pero era usada como depósito
militar. En toda la vecindad había sólo dos granjas: Torre Lorenzo y Torre Fabián, y sólo dos
edificios verdaderamente grandes, sin duda las casas de los terratenientes que alguna vez
dominaron la zona; su riqueza contrastaba con las chozas miserables de los campesinos.
Justo detrás del río, cerca de la línea del frente, había un enorme molino harinero con
una casa de campo. Sentía vergüenza al ver la enorme y costosa maquinaria oxidándose
inútilmente y las tolvas de madera destrozadas para alimentar el fuego. Más tarde, para
conseguir leña destinada a las tropas situadas en la retaguardia, se enviaron en camiones
grupos de hombres que arrasaron el lugar sistemáticamente. Solían romper el suelo de una
habitación arrojando en ella una granada. La Granja, nuestro almacén y cocina,
probablemente había sido alguna vez un convento. Tenía grandes patios y dependencias
exteriores, que ocupaban poco más de media hectárea, con establos para treinta o cuarenta
caballos. Las casas de campo en esa región de España no encierran interés desde el punto de
vista arquitectónico, pero sus granjas, de piedra enjalbegada, con arcos redondos y magníficas
vigas, son lugares de gran nobleza, construidos de acuerdo con un plan que probablemente no
ha sufrido alteraciones a lo largo de siglos. A veces, uno sentía una especie de oculta simpatía
hacia los ex propietarios fascistas, al ver cómo trataba la milicia los edificios confiscados. En
La Granja, toda habitación que no estuviera en uso había sido convertida en letrina —un
horrible amontonamiento de muebles destrozados y excrementos—. La pequeña capilla
adyacente, con las paredes perforadas por proyectiles, tenía el suelo cubierto de excrementos.
En el gran patio donde los cocineros distribuían las raciones, el amontonamiento de latas
oxidadas, barro, bosta y residuos en putrefacción era asqueante. Confirmaba una vieja
canción militar: ¡Hay ratas, ratas, ratas, ratas grandes como gatas en el almacén de
intendencia!
Las que había en La Granja misma realmente eran grandes como gatos, enormes
bestias hinchadas que se tambaleaban sobre lechos de excrementos, demasiado audaces como
para huir a menos que se disparara contra ellas.
Por fin había llegado la primavera. El azul del cielo era más suave, el aire se tornó de
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pronto perfumado. Las ranas chapaleaban ruidosamente en las zanjas. Alrededor del bebedero
al que acudían las mulas de la aldea encontré exquisitas ranas del tamaño de un penique, de
un color verde tan brillante que la hierba joven parecía opaca a su lado. Los chicos salían con
baldes en busca de caracoles, y luego los asaban vivos sobre planchas de hojalata. En cuanto
el tiempo mejoró los campesinos comenzaron a aparecer para la labranza primaveral.
Prueba la confusión que envuelve a la revolución agraria española el hecho de que no
pude averiguar con certeza si la tierra estaba colectivizada o si los campesinos simplemente
se la habían dividido entre ellos. Me imagino que, en teoría, estaba colectivizada, pues era
territorio anarquista y del POUM. En cualquier caso, los propietarios habían desaparecido, los
campos se cultivaban y el pueblo parecía satisfecho. La cordialidad que nos dispensaban los
campesinos nunca dejó de asombrarme. Para algunos de los más viejos la guerra debía de
carecer de sentido; evidentemente ocasionaba una escasez general y deparaba a todos una
vida triste y monótona. Además, hasta en los mejores momentos, los campesinos odian tener
tropas establecidas entre ellos. Con todo, se mostraban invariablemente cordiales; supongo
que se debía a la idea de que, por intolerables que pudiéramos resultarles en algunos aspectos,
los protegíamos de sus antiguos patrones. La guerra civil es algo extraño. Huesca no estaba ni
a diez kilómetros de distancia, era la ciudad mercado de esta gente, tenían parientes allí y
todas las semanas de su vida la habían visitado para vender sus gallinas y sus verduras. Y
ahora, desde hacía ocho meses, una barrera impenetrable de alambradas y ametralladoras los
separaba de ella. A veces olvidaban está situación. En cierta oportunidad, me encontraba
hablando con una anciana que llevaba una de esas diminutas lámparas de hierro en las que los
españoles queman aceite de oliva. «¿Dónde puedo comprar una lamparilla como ésta?», le
pregunté. «En Huesca», me respondió sin pensar, y luego ambos nos echamos a reír. Las
chicas de la aldea eran espléndidas criaturas llenas de vida, con negrísimos cabellos y
ondulantes andares. Tenían una actitud desenvuelta y franca de camarada, como de hombre a
hombre, lo cual probablemente era una consecuencia de la revolución.
Hombres de raídas camisas azules y pantalones de pana negra, con sombreros de paja
de ala ancha, araban los campos detrás de las mulas, que sacudían rítmicamente sus orejas.
Sus arados eran unos artilugios espantosos que sólo revolvían el suelo, sin abrir nada que
pudiera considerarse un surco. Los aperos de labranza eran penosamente anticuados debido al
alto precio de todo lo que fuera de metal. Un arado roto, por ejemplo, se arreglaba una y otra
vez hasta quedar constituido casi por completo de remiendos. Horcas y rastrillos se hacían de
madera. No se conocían las palas en ese pueblo en que casi nadie poseía botas; cavaban con
una azada ridícula semejante a las que se utilizan en la India. Había una grada que procedía
directamente de las postrimerías de la Edad de Piedra. Estaba hecha de tablones unidos entre
sí y tenía el tamaño de una mesa de cocina; en cada tablón se habían hecho centenares de
agujeros, en cada uno de los cuales se había colocado un trozo de pedernal tallado con esa
forma siguiendo el mismo procedimiento que los hombres solían utilizar hace diez mil años.
Recuerdo mi sentimiento cercano al horror la primera vez que vi uno de estos objetos en una
choza abandonada en tierra de nadie. Tuve que pensármelo dos veces antes de darme cuenta
de que se trataba de una especie de grada. Me enfermó pensar en el trabajo que debía de haber
dado la construcción de semejante cosa, y en la pobreza que obligaba a utilizar pedernal en
lugar de acero. Desde entonces ha aumentado mi simpatía por el progreso industrial. A pesar
de todo, en la aldea había dos tractores modernos, confiscados sin duda al principal
terrateniente de la zona.
Una o dos veces fui a pasear por el pequeño cementerio, situado a unos dos
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kilómetros. Los caídos en el frente se enviaban por lo general a Siétamo, pero allí se daba
sepultura a los muertos de la aldea. Era extrañamente distinto de un cementerio inglés. ¡No
existía ninguna reverencia hacia los muertos! Por todas partes crecían arbustos y hierbajos, y
en más de un lugar se apilaban huesos humanos. La ausencia de inscripciones religiosas en
las lápidas era casi completa y esto resultaba tanto más sorprendente porque todas ellas
correspondían al periodo anterior a la revolución. Creo que sólo vi una vez el «Rezad por el
alma de Fulano de Tal», común en las tumbas católicas. La mayoría de las inscripciones eran
puramente seculares, con ridículos poemas sobre las virtudes del difunto. Quizá en una de
cada cuatro o cinco tumbas se advertía una pequeña cruz o una referencia formal al Cielo, que
algún ateo industrioso generalmente había logrado atenuar con un punzón.
Me sorprendió que la gente de esa región de España careciera de genuinos
sentimientos religiosos, en el sentido ortodoxo. Durante toda mi estancia nunca vi persignarse
a ninguna persona, a pesar de que ese movimiento llega a hacerse instintivo, haya o no haya
una revolución. Evidentemente, la Iglesia española retornará (como dice el refrán: la noche y
los jesuitas siempre retornan), pero no cabe duda de que con el estallido de la revolución se
desmoronó y fue aplastada hasta un punto que resultaría inconcebible incluso para la
moribunda Iglesia de Inglaterra en circunstancias similares. Para el pueblo español, al menos
en Cataluña y Aragón, la Iglesia era pura y simplemente un fraude sistematizado. Y es posible
que la creencia cristiana fuera reemplazada en cierta medida por el anarquismo, cuya
influencia está ampliamente difundida y que, sin duda, posee un matiz religioso.
Precisamente el día en que regresé del hospital hicimos avanzar nuestra línea hasta la
que era realmente su ubicación adecuada, unos mil metros hacia delante, siguiendo el
arroyuelo situado a unos doscientos metros de la línea enemiga. Esta operación debió haberse
realizado muchos meses antes. En ese momento se hacía porque los anarquistas estaban
atacando en la carretera de Jaca y nuestro avance obligaba a los fascistas a distraer algunas
tropas para hacernos frente. Pasamos sesenta o setenta horas sin dormir, y mis recuerdos se
pierden en una suerte de bruma o, más bien, en una serie de imágenes: el espionaje en la tierra
de nadie, a unos cien metros de la Casa Francesa, una granja fortificada que pertenecía a la
línea fascista. Siete horas tirado en un horrible pantano, en un agua con olor a juncos, donde
el cuerpo se hundía cada vez más; el frío paralizante, las estrellas inmóviles en el cielo negro,
el áspero croar de las ranas. Aunque era abril, fue la noche más fría que recuerdo de España.
A unos cien metros detrás de nosotros, los equipos de trabajo se dedicaban intensamente a su
tarea, pero había un silencio total, exceptuado el coro de las ranas. Sólo una vez durante la
noche oi un ruido, el sonido familiar de un saco de arena aplastado con una azada. Resulta
extraño que, algunas veces, los españoles puedan llevar a cabo una brillante hazaña de
organización. Todo el movimiento Se desarrolló según un hermoso plan. En siete horas,
seiscientos hombres construyeron seiscientos metros de trinchera y parapeto, a distancias que
oscilaban desde ciento cincuenta a trescientos metros de la línea enemiga, y ello en tal
silencio que los fascistas no oyeron nada y sólo se produjo una baja. Al día siguiente hubo
más, desde luego. Cada hombre tenía asignada una tarea, hasta los ayudantes de la cocina
llegaron de pronto, cuando el trabajo estaba ya realizado, con baldes de vino mezclado con
coñac.
Y nada más despuntar el alba los fascistas descubrieron que estábamos allí. El bloque
blanco y cuadrado de la Casa Francesa, aunque situado a unos doscientos metros, semejaba
levantarse por encima de nosotros, y las ametralladoras en las ventanas superiores, protegidas
con sacos de arena, parecían apuntar directamente hacia nuestra trinchera. Nos quedamos
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contemplándola boquiabiertos, preguntándonos cómo era posible que los fascistas no nos
vieran. Entonces hubo un horrible remolino de balas y todo el mundo cayó de rodillas y
comenzó a cavar frenéticamente, ahondado la trinchera y levantando pequeños montículos en
el borde. Mi brazo seguía vendado, no podía cavar, y pasé la mayor parte de ese día leyendo
una novela policíaca cuyo nombre era El prestamista desaparecido. No recuerdo el
argumento, pero sí, muy claramente, el hecho de estar allí leyéndola; la arcilla húmeda del
fondo de la trinchera debajo de mí, el cambio constante en la posición de mis piernas para dar
paso a los hombres que corrían agachados, el crac—craccrac de las balas pocos centímetros
por encima de mi cabeza. Thomas Parker recibió un balazo en medio del muslo, lo cual,
como él decía, estaba más cerca de ser un DSO de lo que le hubiera gustado. Se producían
bajas en toda la línea de fuego, pero mínimas en comparación con lo que habría pasado si nos
hubieran descubierto durante la noche. Un desertor nos contó después que cinco centinelas
fascistas fueron fusilados por negligencia. Incluso en ese momento habrían podido
masacrarnos si hubieran tenido la iniciativa de traer unos pocos morteros. Resultaba difícil
transportar a los heridos a lo largo de la angosta y abarrotada trinchera. Vi a un pobre diablo,
con los pantalones oscuros de sangre, caer de su camilla y jadear agonizante. Había que
cargar a los heridos a lo largo de unos dos kilómetros, pues aunque existía un camino, las
ambulancias nunca se acercaban mucho al frente. Cuando lo hacían, los fascistas tenían la
costumbre de bombardearlas, lo cual podía explicarse por el hecho de que en la guerra
moderna nadie tiene escrúpulos en utilizar una ambulancia para transportar municiones.
Y entonces, a la noche siguiente, la espera en Torre Fabián para iniciar un ataque que
fue suspendido en el último momento vía telégrafo. En el suelo del granero donde
aguardábamos, una delgada capa de granzas cubría gran cantidad de huesos humanos y
vacunos mezclados, y todo el lugar estaba invadido por las ratas. Las monstruosas bestias
surgían a raudales por todas partes. Si hay algo que odio es una rata corriendo sobre mi en la
oscuridad. Aquella noche tuve la satisfacción de darle a una de ellas un buen puñetazo que la
mandó volando por el aire.
Y entonces, la espera de la orden de atacar a cincuenta o sesenta metros del parapeto
fascista. Una larga línea de hombres agazapados en una zanja, con las bayonetas asomando
por el borde y el blanco de los ojos brillando en la oscuridad. Kopp y Benjamín en cuclillas
detrás de nosotros, junto a un hombre que llevaba un receptor telegráfico sin hilos a hombros.
Hacia el oeste, en el horizonte occidental se veían resplandores rosados, seguidos a los pocos
segundos por enormes explosiones. Y entonces el ruido, pip—pip—pip, procedente del
telégrafo y un susurro ordenando que nos retiráramos mientras todavía nos fuera posible. Lo
hicimos, pero no con bastante rapidez. Doce infortunados muchachitos de la JCI (la liga
juvenil del POUM, correspondiente a la JSU del PSUC), que habían estado apostados a sólo
cuarenta metros del parapeto fascista, se dejaron sorprender por la aurora y no pudieron
escapar. Tuvieron que yacer allí todo el día, apenas cubiertos por los matorrales, mientras los
fascistas disparaban sobre ellos cada vez que se movían. Al caer la noche, siete habían muerto
y los otros cinco se las ingeniaron para arrastrarse en la oscuridad hasta nuestra posición.
Y entonces, durante muchas de las mañanas siguientes, el fragor de los ataques
anarquistas al otro lado de Huesca. Siempre el mismo fragor. De pronto, en algún momento
de la madrugada, el estallido inicial de varias docenas de bombas que explotan
simultáneamente —incluso a esa distancia, un estallido diabólico y desgarrante—, y luego el
estruendo ininterrumpido de fusiles y ametralladoras, curiosamente similar al de los
tambores. Poco a poco, el fuego se iría extendiendo a todos los frentes que rodeaban Huesca,
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y nosotros nos precipitaríamos a las trincheras para apoyarnos adormecidos contra el
parapeto, mientras un fuego carente de sentido pasaba sobre nuestras cabezas.
Durante el día, los cañones tronaban a rachas. Torre Fabián, nuestra nueva cocina, fue
bombardeada y parcialmente destruida. Resulta curioso que, cuando uno contempla el fuego
de artillería desde una distancia segura, siempre desea que el artillero dé en el blanco, aunque
éste contenga la cena propia y la de algunos camaradas. Los fascistas disparaban bien esa
mañana; quizá se trataba de artilleros alemanes. Localizaron Torre Fabián con bastante
precisión: un tiro pasado, un tiro corto y luego: fsss—¡BUM! Las vigas saltaron por los aires
y una plancha de uralita posándose como un naipe arrojado sobre una mesa. El siguiente
proyectil arrancó la esquina de un edificio tan limpiamente como podría haberlo hecho un
gigante con un cuchillo. Los cocineros sirvieron la cena de manera puntual, hazaña sin duda
memorable.
A medida que pasaban los días, íbamos distinguiendo las diferencias de los cañones
invisibles, pero audibles. Había dos baterías de cañones rusos de 75 mm que disparaban desde
nuestra retaguardia y que, de alguna manera, evocaban en mi mente la imagen de un hombre
gordo golpeando una pelota de golf. Eran los primeros cañones rusos que veía o, más bien,
oía. Tenían una trayectoria baja y velocidad muy alta, de modo que uno oía la explosión, el
silbido y el estallido del proyectil de manera casi simultánea. Detrás de Monflorite había dos
pesados cañones que disparaban pocas veces al día, con un rugido profundo y sordo
semejante al aullido de distantes monstruos encadenados. En la fortaleza medieval de Monte
Aragón, tomada por las tropas leales el año anterior (fortaleza que en toda su historia nunca
había sido conquistada, según se decía), y que dominaba uno de los accesos a Huesca,
funcionaba un pesado cañón, construido sin duda en el siglo XIX. Sus grandes proyectiles
pasaban silbando con tanta lentitud que uno tenía la sensación de que podía correr a la par de
ellos. Un proyectil de este cañón sonaba algo así como un ciclista que pasara pedaleando y
silbando al mismo tiempo. Los morteros de trinchera, tan pequeños como eran, producían el
peor ruido. Sus proyectiles son una especie de torpedo alado, de forma similar a los dardos
que se arrojan en los sitios de recreo, y del tamaño de un botellín; explotan con un sonido
metálico diabólico, como el de algún monstruoso globo de acero al estrellarse sobre un
yunque. A veces nuestros aeroplanos sobrevolaban el lugar y soltaban esos torpedos aéreos
cuyo tremendo rugido hace temblar la tierra a tres o cuatro kilómetros de distancia. Los
disparos de la artillería antiaérea fascista punteaban el cielo como nubecitas en una mala
acuarela, pero nunca vi que se acercaran siquiera a mil metros de un aeroplano. Cuando un
avión desciende en picado y emplea su ametralladora, las descargas se perciben desde abajo
como un batir de alas.
En nuestro sector no era mucho lo que ocurría. Doscientos metros a nuestra derecha,
donde los fascistas se encontraban en terreno más alto, sus tiradores apostados mataron a
unos cuantos de nuestros camaradas. Doscientos metros a la izquierda, en el puente sobre el
río, tenía lugar una especie de duelo entre los morteros fascistas y los hombres que construían
una barricada de cemento que atravesaba el puente. Los pequeños proyectiles funestos
pasaban por encima —sss—crash—sss—crash— produciendo un ruido doblemente infernal
cuando se estrellaban contra el camino asfaltado. A unos cien metros, se podía estar
perfectamente a salvo y observar las columnas de polvo y humo negro que se elevaban como
árboles mágicos. Los pobres diablos en los alrededores del puente pasaban gran parte del día
ocultos en los pequeños refugios cavados cerca de la trinchera. Pero hubo menos bajas de lo
que podría haberse esperado, y la barricada, una pared de cemento de medio metro de
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espesor, con troneras para dos ametralladoras y un pequeño cañón de campaña, fue
construyéndose sin interrupciones. El cemento era reforzado con viejos armazones de cama,
aparentemente el único hierro que había podido encontrarse para ese fin.
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Cierta tarde, Benjamín nos dijo que necesitaba quince voluntarios. El ataque contra el
reducto fascista, suspendido en una ocasión, se llevaría a cabo esa noche. Aceité mis diez
cartuchos mexicanos, ensucié mi bayoneta (el brillo excesivo podía revelar mi posición) y
preparé un trozo de pan, otro de chorizo colorado y un cigarro, atesorado durante largo
tiempo, que mi esposa me había enviado desde Barcelona. Se distribuyeron granadas, tres
para cada hombre. El gobierno español había logrado por fin producir una granada decente.
Se basaba en el principio de la bomba Mills, pero con dos seguros en lugar de uno; después
de arrancarlos había un intervalo de siete segundos antes de la explosión. Su principal
desventaja radicaba en que uno de los seguros era muy rígido y el otro muy flojo, de modo
que se podía elegir entre dejar los dos colocados en su sitio y exponerse a no poder mover el
más duro en un momento de emergencia o sacar el duro de antemano y vivir en el constante
terror de que la granada explotara en el bolsillo. Pero era una pequeña granada muy cómoda
de arrojar.
Poco antes de medianoche, Benjamín nos condujo hasta Torre Fabián. Desde el
crepúsculo había estado lloviendo. Las acequias estaban llenas hasta el borde y, cada vez que
uno tropezaba y caía dentro de ellas, se encontraba con el agua hasta la cintura. Bajo la lluvia
torrencial, y en completa oscuridad, una borrosa masa de hombres nos aguardaba en el patio
de la granja. Kopp se dirigió a nosotros, primero en español y luego en inglés, para explicar el
plan de ataque. La línea fascista formaba allí un ángulo en L, y el parapeto que debíamos
atacar se encontraba sobre una elevación del terreno en la esquina de la L. Una treintena de
nosotros, la mitad ingleses, la mitad españoles, bajo la dirección de Benjamín y de Jorge
Roca, comandante de nuestro batallón (un batallón en la milicia significaba unos
cuatrocientos hombres), debíamos arrastrarnos y cortar la alambrada fascista. Jorge arrojaría
la primera granada como señal, y entonces los demás debíamos lanzar una lluvia de granadas,
expulsar a los fascistas del parapeto y apoderarnos de él antes de que pudieran volver a reunir
fuerzas. Simultáneamente, setenta hombres del Batallón de Choque debían asaltar la siguiente
«posición», fascista, situada a doscientos metros hacia la derecha y unida a la primera por una
trinchera de comunicación. Para evitar que disparáramos unos contra otros en la oscuridad,
debíamos usar brazaletes blancos. En ese momento llegó un mensajero para comunicarnos
que no había brazaletes blancos. Desde la oscuridad, una voz quejumbrosa sugirió: «¿No
podríamos hacer que fueran los fascistas los que usaran brazaletes blancos?».
Había que aguardar todavía un par de horas. El granero situado sobre el establo de
mulas estaba tan destrozado por el bombardeo que era peligroso moverse sin una luz. Sólo le
quedaba la mitad del suelo y había una caída de seis metros hasta las piedras de abajo.
Alguien encontró un pico y arrancó unas tablas, con las que al cabo de pocos minutos
encendimos un buen fuego y nuestras ropas empapadas comenzaron a despedir vapor. Un
miliciano sacó un mazo de naipes y comenzó a circular el rumor —uno de esos rumores
misteriosos, endémicos en la guerra— de que se disponían a repartir café caliente con coñac.
Bajamos raudos la escalera a punto de derrumbarse y nos pusimos a buscar por el patio
oscuro, preguntando dónde estaba el café. ¡Ay!, no había café. En vez de eso, nos reunieron,
nos hicieron formar una fila única y Jorge y Benjamín iniciaron la marcha en la oscuridad,
seguidos por todos nosotros.
Continuaba el tiempo lluvioso y la intensa oscuridad, pero el viento había cesado. El
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fangal era indescriptible. Los senderos a través de los campos de remolacha eran una mera
sucesión de aglomeraciones de barro, tan resbaladizas como una cucaña, con enormes charcos
por todas partes. Mucho antes de que llegáramos al lugar donde debíamos abandonar nuestro
propio parapeto, ya nos habíamos caído varias veces y teníamos los fusiles embarrados. En el
parapeto, un pequeño grupo de hombres, nuestra reserva, nos aguardaba con el médico junto a
una fila de camillas. Pasamos de uno en uno a través de la abertura del parapeto y vadeamos
una acequia. Plash—glu—glu—glu, una vez más, con el agua hasta la cintura y el barro
maloliente y resbaladizo que penetraba por los caños de las botas. Jorge aguardó sobre la
hierba del otro lado de la acequia hasta que todos hubimos pasado. Entonces, doblado casi en
dos, comenzó a avanzar lentamente. El parapeto fascista estaba a unos ciento cincuenta
metros. Nuestra única posibilidad de llegar hasta él radicaba en movernos sin hacer ruido.
Yo marchaba delante con Jorge y Benjamín. Doblados en dos, pero con los rostros
levantados, nos arrastramos en la oscuridad casi total a un ritmo que se hacía más lento a cada
paso. La lluvia golpeaba ligeramente nuestros rostros. Cuando miré hacia atrás, pude ver a los
hombres que estaban más cerca de mí: un racimo de formas jorobadas como enormes hongos
negros deslizándose lentamente. Cada vez que levantaba la cabeza, Benjamín, a mi lado, me
susurraba furioso al oído: «¡Mantén la cabeza baja! ¡Mantén la cabeza baja!». Podría haberle
dicho que no necesitaba preocuparse. Sabía por experiencia que, en una noche oscura, no se
puede ver a un hombre a veinte pasos. Era mucho más importante avanzar en silencio; si nos
oían una sola vez estábamos perdidos. Les bastaba barrer la oscuridad con la ametralladora y
sólo nos quedaría huir o dejarnos masacrar.
Pero, en aquel terreno resultaba casi imposible avanzar sin ruido. Por más
precauciones que tomáramos, el barro se pegaba a los pies y a cada paso que dábamos hacía
chop—chop, chop—chop. Y para acabar de empeorar las cosas, el viento había cesado y, a
pesar de la lluvia, la noche era muy silenciosa. Los sonidos debían de llegar muy lejos. Hubo
un momento inquietante cuando tropecé con una lata. Pensé que los fascistas en muchos
kilómetros a la redonda debían de haberlo oído. Pero no, ni un disparo, ni un movimiento en
las líneas enemigas. Seguimos deslizándonos, cada vez más lentamente. Me resulta imposible
expresar la intensidad con que deseaba llegar allí, ¡tener el objetivo al alcance de las granadas
antes de que nos oyeran! En tales ocasiones, uno ni siquiera tiene miedo, sólo siente un
tremendo y desesperado anhelo de cruzar el terreno intermedio. Experimenté idéntica
sensación al ir al acecho de un animal salvaje: el mismo deseo angustioso de ponerlo a tiro, la
misma certeza —como en sueños— de que eso resulta imposible. ¡Y cómo se alargaba la
distancia! Yo conocía bien el lugar, sólo debíamos recorrer ciento cincuenta metros: no
obstante, parecía faltar más de un kilómetro. Cuando uno se arrastra con tales precauciones
percibe, tal como lo haría una hormiga, todas las variaciones del terreno: la espléndida
mancha de hierba suave allí, la maldita mancha de fango pegajoso aquí, las altas cañas
crujientes que deben evitarse, el montón de piedras que uno desespera de poder atravesar sin
ruido.
Avanzábamos desde hacia tanto tiempo que comencé a pensar que habíamos
equivocado el camino. En ese momento empezamos a distinguir delgadas líneas paralelas y
oscuras. Era la alambrada exterior (los fascistas tenían dos alambradas). Jorge se arrodilló y
empezó a rebuscar en el bolsillo; tenía nuestro único par de tenazas. Clic, clic. Apartamos con
mucho cuidado el alambre cortado y aguardamos a que los últimos hombres se nos acercaran.
Nos parecía que hacían un ruido tremendo. Ahora faltaban cincuenta metros hasta el parapeto
fascista. Seguimos adelante, doblados en dos. Un paso cauteloso, posando el pie con tanta
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suavidad como un gato que se aproxima a una ratonera; luego, una pausa para escuchar;
después, otro paso. Una vez levanté la cabeza; sin hablar, Benjamín me puso la mano en la
nuca y me la bajó violentamente. Sabía que la alambrada interior quedaba apenas a veinte
metros del parapeto. Me parecía inconcebible que treinta hombres pudieran llegar hasta allí
sin que nadie los oyera. Nuestra respiración bastaba para denunciarnos. Con todo, llegamos.
El parapeto fascista ya era visible, un borroso montículo negro que se elevaba ante nosotros.
Jorge se arrodilló y rebuscó de nuevo en su bolsillo. Clic, clic. No hay manera de cortar
alambres en silencio.
Estábamos, pues, junto a la alambrada interior. La atravesamos a cuatro patas y con
mayor rapidez. Si teníamos tiempo de desplegarnos todo iría bien. Jorge y Benjamín
atravesaron agachados la alambrada hacia la derecha. Pero los hombres que estaban dispersos
detrás de nosotros tuvieron que formar una cola para pasar por la angosta abertura y justo en
ese momento hubo un fogonazo y una detonación en el parapeto fascista. El centinela nos
había oído por fin. Jorge se apoyó en una rodilla e hizo girar el brazo como un jugador de
bolos. ¡Brum! Su granada reventó en alguna parte al otro lado del parapeto. De inmediato,
con mucha mayor rapidez de la que uno habría creído posible, se oyó el rugido de diez o
veinte fusiles desde el parapeto fascista. Nos habían estado esperando, después de todo. La
lívida luz nos permitía ver los sacos de arena de manera intermitente. Los hombres estaban
demasiado lejos para arrojar sus granadas. Cada tronera parecía escupir chorros de fuego.
Siempre es horrible estar bajo el fuego en la oscuridad, donde cada fogonazo parece apuntar
directamente hacia uno. Lo peor son las granadas, no es posible concebir su horror hasta que
se las ha visto reventar de cerca en la oscuridad; durante el día sólo se oye el estruendo de la
explosión, pero en la oscuridad también está el cegador resplandor rojizo. Me había arrojado
boca abajo a la primera descarga. Durante todo ese tiempo estuve echado de costado sobre el
barro, luchando desesperadamente con el seguro de una granada. El maldito se negaba a salir.
Por fin, me di cuenta de que tiraba en dirección equivocada. Saqué el seguro, me puse de
rodillas, arrojé la granada y volví a tirarme cuerpo a tierra. Explotó hacia la derecha, antes del
parapeto: el miedo había arruinado mi puntería. En ese momento, otra granada estalló delante
de mí, tan cerca que pude sentir el calor de la explosión. Me aplasté contra el suelo y enterré
la cara en el barro con tanta fuerza que me hice daño en el cuello y pensé que estaba herido.
En medio del estrépito alcancé a oír una voz inglesa que decía quedamente a mis espaldas:
«Estoy herido». La granada había alcanzado a varios hombres a mi alrededor, sin tocarme. Me
puse de rodillas y arroje mi segunda granada. He olvidado dónde cayó.
Los fascistas disparaban, nuestros hombres disparaban desde la retaguardia y yo tenía
plena conciencia de estar en el medio. Sentí muy próxima una ráfaga y me di cuenta de que
un hombre tiraba inmediatamente detrás de mí. Me puse de pie y le grité: «¡No tires contra
mi, pedazo de idiota!». En ese momento vi que Benjamín, apostado a unos diez metros hacia
mi derecha, me hacía señas con un brazo. Corrí hacia él. Decidí cruzar la línea de troneras
llameantes y, mientras lo hacía, me protegí la mejilla con una mano —ademán bastante
idiota—, ¡como si una mano pudiera detener las balas!, pero es que sentía horror de recibir
una herida en la cara. Benjamín estaba apoyado en una rodilla con una diabólica expresión de
placer en el rostro, mientras disparaba cuidadosamente contra las troneras con su pistola
automática. Jorge había sido herido con la primera descarga y no se lo veía desde allí. Me
arrodillé junto a Benjamín, saqué el seguro de mi tercera granada y la arrojé. ¡Ah! No cabía
duda. La bomba estalló esta vez al otro lado del parapeto, en la esquina, justo al lado del nido
de ametralladoras.
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El fuego fascista pareció menguar de forma muy súbita. Benjamín se puso de pie y
gritó: «¡Adelante! ¡A la carga!». Nos lanzamos hacia la breve y empinada pendiente sobre la
que se levantaba el parapeto. Digo «nos lanzamos», pero no es la expresión más exacta, pues
resulta imposible moverse con rapidez cuando uno está empapado, cubierto de barro de la
cabeza a los pies y cargado con un pesado fusil y bayoneta y ciento cincuenta cartuchos. Daba
por sentado que arriba me aguardaba un fascista. Si disparaba a esa distancia no podía
errarme y, sin embargo, nunca esperé que lo hiciera, sino que me atacara con la bayoneta. Me
parecía sentir de antemano la sensación de nuestras bayonetas entrechocándose, y me
pregunté si su brazo sería más fuerte que el mío. Sin embargo, ningún fascista me aguardaba.
Con una vaga sensación de alivio descubrí que se trataba de un parapeto bajo y que los sacos
de arena proporcionaban un buen punto de apoyo. Por lo general son difíciles de superar. Al
otro lado la destrucción era total, con pedazos de vigas y grandes fragmentos de uralita
dispersos por todas partes. Nuestras granadas habían destrozado todas las barracas y refugios.
No se veía un alma. Pensé que estarían escondidos bajo tierra, y grité en inglés (no se me
ocurría nada en español en ese momento): «¡Salid de ahí! ¡Rendíos!». No hubo respuesta. En
ese momento un hombre, una figura borrosa en la penumbra, saltó desde el tejado de una de
las barracas destruidas y huyó hacia la izquierda. Salí en su persecución, clavando mi
bayoneta absurdamente en la oscuridad. Cuando daba la vuelta a la esquina del barracón, vi a
un hombre —no sé si era el mismo que había divisado antes huyendo por la trinchera de
comunicación que conducía a la otra posición fascista—. Debo de haber estado muy cerca de
él, pues pude verlo con toda claridad. Tenía la cabeza descubierta y parecía no llevar nada
puesto, salvo una manta sobre los hombros. A esa distancia podía haberlo hecho volar en
pedazos. Pero, por temor a que nos disparáramos entre nosotros, se nos había ordenado que
usáramos sólo las bayonetas una vez que estuviéramos al otro lado del parapeto. De cualquier
manera, ni siquiera se me ocurrió apuntar. En vez de eso, mi mente saltó veinte años atrás, al
profesor de boxeo del colegio, quien me describía con vívida pantomima cómo en los
Dardanelos había atravesado a un turco con la bayoneta. Cogí el fusil por la parte delgada de
la culata y arremetí contra la espalda del hombre. Estaba fuera de mi alcance. Arremetí otra
vez, pero seguía fuera de mi alcance. Y así seguimos durante un corto trecho, él corriendo por
la trinchera y yo detrás, tratando de dar alcance a su espalda y sin conseguirlo; un recuerdo
cómico para mi, pero supongo que no tanto para él.
Desde luego, él conocía el terreno mejor que yo y pronto me dio esquinazo. Cuando
regresé a la posición, ésta se encontraba llena de hombres que gritaban. Los estampidos
habían disminuido algo. Los fascistas seguían disparando contra nosotros desde tres
direcciones pero a mayor distancia. Los habíamos hecho retroceder por el momento.
Recuerdo haber dicho con tono de oráculo: «Podemos defender este lugar durante media hora,
nada más». No sé por qué dije media hora. Hacia la derecha, sobre el parapeto, podían verse
los innumerables fogonazos verdosos de los fusiles que perforaban la oscuridad; pero estaban
muy lejos, a unos cien o doscientos metros. Nuestra tarea consistía ahora en explorar la
posición y apoderarnos de todo lo que pudiera considerarse valioso. Benjamín y algunos otros
estaban ya escarbando entre las ruinas de un enorme barracón o refugio en el centro de la
posición. Benjamín se tambaleó excitado sobre el techo en ruinas, tirando del asa de cuerda
de una caja de municiones.
—¡Camaradas! ¡Municiones! ¡ Muchísimas municiones, aquí!
—No queremos municiones —dijo alguien—, queremos fusiles.
Era verdad. La mitad de nuestros fusiles estaban inutilizados por el barro. Podían
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limpiarse, pero es peligroso sacar el cerrojo de un fusil en la oscuridad, donde fácilmente
puede extraviarse. Carecíamos de todo medio de iluminación, salvo una pequeña linterna que
mi esposa había logrado comprar en Barcelona. Unos pocos hombres que habían conservado
sus fusiles en condiciones iniciaron un fuego desganado contra los lejanos resplandores.
Nadie se atrevía a disparar demasiado seguido, pues hasta los mejores fusiles podían
encasquillarse si se recalentaban. Éramos unos dieciséis dentro del parapeto, incluidos los
pocos heridos. Algunos de éstos, ingleses y españoles, habían quedado al otro lado. Patrick
O‘Hara, un irlandés de Belfast que tenía cierta experiencia en primeros auxilios, iba de un
lado a otro con paquetes de vendas vendando a los heridos. Cada vez que regresaba al
parapeto, y a pesar de sus indignados gritos de ¡POUM!, se exponía incluso al fuego de los
propios compañeros.
Comenzamos a registrar la posición. Había varios muertos tirados por ahí, pero no me
detuve a examinarlos. Lo que me interesaba era la ametralladora. Mientras yacíamos sobre el
barro, me había preguntado vagamente por qué no disparaba. Iluminé con mi linterna el nido
de ametralladoras. ¡Amarga desilusión! No estaba allí. Quedaban el trípode y varias cajas de
municiones y repuestos, pero el arma había sido trasladada. Sin duda, actuaron cumpliendo
una orden, pero fue estúpido y cobarde proceder así, pues de haber dejado la ametralladora en
su lugar habrían aniquilado a muchos de nosotros. Nos sentíamos furiosos, pues soñábamos
con apoderarnos de una ametralladora.
Miramos por todas partes, pero no encontramos nada de gran valor. Abundaban las
granadas, de un tipo bastante inferior a las nuestras, que explotaban tirando de una cuerda.
Guardé un par en el bolsillo como recuerdo. Resultaba imposible no sentirse conmovido ante
la miseria de las trincheras fascistas. El desorden de ropas, libros, comida, objetos personales,
que existía en nuestras trincheras, aquí faltaba por completo; estos pobres reclutas sin paga no
parecían poseer otra cosa que algunas mantas y unos pocos trozos de pan mojado. En el
extremo más alejado había un pequeño refugio con un ventanuco que se encontraba en parte
sobre el nivel del suelo. Lo iluminamos con la linterna desde la ventanilla y de inmediato
dimos rienda suelta a nuestra alegría. Un objeto cilíndrico en un estuche de cuero, de más de
un metro de alto y diez centímetros de diámetro, estaba apoyado contra la pared. Se trataba
seguramente del cañón de la ametralladora. Nos precipitamos a través de la abertura y
descubrimos que el estuche de cuero no contenía nada perteneciente a una ametralladora, sino
algo que, en nuestro ejército desprovisto de armas, resultaba aún más valioso. Era un enorme
telescopio, de sesenta o setenta aumentos por lo menos, con un trípode plegable. En nuestro
sector no se conocían esos telescopios y los necesitábamos desesperadamente. Lo sacamos de
manera triunfal y lo colocamos contra el parapeto para llevárnoslo más tarde con nosotros.
En ese momento, alguien gritó que los fascistas se acercaban. Sin duda el estrépito de
las detonaciones se había hecho mucho más intenso. Resultaba obvio que los fascistas no
lanzarían un contraataque desde la derecha, pues ello implicaba atravesar la tierra de nadie y
asaltar su propio parapeto. Si tenían sentido común nos atacarían desde el interior de la línea.
Me dirigí hacia el otro extremo de la posición, que tenía forma de herradura, de modo que
otro parapeto nos protegía a la izquierda. Un fuego graneado procedía de esa dirección, pero
no tenía mayor importancia. El peligro estaba enfrente, pues allí no contábamos con
protección alguna. Una lluvia de balas pasaba por encima de nuestras cabezas. Parecía
proceder de la otra posición fascista sobre la línea; era evidente que el Batallón de Choque no
había logrado capturarla. Ahora el ruido resultaba ensordecedor. Era el estruendo incesante,
como un redoble de tambores, de una masa de fusiles que yo estaba acostumbrado a oír desde
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cierta distancia; por primera vez, me encontraba en medio de él. A estas horas el fuego se
había extendido ya, desde luego, varios kilómetros a lo largo del frente y en torno a nosotros.
Douglas Thompson, con un brazo herido que le colgaba inútil a un costado, se aguantaba
recostado en el parapeto y disparaba con una sola mano hacia los fogonazos. Alguien cuyo
fusil se había atascado, le recargaba el suyo.
Éramos unos cuatro o cinco en este lado. Estaba claro lo que había que hacer. Había
que arrastrar los sacos de arena desde el parapeto delantero y levantar una barricada en el lado
no protegido; y había que hacerlo sin demora. Las balas pasaban muy alto todavía, pero la
altura podía reducirse en cualquier momento. Por los fogonazos a nuestro alrededor calculé
que nos las veíamos con cien o doscientos hombres. Comenzamos a tirar de los sacos para
arrastrarlos unos veinte metros hacia adelante y apilarlos de forma desordenada. Era una tarea
ímproba. Los sacos eran grandes, cada uno pesaba un quintal, y moverlos exigía un gran
esfuerzo. A veces la arpillera podrida se rasgaba y la arena húmeda caía sobre nosotros como
una cascada, metiéndosenos por el cuello y las mangas. Recuerdo haber sentido un profundo
horror ante todo aquello: la confusión, la oscuridad, el ruido, el barro, la lucha con los sacos
que reventaban, y todo el. tiempo estorbado por el fusil, que no me atrevía a dejar en ninguna
parte por temor a perderlo. Hasta le grité a alguien mientras avanzábamos a trompicones
llevando un saco: «¡Esto es la guerra! ¿No es espantoso?». De pronto, una sucesión de largas
figuras comenzó a saltar por encima del parapeto de delante. Cuando se aproximaron, vimos
que llevaban el uniforme del Batallón de Choque y nos alegramos, pensando que eran
refuerzos; sin embargo, sólo eran cuatro, tres alemanes y un español. Más tarde nos
enteramos de lo que les había ocurrido a las milicias de choque. No conocían el terreno y, en
la oscuridad, habían avanzado en dirección errónea hasta toparse con la alambrada fascista,
donde muchos de ellos perdieron la vida. Estos cuatro se habían perdido, por suerte para
ellos. Los alemanes no hablaban una palabra de inglés, francés o español. Con gran dificultad
y muchos gestos, les explicamos lo que hacíamos y les pedimos ayuda para construir la
barricada.
Los fascistas habían hecho traer una ametralladora. La podíamos ver escupiendo fuego
como un buscapiés a unos cien o doscientos metros; las balas pasaban por encima de nosotros
con un chasquido seco y continuo. No tardamos en colocar bastantes sacos como para contar
con un parapeto bajo, detrás del cual los pocos hombres que estábamos a ese lado de la
posición nos podíamos echar y disparar. Yo estaba de rodillas detrás de ellos. Un disparo de
mortero silbó y se estrelló en alguna parte de la tierra de nadie. Ése era otro peligro, pero
necesitarían algunos minutos para ubicar nuestra posición. Ahora que habíamos terminado de
luchar con esos malditos sacos de arena podía incluso resultar de alguna manera divertido el
ruido, la oscuridad, los fogonazos que se acercaban cada vez más, nuestros propios hombres
respondiendo a los fogonazos. Hasta había tiempo para pensar un poco. Recuerdo haberme
preguntado si tenía miedo, y haberme respondido que no. Afuera, donde quizá había corrido
menos peligro, me había sentido casi enfermo de miedo. De pronto, alguien volvió a gritar
que los fascistas se acercaban. Esta vez no había duda al respecto, pues los fogonazos se
veían mucho más cercanos. Vi uno a menos de veinte metros. Evidentemente avanzaban por
la trinchera de comunicación. A veinte metros estábamos a tiro de granada; éramos ocho o
nueve, muy cerca unos de otros; bastaría una sola granada bien colocada para hacernos volar
por los aires. Bob Smillie, con la sangre chorreándole por la cara debido a una pequeña
herida, se puso de rodillas y arrojó una granada. Nos agachamos, esperando el estallido. En la
trayectoria fue dejando una estela de chispas, pero no explotó. (Por lo menos una cuarta parte
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de estas granadas eran inútiles.) Yo tenía solamente las de los fascistas y no sabía con certeza
cómo manejarlas. Pregunté si todavía les quedaba alguna granada. Douglas Moyle buscó en el
bolsillo y me pasó una. La arrojé y me tiré boca abajo. Por uno de esos golpes de suerte que
suceden una vez al año logré arrojar la granada exactamente en el sitio donde había visto un
fogonazo. Se oyó el estruendo de la explosión y de inmediato un alboroto infernal de alaridos
y quejidos. Por lo menos le habíamos dado a uno de ellos; no sé si murió, pero sin duda
estaba malherido. ¡Pobre desgraciado! ¡Pobre desgraciado! Sentí un vago pesar mientras le
oía gritar. En ese instante, a la tenue luz de unos fogonazos, vi o creí ver una figura de pie
cerca del lugar de donde habían salido los disparos. Dirigí en esa dirección mi fusil y disparé.
Hubo otro alarido, pero creo que seguía siendo de la víctima de la granada. Se arrojaron
varias granadas más. Los próximos fogonazos que vimos estaban ya muy lejos, a cien metros
o más. Los habíamos hecho retroceder; por lo menos provisionalmente.
Todos comenzaron a maldecir y a preguntar por qué demonios no nos mandaban
refuerzos. Con una metralleta o veinte hombres con fusiles limpios podíamos defender ese
lugar contra un batallón. En ese momento Paddy Donovan, que era el segundo en la línea de
mando tras Benjamín y había sido enviado en busca de órdenes, trepó por encima del
parapeto delantero.
—¡Eh! ¡Salid! ¡Todos afuera, inmediatamente!
—¿Cómo?
—¡Hay que retirarse! ¡Salid!
—¿Por qué?
—Ordenes. ¡De vuelta a nuestras líneas y a paso ligero!
Algunos ya escalaban el parapeto de delante. Varios trataban de transportar una
pesada caja de municiones. Pensé en el telescopio que había dejado apoyado contra el
parapeto, al Otro lado de la posición. Pero entonces vi que los cuatro integrantes de las
milicias de choque, actuando, supongo, según una orden misteriosa recibida con antelación,
habían comenzado a correr por la trinchera que conducía a la otra posición fascista, donde los
esperaba la muerte. Ya habían desaparecido en la oscuridad. Corrí tras ellos, tratando de
traducir al español la orden de retirada hasta que por fin grité: «¡Atrás! ¡Atrás!», que quizá
tenía el mismo significado. El español me entendió e hizo retroceder a los otros. Paddy
aguardaba junto al parapeto.
—Vamos, daos prisa.
—Pero, el telescopio...
—¡Al diablo el telescopio! Benjamín aguarda afuera...
Trepamos hacia el otro lado. Paddy aguantó la alambrada para que pasara. En cuanto
nos apartamos de la protección que ofrecía el parapeto fascista nos encontramos con un fuego
infernal que parecía proceder de todas partes, también de nuestro sector; pues todo el mundo
disparaba a lo largo de la línea. Dondequiera que nos dirigiésemos, una nueva lluvia de balas
pasaba junto a nosotros; nos condujeron de un lado a otro en la oscuridad como a un rebaño
de ovejas. El hecho de arrastrar la caja de municiones —una de esas cajas que contienen mil
setecientas cincuenta cargas y pesan casi un quintal— dificultaba la marcha, sobre todo
porque también llevábamos granadas y fusiles abandonados por los fascistas. Aunque la
distancia de parapeto a parapeto no era ni de doscientos metros y la mayoría de nosotros
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conocíamos el terreno, en pocos minutos nos encontramos completamente perdidos.
Chapoteábamos al azar en el barro, sabiendo únicamente que las balas venían de ambos lados.
No había luna para guiarse, pero el cielo se estaba poniendo un poco más claro. Nuestras
líneas estaban al este de Huesca; yo quería quedarme donde estábamos hasta que los primeros
rayos de la aurora nos indicaran dónde quedaba el este, pero los demás se opusieron.
Seguimos chapoteando, modificando nuestra dirección varias veces y haciendo turnos para
tirar de la caja de municiones. Por fin, vimos la baja línea plana de un parapeto frente a
nosotros. Podía ser la nuestra o la fascista; nadie tenía la menor idea de adónde íbamos.
Benjamín reptó sobre su vientre entre unos altos hierbajos blancuzcos hasta situarse a unos
veinte metros de aquélla y gritó una contraseña. Un grito de «¡POUM!» le respondió. Nos
pusimos de pie, avanzamos hacia el parapeto, vadeamos una vez más la acequia y nos
encontramos a salvo.
Kopp nos aguardaba adentro con unos pocos españoles. El médico y los camilleros ya
no estaban. Parecía que todos los heridos habían sido rescatados con excepción de jorge y uno
de nuestros propios hombres, llamado Hiddlestone, que habían desaparecido. Kopp, muy
pálido, caminaba sin cesar. Incluso los pliegues de grasa de la nuca se le veían pálidos; no
prestaba ninguna atención a las balas que pasaban por encima del bajo parapeto y se
estrellaban cerca de su cabeza. La mayoría de nosotros estábamos agazapados detrás del
parapeto buscando protección. Kopp murmuraba ininterrumpidamente: «¡Jorge! ¡Coño!
¡Jorge!». Y luego, en inglés: «¡Si Jorge ha muerto, es terrible, terrible!». Jorge era su amigo
personal y uno de sus mejores oficiales. De inmediato se dirigió a nosotros y pidió cinco
voluntarios, dos ingleses y tres españoles, para buscar a los hombres que faltaban. Moyle y
yo, junto con tres españoles, nos ofrecimos.
Cuando salimos, los españoles murmuraron que estaba clareando peligrosamente. Era
cierto; el cielo tenía ya una ligera tonalidad azulada. Había un tremendo follón de voces
excitadas procedentes del reducto fascista. Evidentemente habían vuelto a ocupar el lugar con
fuerzas más numerosas. Estábamos a cincuenta o sesenta metros del parapeto cuando nos
vieron o nos oyeron, pues lanzaron una cerrada descarga que nos obligó a echarnos de bruces.
Uno de ellos arrojó una granada por encima del parapeto, signo seguro de pánico.
Permanecíamos estirados sobre la hierba, aguardando una oportunidad para seguir adelante,
cuando oímos o creímos oír—no tengo dudas de que fue pura imaginación, pero entonces
pareció bastante real— voces fascistas mucho más cercanas. Habían abandonado el parapeto
y venían a por nosotros. «¡Corre!», le grité a Moyle, y me puse en pie de un salto. ¡Cielos,
cómo corrí! Al comienzo de la noche había pensado que no se puede correr cuando se está
empapado de pies a cabeza y cargado con un fusil y cartuchos. Supe en ese momento que
siempre se puede correr cuando uno cree tener pegados a los talones a cincuenta o cien
hombres armados. Si yo corría velozmente, otros podían hacerlo aún con mayor rapidez.
Durante mi huida, algo que podría haber sido una lluvia de meteoritos me sobrepasó. Eran los
tres españoles que nos habían encabezado. Alcanzaron nuestro propio parapeto sin detenerse
y sin que yo pudiera alcanzarlos. La verdad es que teníamos los nervios deshechos. Sabía, en
todo caso, que a media luz, donde cinco hombres son claramente visibles, uno solo no lo es,
de manera que resolví continuar explorando por mi cuenta. Me las ingenié para llegar a la
alambrada exterior y examinar el terreno lo mejor que pude, lo cual no era mucho, pues debía
yacer boca abajo. No había señales de Jorge o Hiddlestone y retrocedí reptando. Más tarde
supimos que ambos habían sido llevados mucho antes a la sala de primeros auxilios. Jorge
tenía una herida leve en el hombro. Hiddlestone estaba gravemente herido, una bala le había
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atravesado el brazo izquierdo, rompiéndole el hueso en varios lugares; mientras yacía en el
suelo, una granada explotó cerca de él produciéndole numerosas heridas. Me alegra poder
decir que se recuperó. Más tarde me contaría que se había arrastrado de espaldas algunos
metros hasta encontrar a un español herido, con el cual, ayudándose mutuamente, logró
regresar.
Ya estaba aclarando. A lo largo de la línea todavía resonaba un fuego sin sentido,
como la llovizna que sigue cayendo luego de una tormenta. Recuerdo que todo tenía un
aspecto desolador: las ciénagas, los sauces llorones, el agua amarilla en el fondo de las
trincheras y los rostros agotados de los hombres cubiertos de barro y ennegrecidos por el
humo. Cuando regresé a mi refugio en la trinchera, los tres hombres con quienes la compartía
ya estaban profundamente dormidos. Se habían arrojado al suelo con el equipo puesto y los
fusiles embarrados apretados contra ellos. Todo estaba mojado, dentro y fuera. Una larga
búsqueda me permitió reunir bastantes astillas secas como para encender un pequeño fuego.
Luego fumé el cigarro que me había estado reservando y que, con gran sorpresa por mi parte,
no se había roto durante la noche.
Tiempo después supe que la acción había resultado un éxito. Se trataba meramente de
una salida para que los fascistas apartaran tropas del otro lado de Huesca, donde los
anarquistas volvían a atacar. Yo supuse que los fascistas habían utilizado cien o doscientos
hombres en el contraataque, pero un desertor nos dijo más tarde que eran seiscientos. Creo
que mentía —los desertores, por motivos evidentes, a menudo tratan de caer bien mediante
adulaciones—. Era una gran pena lo del telescopio. La idea de haber perdido ese magnífico
botín me duele aun ahora.
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Los días se tornaron más cálidos y hasta las noches se hicieron tolerablemente tibias.
En el cerezo marcado por las balas que había frente a nuestro parapeto comenzaron a
formarse apretados racimos de cerezas. Bañarse en el río dejó de ser una tortura y se convirtió
casi en un placer. Rosas silvestres de grandes capullos rosados surgían de los hoyos dejados
por las bombas alrededor de Torre Fabián. Detrás de la línea veíamos campesinos que
llevaban flores silvestres en— la oreja. Al anochecer; solían salir con redes verdes a cazar
perdices. Extienden la red a una cierta altura sobre la hierba y luego se echan a imitar el grito
de la perdiz hembra. Cualquier macho que lo oye acude sin tardanza; cuando están debajo de
la red, arrojan una piedra para asustarlos, ante lo cual pegan un salto y quedan atrapados en
aquélla. Aparentemente sólo cazaban machos, lo cual me pareció injusto. En esa época se
sumó a nosotros una sección de andaluces. No sé cómo llegaron hasta este frente. La
explicación aceptada era que habían huido de Málaga a tal velocidad que se habían olvidado
de detenerse en Valencia; pero esta explicación se debía a los catalanes, que despreciaban a
los andaluces como a una raza de semisalvajes. Sin duda, los andaluces eran muy ignorantes,
casi todos analfabetos, y ni siquiera parecían saber lo único que nadie ignora en España: a qué
partido pertenecían. Creían ser anarquistas, pero no estaban del todo seguros; quizás fueran
comunistas. Eran pastores o aceituneros, tal vez, de aspecto rústico, nudosos, con los rostros
profundamente curtidos por el feroz sol meridional. Nos resultaban útiles, pues poseían
extraordinaria destreza para convertir en cigarrillos el reseco tabaco español. La distribución
de éstos había cesado, pero a veces se podían comprar en Monflorite paquetes de tabaco más
barato, muy similar, en aspecto y textura, a la paja cortada. De sabor no era malo, pero estaba
tan seco que cuando se conseguía armar un cigarrillo, el tabaco no tardaba en caer y uno se
quedaba con un cilindro vacío. Sin embargo, los andaluces lograban admirables cigarrillos y
tenían una técnica especial para pegar el papel.
Dos ingleses cogieron una insolación. Mis recuerdos más vívidos de esa época son el
calor del mediodía, el trabajar semidesnudos con sacos de arena sobre los hombros quemados
por el sol; la mugre de las ropas y de las botas destrozadas; las luchas con la mula que traía
nuestras raciones y que no tenía miedo de los disparos de fusil, pero huía cuando había un
estallido de granada; los mosquitos, ya activos, y las ratas, molestas y ruidosas, que
devoraban hasta cinturones y cartucheras. Nada ocurría, excepto alguna baja ocasional
producida por el disparo de un tirador apostado, el esporádico fuego de artillería y los ataques
aéreos sobre Huesca. Como los árboles ya estaban cubiertos de hojas, habíamos construido
plataformas para tiradores en lo alto de los álamos que bordeaban la línea. Al otro lado de
Huesca, los ataques comenzaban a disminuir. Los anarquistas habían sufrido serias pérdidas
sin lograr cortar del todo la carretera de Jaca. Habían conseguido establecerse a ambos lados,
lo bastante cerca como para tener la ruta a tiro de ametralladora e impedir el tránsito, pero la
brecha tenía un kilómetro de extensión y los fascistas habían construido un camino hundido,
una especie de enorme trinchera, por el cual cierto número de camiones podía ir y venir.
Algunos desertores informaron de que en Huesca quedaban muchas municiones y pocos
alimentos; era evidente que la ciudad no caería. Quizá resultaba imposible tomarla con los
quince mil hombres mal armados de que se disponía. Más tarde, en junio, el gobierno retiró
tropas del frente de Madrid hasta reunir treinta mil hombres sobre Huesca y gran cantidad de
aviones; ni aun así cayó la ciudad.
Cuando salimos de permiso, yo llevaba ciento quince días en el frente. Ese periodo me
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parecía entonces uno de los más inútiles de toda mi vida. Me uní a la milicia para pelear
contra el fascismo y, hasta ese momento, casi no había luchado, limitándome a existir como
una suerte de objeto pasivo, sin hacer otra cosa, a cambio de mis raciones, que padecer frío y
falta de sueño. Quizá sea ése el destino de casi todos los soldados en casi todas las guerras.
Ahora que puedo considerarlo con perspectiva, ya no me arrepiento de haberlo vivido. Sin
duda, querría haber servido con mayor eficacia al gobierno español, pero, desde un punto de
vista personal, el de mi propio desarrollo, esos primeros tres o cuatro meses de miliciano no
fueron inútiles como pensé entonces. Constituyeron una suerte de interregno en mi vida, muy
distinto de cualquier otra experiencia que me hubiera sucedido antes y, quizá, que pueda
ocurrirme en el futuro, y me enseñaron cosas que no habría podido aprender de ninguna otra
manera.
Lo esencial es que durante todo ese tiempo había estado aislado —en el frente uno
estaba casi completamente aislado del mundo exterior, e incluso de lo que ocurría en
Barcelona teníamos una idea muy vaga— entre personas que cabría definir en líneas
generales y sin temor a equivocarse mucho, como revolucionarios. Eso se debía a que la
milicia en sí era revolucionaria. En el frente de Aragón conservó este carácter hasta junio de
1937. Las milicias de trabajadores, basadas en los sindicatos y compuestas por hombres de
opiniones políticas más o menos iguales, originaban la concentración del sentimiento más
revolucionario del país y lo canalizaban en un sentido determinado. Yo estaba integrando,
más o menos por azar, la única comunidad de Europa occidental donde la conciencia
revolucionaria y el rechazo del capitalismo eran más normales que su contrario. En Aragón se
estaba entre decenas de miles de personas de origen proletario en su mayoría, todas ellas
vivían y se trataban en términos de igualdad. En teoría, era una igualdad perfecta, y en la
práctica no estaba muy lejos de serlo. En algunos aspectos, se experimentaba un pregusto de
socialismo, por lo cual entiendo que la actitud mental prevaleciente fuera de índole socialista.
Muchas de las motivaciones corrientes en la vida civilizada —ostentación, afán de lucro,
temor a los patrones, etcétera— simplemente habían dejado de existir. La división de clases
desapareció hasta un punto que resulta casi inconcebible en la atmósfera mercantil de
Inglaterra; allí sólo estábamos los campesinos y nosotros, y nadie era amo de nadie. Desde
luego, semejante estado de cosas no Podía durar. Era sólo una fase temporal y local en un
juego gigantesco que se desarrollaba en toda la superficie de la tierra. Sin embargo, duró lo
bastante como para influir sobre todo aquel que lo experimentara. Por mucho que protestara
en esa época, más tarde me resultó evidente que había participado en un acontecimiento único
y valioso. Había vivido en una comunidad donde la esperanza era más normal que la apatía o
el cinismo, donde la palabra «camarada» significaba camaradería y no, como en la mayoría de
los países, farsante. Había aspirado el aire de la igualdad. Sé muy bien que ahora está de
moda negar que el socialismo tenga algo que ver con la igualdad. En todos los países del
mundo, una enorme tribu de escritorzuelos de partido y astutos profesores se afanan por
«demostrar» que el socialismo no significa nada mas que un capitalismo de Estado
planificado, que no elimina el lucro como motivación. Por fortuna, también existe una visión
del socialismo completamente diferente. Lo que lleva a los hombres hacia el socialismo, y los
mueve a arriesgar su vida por él, la «mística» del socialismo, es la idea de la igualdad; para la
gran mayoría, el socialismo significa una sociedad sin clases o carece de todo sentido.
Precisamente esos pocos meses me resultaron valiosos, porque las milicias españolas,
mientras duraron, constituyeron una especie de microcosmos de una sociedad sin clases. En
esa comunidad donde nadie trataba de sacar partido de nadie, donde había escasez de todo
pero ningún privilegio y ninguna necesidad de adulaciones, quizá se tenía una tosca visión de
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lo que serían las primeras etapas del socialismo. En lugar de desilusionarme, me atrajo
profundamente y fortaleció mi deseo de ver establecido el socialismo. Ello se debió, en parte,
a la buena suerte de haber estado entre españoles, quienes, con su decencia innata y su tinte
anarquista, están en condiciones de hacer tolerables las etapas iniciales del socialismo.
En esa época yo casi no tenía conciencia de los cambios que se sucedían en mi propia
mente. Como todos los que me rodeaban, percibía el aburrimiento, el calor, el frío, la mugre,
los piojos, las privaciones y el peligro. Hoy es muy diferente. Ese período que entonces me
pareció tan inútil y vacío de acontecimientos, tiene ahora gran importancia para mí. Es tan
distinto del resto de mi vida que ya ha adquirido esa cualidad mágica que, por lo general,
pertenece sólo a los recuerdos muy viejos. Fue espantoso mientras duró, pero ahora
constituye un buen sitio por el que pasear mi mente. Quisiera poder transmitir la atmósfera de
esa época. Confío haberlo hecho, en parte, en los primeros capítulos de este libro. En mi
memoria los hechos están inseparablemente ligados al frío invernal, a los destrozados
uniformes de los milicianos, a los ovalados rostros españoles, al sonido telegráfico de las
ametralladoras, al olor a orines y a pan podrido, al sabor metálico de los potajes de judías
engullidos apresuradamente en escudillas sucias.
Todo aquel período ha perdurado en mí con una curiosa nitidez. Con el recuerdo
revivo incidentes que tal vez parezcan demasiado insignificantes para ser evocados. Vuelvo a
estar en el refugio de Monte Pocero, sobre el suelo de piedra caliza que me sirve de cama. El
pequeño Ramón ronca con la nariz aplastada entre mis omóplatos. Me tambaleo por la
embarrada trinchera, atravesando la niebla que gira en torno a mí como vapor helado. Estoy a
mitad de camino en una grieta de la ladera de la montaña, luchando por mantener el equilibrio
mientras arranco una raíz de romero silvestre. Por encima de mi cabeza cantan algunas balas
perdidas.
Estoy echado, oculto entre unos pequeños abetos, en el terreno bajo que está al Oeste
de Monte Oscuro, con Kopp y Bob Edwards y tres españoles. En la desnuda colina gris a
nuestra derecha, una hilera de fascistas trepan como hormigas. Cerca, una trompeta suena en
las líneas enemigas. Mi mirada encuentra la de Kopp, quien, en un gesto de escolar, les hace
burla.
Estoy en el asqueroso patio de La Granja, entre la multitud de hombres que luchan
con sus platos junto a la olla de estofado. El cocinero gordo y agotado nos mantiene a raya
con el cucharón. En una mesa cercana, un hombre barbudo, con una enorme pistola
automática bajo el cinturón, corta grandes trozos de pan. Detrás de mí, una voz cockney (Bill
Chambers, con quien había tenido una amarga pelea y que más tarde murió en las afueras de
Huesca) está cantando: ¡Hay ratas, ratas, ratas, ratas grandes como gatas, en el...!
Una bala de cañón aúlla sobre nuestras cabezas. Criaturas de quince años se arrojan al
suelo. El cocinero se refugia detrás del caldero. Todos se levantan con una expresión
avergonzada cuando el proyectil estalla a unos cien metros.
Camino junto a la línea de los centinelas, bajo los oscuros álamos. En la zanja
inundada las ratas chapotean, haciendo tanto ruido como nutrias. Mientras la aurora aparece a
nuestras espaldas, el centinela andaluz canta, envuelto en su capa. Del otro lado de la tierra de
nadie, llega el canto del centinela fascista...
El 25 de abril, después de los habituales mañanas, otra sección nos relevó, y nosotros
les entregamos los fusiles, preparamos nuestro equipo y regresamos a Monflorite. No
lamentaba dejar el frente. Los piojos se multiplicaban en mis pantalones con mucha mayor
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rapidez de la que yo podía desplegar para destruirlos, desde hacia un mes carecía de
calcetines y tenía destrozadas las suelas de las botas, de modo que caminaba casi descalzo.
Ansiaba un baño caliente, ropa limpia y una noche entre sábanas más apasionadamente de lo
que es posible desear algo cuando se lleva una vida normal. Dormimos unas pocas horas en
un granero de Monflorite, de madrugada subimos a un camión, tomamos el tren de las cinco
en Barbastro y, habiendo tenido la suerte de enlazar con un tren rápido en Lérida, llegamos a
Barcelona a las tres de la tarde del 26. Y fue luego cuando comenzaron los problemas.
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Desde Mandalay, al norte de Birmania, se puede viajar por tren hasta Maymyo, la
principal estación de montaña de la provincia, al borde de la meseta de Shan. Es una
experiencia bastante extraña. El viaje se inicia bajo un sol abrasador en la típica atmósfera de
una ciudad oriental, entre millones de seres de rostros oscuros, palmeras polvorientas, jugosas
frutas tropicales, olores de pescado, especias y ajo; y una vez acostumbrado a ella, uno se
lleva consigo esa atmósfera intacta, por así decirlo, al vagón del tren. Hasta llegar a Maymyo,
a mil doscientos metros sobre el nivel del mar, mentalmente se sigue estando en Mandalay.
Pero al descender del vagón, se entra en un mundo distinto. De pronto se respira un aire dulce
y fresco como el de Inglaterra, y se está rodeado de hierba verde, helechos, abetos y
montañesas de sonrosadas mejillas vendiendo canastillas de fresas.
Al regresar a Barcelona, después de tres meses y medio, me acordé de todo eso. Se
daba allí el mismo cambio brusco y sorprendente de atmósfera. En el vagón, durante el viaje a
Barcelona, la atmósfera del frente persistía; la suciedad, el ruido, la incomodidad, las
vestimentas raídas y el sentimiento de privación, de camaradería e igualdad. El tren, repleto
de milicianos cuando partió de Barbastro, era invadido por grupos de campesinos en cada
estación de la línea. Llevaban atados de hortalizas, aterrorizadas aves de corral colgando boca
abajo, bolsas que giraban y se retorcían sobre el suelo y que resultaron estar llenas de conejos
vivos y, por fin, un buen rebaño de ovejas que fueron conducidas hasta los compartimentos,
donde se instalaban en los espacios disponibles. Los milicianos cantaban a gritos canciones
revolucionarias, arrojaban besos al aire o agitaban pañuelos rojinegros en cuanto veían a una
chica bonita. Botellas de vino y de anís, el detestable licor aragonés, pasaban de mano en
mano, y otros bebían utilizando la clásica bota española, con la cual es posible lanzar un
chorro de vino desde cierta distancia directamente a la boca. Este procedimiento parece
significarles un considerable ahorro de trabajo. Junto a mí, un muchachito de quince años, de
ojos negros, teniendo por interlocutores a dos viejos campesinos de rostro apergaminado que
lo escuchaban con la boca abierta, relataba historias sensacionales y, sin duda, totalmente
falsas acerca de sus propias hazañas en el frente. Los campesinos no tardaron en desatar sus
fardos y en convidarnos a un espeso vino rojo oscuro. Todos nos sentíamos profundamente
felices, más de lo que puede expresarse. Pero, cuando el tren atravesó Sabadell y entró en
Barcelona, nos rodeó una atmósfera apenas menos hostil que lo hubiera sido la de París o
Londres.
Todos los que habían hecho dos visitas a Barcelona durante la guerra, con intervalos
de algunos meses, comentan los extraordinarios cambios que observaron en ella. Por extraño
que parezca, los que fueron por primera vez en agosto y volvieron en enero o, como yo
mismo, primero en diciembre y después en abril, al volver siempre decían lo mismo: «La
atmósfera revolucionaria ha desaparecido». Sin duda, para quien hubiera estado allí en
agosto, cuando la sangre aún no se había secado en las calles y los milicianos ocupaban los
hoteles elegantes, Barcelona, en diciembre, le habría parecido una ciudad burguesa; pero para
mi, recién llegado de Inglaterra, se continuaba pareciendo más a una ciudad obrera que
cualquier otra que yo hubiera podido concebir. Pero la marea estaba de reflujo. Ahora volvía
a ser una ciudad corriente, un poco maltratada y lastimada por la guerra, pero sin ninguna
señal externa de predominio de la clase trabajadora.
El cambio en el aspecto de las gentes era increíble. El uniforme de la milicia y los
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monos azules habían desaparecido casi por completo; la mayoría parecía usar esos elegantes
trajes veraniegos en los que se especializan los sastres españoles. En todas partes se veían
hombres prósperos y obesos, mujeres bien ataviadas y coches de lujo. (Aparentemente, aún
no había coches privados, no obstante lo cual, todo aquel que fuera «alguien» podía disponer
de un automóvil.) Los oficiales del nuevo Ejército Popular, un tipo que casi no existía cuando
dejé Barcelona, ahora abundaban en cantidades sorprendentes. La oficialidad del Ejército
Popular estaba constituida a razón de un oficial por cada diez hombres. Cierto número de
esos oficiales había actuado en el frente, dentro de la milicia, y recibido luego instrucción
técnica, pero en su mayoría eran jóvenes que habían asistido a la Escuela de Guerra en lugar
de unirse a la milicia. Su relación con la tropa no era exactamente la que se da en un ejército
burgués, pero existía una jerarquización social bien definida, expresada por la diferencia de
paga y en el uniforme.
Los soldados usaban una especie de burdo mono marrón y los oficiales un fino
uniforme de color caqui, con la cintura ajustada como en el de los oficiales ingleses. No creo
que más de uno de cada veinte de esos oficiales conociera una trinchera. Sin embargo, todos
iban armados con pistolas automáticas al cinto, mientras nosotros, en el frente, no podíamos
conseguirlas a ningún precio. Al avanzar por las calles, observé que nuestra suciedad llamaba
la atención. Desde luego, como todos los hombres que han pasado varios meses en las
trincheras, constituíamos un espectáculo lamentable. Yo tenía conciencia de parecerme a un
espantapájaros. Mi chaqueta de cuero estaba hecha jirones, mi gorra de lana se había
deformado tanto que se me deslizaba permanentemente sobre un ojo y de mis botas sólo
quedaban restos. No era yo un caso excepcional y, además, todos estábamos sucios y
barbudos. No era sorprendente, pues, que la gente se nos quedara mirando. No obstante, me
desalentó un poco y me hizo comprender algunas cosas extrañas que habían estado
ocurriendo durante los últimos tres meses.
En los días siguientes descubrí, a través de innumerables indicios, que mi primera
impresión no había sido errónea. Un profundo cambio se había producido en la ciudad. Dos
hechos constituían la clave de este cambio: el primero era que la gente, la población civil,
había perdido gran parte de su interés por la guerra: y el segundo, que la división de la
sociedad en ricos y pobres, clase alta y clase baja, se volvía a reinstaurar.
La indiferencia general hacia la guerra causaba sorpresa, asco, y horrorizaba a quienes
llegaban a Barcelona procedentes de Madrid o de Valencia. En parte, se debía
a la gran distancia que mediaba entre Barcelona y el lugar actual de la lucha; observé
idéntica situación un mes después en Tarragona, donde la vida habitual de una elegante
ciudad costera continuaba casi sin interrupciones. Resultaba significativo que en toda España
el alistamiento voluntario hubiera ido disminuyendo desde enero. En Cataluña, cuando en
febrero se hizo la primera gran campaña a favor del Ejército Popular, hubo una ola de
entusiasmo que no se tradujo en un incremento del reclutamiento. Apenas seis meses después
de iniciada la guerra, el gobierno español tuvo que recurrir al servicio militar; lo cual parece
natural en un conflicto con el extranjero, pero resulta anómalo en una guerra civil. Sin duda,
ello se explica en parte por el debilitamiento de las esperanzas revolucionarias, tan decisivas
al comienzo de la contienda. Durante las primeras semanas de la guerra, los miembros de los
sindicatos que se constituyeron en milicias y persiguieron a los fascistas hasta Zaragoza lo
hicieron, en gran medida, porque ellos mismos creían estar luchando por el control de la clase
trabajadora; pero cada vez se hacía más patente que dicha aspiración era una causa perdida.
No podía criticarse a la gente común, en especial al proletariado urbano, que constituye el
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grueso de las tropas de cualquier guerra, por una cierta apatía. Nadie quería perder la guerra,
pero la mayoría deseaba, sobre todo, que terminara. Tal situación era evidente en todas partes.
Te encontraras con quien te encontraras, siempre escuchabas el mismo comentario: «Esta
guerra es terrible, ¿no? ¿Cuándo terminará?». La gente con conciencia política se interesaba
mucho más por la lucha intestina entre anarquistas y comunistas que por la guerra contra
Franco. Para la gran masa de gente, la escasez de comida era lo fundamental. «El frente» se
había convertido en un remoto lugar mítico, en el que los hombres jóvenes desaparecían para
no regresar o para hacerlo al cabo de tres o cuatro meses con grandes sumas de dinero en los
bolsillos. (Un miliciano habitualmente recibía su paga atrasada cuando salía de permiso.) Los
heridos, aun cuando anduvieran con muletas, dejaron de recibir una consideración especial.
Pertenecer a la milicia ya no estaba de moda, como lo demostraban claramente las tiendas,
que siempre son los barómetros del gusto público. Cuando llegué por primera vez a
Barcelona, las tiendas, por pobres que fueran, se habían especializado en equipos para
milicianos. En todos los escaparates se podían ver gorras de visera, cazadoras de cremallera,
cinturones Sam Browne, cuchillos de caza, cantimploras y fundas de revólver. Ahora las
tiendas tenían un aspecto más elegante, la guerra había quedado relegada a la trastienda.
Como descubriría más tarde, cuando intenté comprar un equipo nuevo antes de regresar al
frente, ciertas cosas que allí se necesitaban con mucha urgencia eran muy difíciles de
conseguir.
Entretanto, había en marcha una campaña sistemática de propaganda contra las
milicias partidistas y en favor del Ejército Popular. En este aspecto la situación era bastante
curiosa. Desde febrero, todas las fuerzas armadas quedaron teóricamente incorporadas al
Ejército Popular y las milicias se reorganizaron sobre el modelo de aquél, con pagas
diferenciadas, jerarquización, etcétera, etcétera. Las divisiones estaban compuestas por
«brigadas mixtas», formadas por tropas del Ejército Popular y de las milicias. En realidad, los
únicos cambios que se produjeron fueron algunos cambios de nombres. Por ejemplo, las
tropas del POUM que antes se conocían como División Lenin, se llamaban ahora División 29.
Hasta junio, muy pocas tropas del Ejército Popular llegaron al frente de Aragón y, en
consecuencia, las milicias pudieron conservar su estructura autónoma y su carácter especial.
Pero los agentes del gobierno habían estarcido las paredes con el lema: «Necesitamos un
Ejército Popular», y por la radio y a través de la prensa comunista se desarrollaba un ataque
incesante y a veces virulento contra las milicias, a las que se describía como mal adiestradas,
indisciplinadas, etcétera, etcétera, mientras se calificaba siempre de «heroico» al Ejército
Popular. Gran parte de esta propaganda parecía dar a entender que era vergonzoso haber ido
voluntariamente al frente, y digno de elogio haber aguardado el reclutamiento. Mientras esto
ocurría, eran las milicias las que defendían el frente, y el Ejército Popular sólo se adiestraba
en la retaguardia, pero tal hecho se ocultaba al conocimiento público. Los grupos de
milicianos que retornaban a las trincheras ya no marchaban por las calles con las banderas
desplegadas y al son de los tambores; eran transportados discreta— mente por tren o camión a
las cinco de la madrugada. Unos pocos destacamentos del Ejército Popular comenzaban a
partir hacia la línea de fuego y, como antes ocurría con las milicias, marchaban
ceremoniosamente por la ciudad. Pero a causa del debilitamiento general del interés por la
guerra, ni siquiera ellos eran saludados con mayor entusiasmo. El hecho de que las tropas de
la milicia también fueran, en teoría, parte del Ejército Popular fue hábilmente utilizado por la
propaganda periodística. Toda victoria se atribuía automáticamente al Ejército Popular;
mientras que todos los desastres se reservaban para las milicias. A veces ocurría que las
mismas tropas, alternativamente, eran elogiadas o criticadas según se dijera que pertenecían
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al ejército o a la milicia.
Además de todo esto, había también un cambio sorprendente en el clima social, algo
que resulta difícil de imaginar a menos que uno lo haya experimentado. Cuando llegué a
Barcelona por primera vez, me pareció una ciudad donde las distinciones de clases y las
grandes diferencias económicas casi no existían. Eso era, desde luego, lo que parecía. Las
ropas «elegantes» constituían una anormalidad, nadie se rebajaba ni aceptaba propinas; los
camareros, las floristas y los limpiabotas te miraban a los ojos y te llamaban «camarada». Yo
no había captado que se trataba en lo esencial de una mezcla de esperanza y camuflaje. Los
trabajadores creían en la revolución que había comenzado sin llegar a consolidarse, y los
burgueses, atemorizados, se disfrazaban temporalmente de obreros. En los primeros meses de
la revolución hubo seguramente miles de personas que deliberadamente se pusieron el mono
proletario y gritaron lemas revolucionarios para salvar el pellejo. Ahora las cosas estaban
volviendo a sus cauces normales. Los mejores restaurantes y hoteles estaban llenos de gente
rica que devoraba comida cara, mientras, para la clase trabajadora, los precios de los
alimentos habían subido muchísimo sin un aumento compensatorio en los salarios. Además
de este encarecimiento, con frecuencia escaseaban algunos productos, afectando, desde luego,
como siempre, al pobre más que al rico. Los restaurantes y los hoteles no parecían tener
ninguna dificultad en conseguir lo que quisieran; pero en los barrios obreros se hacían colas
de cientos de metros para adquirir pan, aceite de oliva y otros artículos indispensables. La
primera vez que estuve en Barcelona me llamó la atención la ausencia de mendigos; ahora
abundaban. En la puerta de las charcuterías, al principio de las Ramblas, pandillas de chicos
descalzos aguardaban siempre para rodear a los que salían y pedir a gritos un poco de comida.
Las formas «revolucionarias» del lenguaje comenzaban a caer en desuso. Los desconocidos
ya no se dirigían a uno diciendo tú y camarada; habitualmente empleaban señor y usted.
Buenos días comenzaba a reemplazar a salud. Los camareros volvieron a usar sus camisas
almidonadas y los dependientes de — las tiendas recurrían de nuevo a sus adulaciones
usuales. Mi esposa y yo entramos en un comercio de las Ramblas para comprar calcetines. El
vendedor hizo una reverencia y se frotó las manos como ni siquiera en Inglaterra se hace ya
hoy en día, aunque se solía hacer hace veinte o treinta años. De manera furtiva e indirecta, la
costumbre de la propina comenzaba a retornar. Se había ordenado que las patrullas de
trabajadores se disolvieran, y las fuerzas policiales anteriores a la guerra recorrían de nuevo
las calles. Reaparecieron los espectáculos de cabaret y los prostíbulos de categoría, muchos
de los cuales habían sido clausurados por las patrullas de trabajadores. Un ejemplo ínfimo,
pero significativo, de cómo todo se orientaba para favorecer a las clases más acomodadas lo
ofrece la escasez de tabaco. La carencia de tabaco era tan desesperante que se vendían en las
calles cigarrillos de picadura de regaliz. Cierta vez probé uno. (Mucha gente los probó alguna
vez.) Franco retenía las Canarias, de donde provenía todo el tabaco español y, en
consecuencia, las únicas reservas con que contaba el gobierno eran del período previo al
inicio de la guerra. Éstas habían disminuido tanto que los estancos abrían sólo una vez por
semana; luego de hacer cola durante un par de horas se podía, con suerte, conseguir una
cajetilla de tabaco. En teoría, el gobierno no permitía que se importara tabaco, porque ello
significaba reducir las reservas de oro, que debían destinarse a la compra de armas y otros
artículos vitales. En realidad, había un contrabando constante de cigarrillos extranjeros de las
marcas más caras, como Lucky Strike, lo que permitía obtener pingües ganancias. Éstos se
podían adquirir sin disimulo en los hoteles lujosos y, de forma un poco más furtiva, en la
calle, siempre y cuando uno pudiera pagar diez pesetas (el jornal de un miliciano) por un
paquete. El contrabando beneficiaba a la gente acomodada y, por ende, era tolerado. Si uno
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tenía bastante dinero, podía conseguir cualquier cosa en cualquier cantidad, menos pan, quizá,
cuyo racionamiento era bastante estricto. Este marcado contraste entre la riqueza y la pobreza
hubiera sido imposible unos meses antes, cuando la clase obrera mantenía, o parecía
mantener; el control de la situación. Pero no sería justo atribuirlo únicamente a los cambios
en el poder político. En parte, era resultado de la vida segura que se llevaba en Barcelona,
donde había muy poco que le hiciera recordar a uno la guerra, exceptuando algún ocasional
ataque aéreo. Quienes habían estado en Madrid afirmaban que allí las cosas eran muy
distintas. En Madrid, el peligro compartido obligaba a la gente de casi todas las condiciones a
alguna suerte de camaradería. Un hombre obeso que come perdices mientras los chicos piden
pan en la calle constituye un espectáculo repelente, pero es menos probable verlo cuando se
está a tiro de los cañones enemigos.
Un día o dos después de los enfrentamientos callejeros, recuerdo haber pasado por una
confitería situada en una de las calles elegantes y haberme detenido frente a su escaparate
lleno de pasteles y bombones finísimos a precios increíbles. Era el tipo de tienda que uno
puede ver en Bond Street o en la Rue de la Paix. Recuerdo haber sentido un vago horror y
desconcierto al pensar que aún podía desperdiciarse dinero en tales cosas en un país
hambriento y asolado por la guerra. Pero líbreme Dios de arrogarme alguna superioridad
personal. Después de varios meses de incomodidades, tenía un voraz deseo de buena comida
y buen vino, cócteles, cigarrillos norteamericanos y esas cosas, y confieso haberme permitido
todos los lujos que el dinero pudo proporcionarme.
Durante esa primera semana, antes de que comenzaran las luchas callejeras, tuve
varias preocupaciones que guardaban una curiosa relación entre sí. En primer lugar; como ya
dije, me dediqué a rodearme de las mayores comodidades posibles. En segundo lugar; gracias
al exceso de comida y bebida, mi salud se resintió durante toda esa semana. Cuando me sentía
mal, me quedaba en la cama la mitad del día; me levantaba, volvía a comer en exceso y
volvía a sentirme enfermo. Por otro lado, estaba efectuando negociaciones secretas para
comprar una pistola. La necesitaba urgentemente, pues en la lucha de trincheras resultaba
mucho más útil que un fusil. Era muy difícil conseguir una; el gobierno las distribuía a los
policías y a los oficiales del Ejército Popular; pero se negaba a entregarlas a la milicia; era
necesario comprarlas, ilegalmente, en los arsenales secretos de los anarquistas. Después de
muchas molestias y tribulaciones, un amigo anarquista logró conseguirme una pequeña
pistola automática calibre veintiséis, arma bastante ineficaz y del todo inútil a más de pocos
metros, pero siempre mejor que nada. Me encontraba, además, realizando trámites
preliminares para abandonar la milicia del POUM e ingresar en alguna otra unidad que me
permitiera llegar al frente de Madrid.
Durante bastante tiempo había manifestado a todo el mundo que me proponía
abandonar el POUM. De acuerdo con mis preferencias puramente personales, me hubiera
gustado unirme a los anarquistas. Si uno se convertía en miembro de la CNT, era posible
ingresar en la milicia de la FAI, pero me dijeron que, en ese caso, probablemente, me
enviarían a Teruel y no a Madrid. Si deseaba ir a Madrid, debía ingresar en la Columna
Internacional, lo cual implicaba la necesidad de obtener una recomendación del Partido
Comunista. Me encontré con un amigo comunista, agregado a la Ayuda Médica Española, y
le expliqué mi situación. Pareció muy deseoso de reclutarme y me pidió que convenciera a
algunos de los ingleses del ILP de que siguieran mis pasos. De haber sido mejor mi salud,
probablemente hubiera aceptado en ese momento. Resulta difícil imaginar ahora qué efectos
hubiera tenido más tarde tal decisión Probablemente me habrían enviado a Albacete antes de
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que comenzaran los enfrentamientos en Barcelona, en cuyo caso, al no haberla presenciado,
podría haber aceptado como verídica la versión oficial. Por otro lado, si hubiera estado bajo
órdenes comunistas durante la lucha de Barcelona, mi lealtad personal hacia los camaradas
del POUM me habría colocado en una situación insostenible. Pero me quedaba otra semana
de permiso y estaba impaciente por recuperar mi salud antes de regresar al frente. Asimismo
—y éste es el tipo de circunstancia que siempre decide el propio destino—, tuve que esperar
hasta que el zapatero me hiciera un nuevo par de botas. (Todo el ejército español no había
logrado proporcionarme unas botas que fueran lo bastante grandes y cómodas para mí.) Le
dije a mi amigo comunista que tomaría mi decisión final más adelante. Mientras tanto quería
descansar. Incluso tenía la idea de irme con mi esposa a la costa por dos o tres días. ¡Vaya
una idea! La atmósfera política tendría que haberme advertido de que eso era precisamente lo
que no se podía hacer esos días.
Por debajo del lujo y de la creciente pobreza, de la — aparente alegría de las calles
con puestos de flores, banderas multicolores, carteles de propaganda y abigarradas multitudes,
la ciudad respiraba el clima inconfundible de la rivalidad y el odio políticos. Personas de
todas las opiniones posibles decían en tono premonitorio: «Pronto tendremos dificultades». El
peligro era muy simple y comprensible. Se trataba del antagonismo entre quienes querían que
la revolución siguiera adelante y los que deseaban frenarla o impedirla, es decir; entre
anarquistas y comunistas. Desde el punto de vista político, en Cataluña no existía otro poder
que el PSUC y sus aliados liberales. Pero a él se oponía la fuerza incierta de la CNT, no tan
bien armada y menos segura en cuanto a sus metas, pero poderosa a causa del número y de su
predominio en varias industrias claves. Dada esta relación de fuerzas, el choque era
inevitable. Desde el punto de vista de la Generalitat, controlada por el PSUC, el primer paso
necesario para asegurar su posición consistía en despojar de sus armas a la CNT. Como ya
señalé antes [ver Apéndice 1], la disolución de las milicias partidistas era, en el fondo, una
maniobra tendente a este fin. Al mismo tiempo, las fuerzas policiales anteriores a la guerra, la
Guardia Civil y otras, habían sido reimplantadas y eran reforzadas y armadas intensamente.
Eso sólo podía significar una cosa. Los guardias civiles, en especial, constituían una
gendarmería del tipo corriente, y durante casi un siglo, habían actuado como guardianes de las
clases pudientes. Entretanto, se publicó un decreto según el cual todos los particulares que
poseían armas debían entregarlas. Naturalmente, fue desobedecido. Resultaba claro que las
armas de los anarquistas sólo podrían obtenerse por la fuerza. Durante este período hubo
rumores, siempre vagos y contradictorios debido a la censura periodística, sobre choques que
se producían en toda Cataluña. En diversos lugares, las fuerzas policiales armadas atacaron
baluartes anarquistas. En Puigcerdá, junto a la frontera francesa, un grupo de carabineros
intentó apoderarse de la aduana, controlada por los anarquistas, y Antonio Martín, un
conocido anarquista, resultó muerto. Incidentes similares ocurrieron en Figueras y, según
creo, en Tarragona. En los suburbios obreros de Barcelona se produjeron toda una serie de
choques más o menos espontáneos. Miembros de la CNT y de la UGT venían matándose
unos a otros desde hacía algún tiempo; en ciertas ocasiones, los crímenes se vieron seguidos
por gigantescos funerales provocativos, cuya finalidad deliberada era despertar odios
políticos. Poco tiempo antes, un miembro de la CNT había sido asesinado, y ésta había
movilizado a centenares de miles de sus afiliados en el cortejo fúnebre. Hacia finales de abril,
cuando yo acababa de llegar a Barcelona, Roldán Cortada, miembro prominente de la UGT,
fue asesinado, según se cree, por alguien de la CNT. El gobierno ordenó que todos los
comercios cerraran y organizó una enorme procesión fúnebre, constituida en su mayor parte
por tropas del Ejército Popular y tan larga que se necesitaron dos horas para que pasara por un
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punto dado. Desde la ventana del hotel la observé sin mayor entusiasmo; era evidente que ese
supuesto funeral era un mero despliegue de fuerzas. Si los hechos se agudizaban un poco más
se llegaría al derramamiento de sangre. Esa misma noche mi esposa y yo nos despertamos
debido a una serie de disparos procedentes de la Plaza de Cataluña, situada a unos cien o
doscientos metros. Al día siguiente supimos que habían matado a un miembro de la CNT y
que el asesino probablemente pertenecía a la UGT. Desde luego, era muy posible que todos
esos crímenes fueran cometidos por agentes provocadores. Puede medirse la actitud de la
prensa capitalista extranjera hacia el conflicto comunista—anarquista señalando que el
asesinato de Roldán fue objeto de amplia publicidad, mientras que fue ocultado
cuidadosamente el que constituyó su respuesta.
Se acercaba el 1º de Mayo, y se hablaba de una manifestación gigantesca en la que
tomarían parte tanto la CNT como la UGT. Los líderes de la CNT, más moderados que
muchos de sus miembros, trabajaban desde hacia tiempo por una reconciliación con la UGT;
y, en efecto, la esencia de su política era intentar la integración de los dos bloques en una gran
coalición. La idea era que la CNT y la UGT desfilaran unidas y demostraran su solidaridad.
Pero, en el último momento, se suspendió la manifestación, pues resultaba evidente que sólo
originaria disturbios. Nada ocurrió el 1º de Mayo. La situación era bien extraña. Barcelona, la
llamada ciudad revolucionaria, fue quizá la única en la Europa no fascista que no celebró ese
día. Pero admito que me sentí aliviado. Se esperaba que el contingente del ILP marchara en la
manifestación con la sección del POUM y todo el mundo preveía incidentes. Lo último que
yo deseaba era verme mezclado en alguna tonta lucha callejera. Marchar por la calle detrás de
banderas rojas, con ampulosos eslóganes escritos, para luego morir de un balazo disparado
con una metralleta desde alguna ventana por un desconocido no respondía a mi idea de lo que
es una forma útil de morir.
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9
En torno al mediodía del 3 de mayo, un amigo que cruzaba el vestíbulo del hotel
anunció como de pasada: «He oído que ha habido jaleo en la Central Telefónica». Por algún
motivo, no le presté mayor atención en ese momento.
Por la tarde, entre las tres y las cuatro, me encontraba a media altura de las Ramblas
cuando oí a mis espaldas varios tiros. Me di la vuelta y vi a algunos jóvenes que, con fusiles
en la mano y los pañuelos rojinegros de los anarquistas al cuello, desaparecían por una
bocacalle en dirección norte. Evidentemente, disparaban contra alguien situado en una
elevada torre octogonal —una iglesia, según creo— que se alzaba sobre esa calle. De
inmediato pensé: «¡Ya ha comenzado!». Pero lo pensé sin mayor sentimiento de sorpresa,
pues desde hacia varios días todos esperábamos que «aquello» comenzara en cualquier
momento.
Quise regresar al hotel enseguida para saber cómo estaba mi esposa, pero el grupo de
anarquistas, a la entrada de la bocacalle, hacía retroceder a la gente, gritando para que nadie
cruzara la línea de fuego. Se oyeron más disparos. Las balas procedentes de la torre
atravesaron la calle, y una multitud aterrorizada se abalanzó Ramblas abajo, alejándose del
fuego; a lo largo de la calle podía oírse el tableteo de las persianas metálicas que bajaban los
tenderos para proteger sus escaparates. Vi dos oficiales del Ejército Popular retirándose
prudentemente de árbol en árbol con las manos en las pistolas. Delante de mí, la gente se
precipitaba por las escaleras de la estación de metro que hay en medio de las Ramblas en
busca de protección. Opté por no seguirlos, pues no quería quedarme atrapado bajo tierra
durante horas.
En ese momento, un médico norteamericano que había estado con nosotros en el
frente se acercó corriendo y me tomó del brazo. Estaba muy excitado.
—Vamos, debemos llegar hasta el hotel Falcón. (El hotel Falcón era una especie de
casa de huéspedes regida por el POUM y utilizada principalmente por los milicianos de
permiso.) Los muchachos del POUM se reunirán allí. Ya comenzaron los líos. Debemos
permanecer unidos.
—Pero ¿qué demonios está pasando? —pregunté yo.
El médico me tiraba del brazo y la nerviosidad le impedía darme una explicación
clara. Según parecía, había estado en la Plaza de Cataluña cuando varios camiones llenos de
guardias civiles*
armados se detuvieron frente a la Central Telefónica, en manos de
trabajadores de la CNT, y lanzaron un súbito ataque contra ella. Luego llegaron algunos
anarquistas y se originó una refriega general. Deduje que los «líos» de las primeras horas del
día se habían producido porque el gobierno exigía la entrega de la Telefónica, exigencia que,
desde luego, fue rechazada.
* Nota de errata encontrada después de la muerte de Orwell: ―En todos estos capítulos se hace constante referencia a la
Guardia Civil‖. Debería decirse ―Guardia de Asalto‖. Mi error se debió a que los guardias de asalto en Cataluña llevaban un
uniforme distinto del que lucían más tarde los que fueron enviados desde Valencia, y a que los españoles utilizaban para
todos el nombre común de ―la guardia‖. El hecho innegable de que los guardias civiles a menudo se unieron a Franco
cuando tuvieron oportunidad de hacerlo (ver Apéndice 2) no afecta a la Guardia de Asalto, cuerpo creado durante la II
República. Pero el comentario general sobre la hostilidad popular contra ―la guardia‖ y su influencia en el desarrollo de los
sucesos de Barcelona sigue siendo válido‖.
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Mientras nos dirigíamos calle abajo, un camión repleto de anarquistas armados pasó a
toda velocidad en dirección opuesta. En la parte delantera se veía a un jovencito desarrapado,
echado sobre una pila de colchones tras una ametralladora ligera. Cuando llegamos al hotel
Falcón, al final de las Ramblas, una multitud en ebullición ocupaba el vestíbulo de la entrada.
Reinaba gran confusión, nadie parecía saber qué se esperaba de ellos y sólo estaba armado el
puñado de tropas de choque que normalmente cuidaba el edificio. Crucé hasta el Comité
Local del POUM, situado casi enfrente. Arriba, en la habitación donde los milicianos
habitualmente recibían su paga, había otro grupo numeroso presa de la agitación. Un hombre
alto, pálido, buen mozo, de unos treinta años, vestido de civil, trataba de restablecer el orden
mientras repartía cinturones y cajas de cartuchos apiladas en un rincón. No parecía haber
ningún fusil. El médico había desaparecido —creo que ya se habían producido bajas y se
había llamado a los médicos—, pero había llegado otro inglés. Luego, de una oficina interna,
el hombre alto y algunos otros salieron con los brazos llenos de fusiles y comenzaron a
distribuirlos. El otro inglés y yo, en tanto que extranjeros, resultábamos algo sospechosos y, al
principio, nadie quería darnos un arma. Entonces llegó un miliciano, compañero en el frente,
que me reconoció, después de lo cual nos entregaron, aunque de mala gana, dos fusiles y
algunos cargadores.
Continuaban los disparos en la distancia y las calles estaban desiertas. Se afirmaba
que era imposible subir por las Ramblas. Los guardias civiles habían ocupado edificios en
posiciones dominantes y disparaban contra todos los que pasaban. Yo me hubiera arriesgado
a regresar al hotel, pero circulaba el vago rumor de que el Comité Local sería atacado en
cualquier momento y convenía quedarse por allí. En todo el edificio, en las escaleras y hasta
en la acera, en la calle, pequeños grupos de gente aguardaban de pie hablando con excitación.
Nadie parecía tener una idea muy clara de lo que ocurría. Sólo pude deducir que los guardias
civiles habían atacado la Central Telefónica, capturado varios puntos estratégicos y que
dominaban otros edificios pertenecientes a los obreros. Dominaba la impresión general de
que la Guardia Civil andaba «detrás» de la CNT y de la clase trabajadora en general. Era
evidente que, hasta ese momento, nadie parecía responsabilizar al gobierno. Las clases más
pobres de Barcelona consideraban a la Guardia Civil como algo bastante similar a los Black
and Tans, y todos parecían dar por sentado que había lanzado ese ataque por iniciativa propia.
Una vez que me enteré de cómo estaban las cosas, me sentí más tranquilo. La situación era
bastante clara: de un lado la CNT, del otro, la policía. No experimento ninguna simpatía
particular por el «obrero» idealizado, tal como está presente en la mente del comunista
burgués, pero cuando veo a un obrero de carne y hueso en conflicto con su enemigo natural,
el policía, no tengo necesidad de preguntarme de qué lado estoy.
Pasó mucho tiempo y nada parecía suceder en nuestro lado de la ciudad. No se me
ocurrió que podía telefonear al hotel y conversar con mi esposa, pues di por sentado que la
Telefónica había suspendido sus actividades. En realidad, sólo estuvo paralizada algunas
horas. En los dos edificios parecía haber unas trescientas personas, en su mayoría de la clase
más humilde y procedentes de las callejuelas cercanas a los muelles; había muchas mujeres,
algunas con un niño en brazos, y una multitud de muchachitos andrajosos. Me imagino que la
mayoría no tenía ni idea de lo que ocurría y se había precipitado a los edificios del POUM
simplemente en busca de protección. También había algunos milicianos de permiso y un
grupito de extranjeros. Según mis cálculos, entre todos apenas reuníamos unos sesenta
fusiles. La oficina del primer piso era constantemente asediada por hombres que exigían
armas y sólo recibían una negativa. Los milicianos más jóvenes, para quienes el asunto
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parecía una especie de pic—nic, daban vueltas y trataban de sonsacar o hurtar los fusiles a
quienes los poseían. Muy pronto uno de ellos se las ingenió para apoderarse del mío y
desaparecer con él. Una vez más estaba desarmado; sólo conservaba mi pequeña pistola
automática y un solo cargador.
Empezaba a oscurecer, tenía hambre y al parecer no había comida en el hotel Falcón.
Mi amigo y yo nos deslizamos hasta su hotel, no muy distante, para cenar. En las calles,
oscuras y silenciosas, no se veía un alma. Las persianas de los escaparates continuaban
bajadas, pero nadie levantaba ya barricadas. Tuvimos que armar un buen escándalo para que
nos dejaran entrar en el hotel, cerrado a cal y canto. Cuando regresamos, me enteré de que la
Central Telefónica funcionaba otra vez y subí al primer piso para llamar a mi esposa. Como
era de suponer, no había una sola guía telefónica en el edificio y yo ignoraba el número del
hotel Continental. Después de buscar en todas las habitaciones durante una hora, encontré una
guía de turismo donde figuraba. No logré comunicarme con mi esposa, pero hablé con John
McNair, el representante del ILP en Barcelona. Me aseguró que todo iba bien, que nadie
había sido herido y me preguntó cómo nos encontrábamos en el Comité Local. Le respondí
que, con cigarrillos, estaríamos mucho mejor. Lo dije en broma, pero media hora más tarde
McNair apareció con dos paquetes de Lucky Strike. Había desafiado la oscuridad
impenetrable de las calles, recorridas por patrullas anarquistas que, pistola en mano, lo habían
parado dos veces para identificarlo. Nunca olvidaré ese pequeño acto de heroísmo. Nos alegró
mucho tener cigarrillos.
Habían apostado guardias armados en casi todas las ventanas, y en la calle un pequeño
grupo de tropas de choque detenía e interrogaba a los pocos transeúntes. Un coche patrulla
anarquista cargado de armas se detuvo frente a la puerta. Junto al conductor una hermosa
joven morena de unos dieciocho años albergaba una metralleta sobre sus rodillas. Pasé largo
tiempo vagando por el edificio, un gran local laberíntico cuya distribución resultaba
imposible de aprender. En las distintas dependencias encontré muebles rotos, papeles
rasgados, el desorden habitual que parece ser un producto inevitable de la revolución. Por
todas partes había gente durmiendo; en un pasillo, sobre un sofá desvencijado, dos pobres
mujeres de la zona de los muelles roncaban plácidamente. El edificio había sido un teatro—
cabaret antes de que el POUM lo ocupara. Varias de las habitaciones tenían escenarios
elevados. Sobre uno de ellos quedaba un gran piano solitario. Por fin encontré lo que
buscaba: el arsenal. No sabía cómo terminaría todo aquello y necesitaba desesperadamente un
arma. Había oído decir tantas veces que el PSUC, el POUM y la CNT—FAI acumulaban
armas en Barcelona que no podía creer que dos de los principales edificios del POUM
contuvieran únicamente los cincuenta o sesenta fusiles distribuidos. El cuarto que servía de
arsenal no estaba vigilado y tenía una puerta bastante endeble; con otro inglés, la forzamos
sin dificultad. Al entrar, comprobamos que nos habían — dicho la verdad: no había más
armas. Sólo encontramos unas dos docenas de rifles de calibre pequeño y de modelo
anticuado y unas pocas escopetas, pero ninguna munición. Subí a la oficina y pregunté si
disponían de balas para mi pistola; no tenían. Solamente había unas pocas cajas de granadas,
de un tipo primitivo, traídas por uno de los coches patrulla anarquistas. Guardé un par en una
de mis cartucheras. Era un tipo de granada muy tosca que se accionaba frotando una especie
de cerilla en la parte superior y muy propensa a explotar por iniciativa propia.
El suelo estaba cubierto de gente dormida. En una habitación un bebé lloraba sin
cesar. Aunque estábamos en mayo, la noche se puso fría. En uno de los escenarios todavía
quedaban restos del telón, lo arranqué con el cuchillo, me envolví en él y dormí unas pocas
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horas. Recuerdo que mi sueño se vio perturbado por la idea de que esas malditas granadas
podían hacerme volar si llegaba a aplastarlas. A las tres de la mañana, el hombre alto y buen
mozo que parecía estar al mando de todo me despertó, me dio un fusil y me puso de guardia
en una de las ventanas. Me dijo que Sala, el jefe de policía, responsable del ataque contra la
Central Telefónica, había sido arrestado. (En realidad, como supimos después, sólo había sido
destituido de su cargo. No obstante, la noticia confirmó la impresión general de que la
Guardia Civil había actuado sin orden previa.) Al amanecer, la gente comenzó a levantar dos
barricadas, una frente al Comité Local y otra frente al hotel Falcón. Las calles de Barcelona
están empedradas con adoquines cuadrados, fáciles de apilar y, debajo de ellos, hay una
especie de gravilla muy útil para llenar sacos. El proceso de construcción de esas barricadas
constituyó un espectáculo singular y maravilloso; hubiera dado cualquier cosa por
fotografiarlo. Con esa suerte de apasionada energía que despliegan los españoles cuando han
tomado la firme decisión de realizar alguna tarea, largas filas de hombres, mujeres y criaturas
muy pequeñas arrancaban las piedras, las transportaban en una carretilla que habían
encontrado en alguna parte y trastabillaban de un lado a otro bajo los pesados sacos. En la
puerta del Comité Local, una muchacha judía alemana, con un pantalón de miliciano cuyas
rodilleras le llegaban a los tobillos, observaba todo con una sonrisa. En un par de horas las
barricadas estuvieron listas y en sus troneras se apostaron los hombres armados; detrás de una
de ellas ardía un fuego y unos hombres freían huevos.
Habían vuelto a quitarme el fusil y no parecía que quedara nada útil por hacer allí.
Otro inglés y yo decidimos regresar al hotel Continental. Resonaban muchos disparos en la
lejanía, pero ninguno parecía proceder de las Ramblas. Camino arriba, echamos una mirada
en el mercado de abastos. Muy pocos puestos estaban abiertos, y los asediaba una multitud
procedente de los barrios obreros situados al sur de las Ramblas. En el momento en que
penetramos en el mercado afuera se produjo un tiroteo, algunos vidrios del techo se vinieron
abajo y la gente se precipitó por las salidas posteriores. Con todo, algunos puestos siguieron
abiertos, y pudimos conseguir una taza de café y un trozo de queso de cabra que guardé junto
a las granadas. Unos días después me alegraría mucho de tener ese queso.
En la esquina donde los anarquistas habían comenzado a disparar el día anterior se
levantaba ahora una barricada. El hombre situado detrás de ella (yo me encontraba al otro
lado de la calle) me gritó que tuviera cuidado, pues los guardias civiles instalados en la torre
de la iglesia disparaban indiscriminadamente contra cualquier transeúnte. Me detuve y luego
crucé corriendo; una bala pasó silbando desagradablemente cerca. Cuando me aproximaba a
la sede central del POUM, siempre del otro lado de la calle, oí otros gritos de aviso que no
comprendí procedentes de un grupo de las tropas de choque apostadas en la puerta de acceso.
La calle tenía un ancho paseo central y había algunos árboles y un puesto de diarios entre el
edificio y el lugar donde me encontraba, de manera que no podía ver dónde señalaban. Entré
en el hotel Continental, me aseguré de que todo estaba bien, me lavé la cara y regresé a la
sede central del POUM (a unos cien metros en la misma calle) a solicitar órdenes. Para ese
entonces, el fuego de los fusiles y las ametralladoras que venía de diversas direcciones
producía un fragor casi comparable al de una batalla. Yo acababa de encontrar a Kopp y le
estaba preguntando qué debíamos hacer cuando, desde abajo, se oyó una serie de tremendos
estallidos, tan fuertes que podían confundirse con disparos de cañón. En realidad, sólo eran
granadas, cuyos estruendos se multiplicaban entre los edificios de piedra.
Kopp miró por la ventana, apoyó su bastón en el hombro y dijo: «Investiguemos».
Luego bajó la escalera con su despreocupado aire habitual; lo seguí pisándole los talones. A
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la entrada, un grupo de las tropas de choque lanzaba granadas a lo largo de la acera como si
estuvieran jugando a los bolos. Las granadas estallaban a unos veinte metros con un estrépito
ensordecedor que se mezclaba con el de los disparos de fusil. En la mitad de la calle, detrás
del puesto de diarios, asomaba la cabeza de un miliciano norteamericano a quien conocía bien
y que parecía un coco en una feria. Sólo más tarde comprendí lo que realmente ocurría. Al
lado del edificio del POUM estaba el Café Moka, con un hotel en el primer piso. El día antes,
veinte o treinta guardias civiles armados habían entrado en el café y, cuando comenzó la
lucha, se apoderaron por sorpresa del edificio y levantaron una barricada. Probablemente les
habían ordenado apoderarse del café como paso preliminar para un ataque posterior contra las
oficinas del POUM. Por la mañana, temprano, intentaron salir; hubo un tiroteo, en el que uno
de nuestros hombres resultó herido y un guardia civil, muerto. Los guardias civiles
permanecían en el interior del café, pero, cuando el norteamericano avanzaba por la calle,
abrieron fuego contra él, a pesar de que iba desarmado. Éste se arrojó detrás del puesto de
diarios y los nuestros lanzaron granadas contra los guardias civiles para impedirles salir del
café.
Kopp captó la situación con una sola mirada, se abrió paso y paró a un alemán
pelirrojo de las tropas de choque que se disponía a sacar el seguro de una granada con los
dientes. Les gritó a todos que se apartaran de la puerta y nos dijo en varios idiomas que
debíamos evitar el derramamiento de sangre. Luego salió y, a la vista de los guardias civiles,
se quitó ostentosamente la pistola y la depositó en el suelo. Dos oficiales españoles de la
milicia hicieron lo mismo, y los tres caminaron lentamente hasta la puerta donde se
apretujaban los guardias civiles. Era algo que yo no hubiera hecho ni por veinte libras.
Caminaban, desarmados, hacia hombres enloquecidos de terror y con armas cargadas en las
manos. Un guardia civil, en mangas de camisa y pálido de miedo se acercó para parlamentar
con Kopp. Señalaba agitadamente dos granadas sin explotar que estaban en la acera. Kopp
regresó y nos dijo que sería mejor hacerlas explotar, eran un peligro para cualquiera que
pasara. Un soldado de las tropas de choque disparó su fusil e hizo estallar una, pero le erró a
la segunda. Le pedí el arma, me arrodillé y disparé contra ella. Lamento decir que también
fallé; fue éste el único disparo que hice durante los disturbios. La acera se hallaba cubierta de
cristales rotos procedentes del rótulo del Café Moka, y dos autos estacionados allí, uno de los
cuales era el coche oficial de Kopp, estaban acribillados a balazos y con los parabrisas
destrozados por los bombazos.
Kopp me llevó al primer piso y me explicó la situación. Debíamos defender los
edificios del POUM si eran atacados, pero los dirigentes habían dado instrucciones en el
sentido de mantenernos a la defensiva y no abrir fuego si podíamos evitarlo. Justo enfrente
había un cine llamado Poliorama, con un museo en el primer piso y, en la parte más alta, muy
por encima del nivel general de los tejados, un pequeño observatorio con dos cúpulas
gemelas. Éstas dominaban la calle, y unos pocos hombres apostados allí podían impedir
cualquier ataque contra los edificios del POUM. Los encargados del cine eran miembros de la
CNT y nos dejarían entrar y salir. En cuanto a los guardias civiles del Café Moka, no
representaban ningún problema: no deseaban luchar y estarían más que contentos de vivir y
dejar vivir. Kopp repitió que teníamos orden de no disparar, a menos que nuestros edificios o
nosotros fuéramos atacados. De su explicación deduje que los líderes del POUM estaban
furiosos por verse arrastrados a intervenir en tales acontecimientos, pero sentían que debían
solidarizarse con la CNT.
Ya habían colocado gente de guardia en el observatorio. Pasé los tres días y noches
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siguientes en la azotea del Poliorama, con breves intervalos en los que me deslizaba hasta el
hotel para comer. No corría ningún peligro, sufría sólo hambre y aburrimiento y, no obstante,
fue uno de los períodos más insoportables de mi vida. Creo que pocas experiencias podrían
ser más asqueantes, más decepcionantes o, incluso, más exasperantes que esos días de guerra
callejera.
Solía sentarme en la azotea y maravillarme ante la locura que significaba todo esto.
Desde las pequeñas ventanas del observatorio podía ver a varios kilómetros a la redonda
edificios altos y esbeltos, cúpulas de cristal y fantásticos techos ondulados con brillantes tejas
verdes y cobrizas; hacia el este, el centelleante mar azul pálido que veía por primera vez
desde mi llegada a España. Y la enorme ciudad de un millón de personas había caído en una
especie de violenta inercia, una pesadilla de ruido sin movimiento. Las calles soleadas
continuaban desiertas. Lo único que ocurría era el raudal de balas que salían desde las
barricadas y las ventanas protegidas con sacos de arena. No circulaba un solo vehículo y, a lo
largo de las Ramblas, los tranvías permanecían inmóviles allí donde sus conductores los
habían abandonado al oír el primer disparo. Y mientras tanto el estrépito endemoniado,
devuelto por el eco de miles de edificios de piedra, proseguía sin cesar, como una lluvia
tropical. Crac—crac, ratatá—ratatá, brum; el estrépito se reducía en ocasiones a unos pocos
disparos, y crecía a veces hasta formar una descarga ensordecedora, pero no se interrumpía
nunca durante el día, y con la aurora comenzaba otra vez.
Al principio resultó muy difícil descubrir qué demonios ocurría, quién luchaba contra
quién y quién iba ganando. La gente de Barcelona está acostumbrada a las luchas callejeras y
tan familiarizada con la geografía política local que sabe, por una suerte de instinto, qué calle
y qué edificios dominará cada partido. Un extranjero se encuentra en insuperable desventaja.
Mirando desde el observatorio, era evidente que las Ramblas, una de las principales arterias
de la ciudad, trazaban una línea divisoria. A la derecha, los barrios obreros eran
decididamente anarquistas; a la izquierda, en las tortuosas callejuelas, se desarrollaba una
lucha confusa, pero en esa zona eran el PSUC y la Guardia Civil quienes ejercían más o
menos el control. En la parte alta de las Ramblas, alrededor de la Plaza de Cataluña, la
situación era tan complicada que habría resultado incomprensible si cada edificio no hubiera
ostentado la bandera del bando correspondiente. Allí el principal emplazamiento era el hotel
Colón, cuartel general del PSUC, que dominaba toda la plaza. En una ventana próxima a la
penúltima letra O del gigantesco letrero «Hotel Colón» que cruzaba la fachada, tenían una
ametralladora que podía barrer la plaza con mortífera eficacia. Cien metros a nuestra derecha,
Ramblas abajo, la JSU, la liga juvenil del PSUC (correspondiente a la Liga Juvenil
Comunista en Inglaterra), dominaba unos importantes almacenes cuyas vidrieras laterales,
protegidas por sacos de arena, quedaban frente a nuestro observatorio. Habían arriado la
bandera roja para izar el estandarte nacional catalán. Sobre la Central Telefónica, punto de
partida de todos los disturbios, la bandera catalana y la anarquista flameaban una al lado de la
otra. Allí se había llegado a alguna clase de arreglo transitorio, la Central funcionaba
normalmente y no se hacían disparos desde el edificio.
En nuestra zona todo estaba extrañamente tranquilo: En el Café Moka los guardias
civiles habían bajado las persianas metálicas y apilado los muebles en forma de barricada.
Más tarde, media docena de ellos se subieron al terrado, frente a nosotros, y construyeron otra
barricada con colchones sobre la cual colgaron la bandera nacional catalana. Era evidente que
no deseaban provocar una refriega. Kopp había llegado a un acuerdo definitivo: si no
disparaban contra nosotros, tampoco lo haríamos contra ellos. Para entonces, Kopp había
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conseguido establecer una relación bastante cordial con los guardias civiles, a los que había
ido visitando con cierta frecuencia en el Café Moka. Naturalmente, éstos se habían apoderado
de toda la bebida del café y le regalaron quince botellas de cerveza. A cambio, Kopp llegó a
darles uno de nuestros fusiles para compensarles el que habían perdido el día anterior. En
cualquier caso, resultaba extraño estar sentado en esa azotea. A veces simplemente me sentía
aburrido de todo, no prestaba atención al estrépito endemoniado y me pasaba horas leyendo
una serie de libros de la colección Penguin que, por suerte, había comprado pocos días antes;
había ocasiones en que tenía plena conciencia de los hombres armados que me observaban a
unos cincuenta metros. En cierto sentido, era como encontrarse otra vez en las trincheras.
Varias veces me sorprendí llamando «los fascistas» a los guardias civiles. Por lo general,
éramos seis allí arriba. Poníamos a un hombre de guardia en cada una de las torres, y los
demás nos sentábamos más abajo, sobre un tejado de plomo, donde una cornisa de piedra nos
servía de protección. Sabía muy bien que, en cualquier momento, los guardias civiles podían
recibir órdenes telefónicas de abrir fuego. Habían prometido avisarnos antes de hacerlo, pero
no existía la certeza de que cumplieran su palabra. Sin embargo, sólo una vez pareció que las
cosas se pondrían feas. Uno de los guardias civiles se arrodilló y comenzó a disparar por
encima de la barricada. Yo estaba de guardia en el observatorio en ese momento. Le apunté
con el fusil y le grité:
—¡Eh! ¡No tires contra nosotros!
—¿Qué?
—¡No dispares o nosotros también lo haremos!
—¡No, no! No disparaba contra vosotros. ¡Mira allá abajo!
Indicó con el fusil la travesía que había después de nuestro edificio. Efectivamente, un
chico de mono azul, armado con un fusil, doblaba la esquina a toda prisa. Era evidente que
acababa de hacer un disparo contra los guardias civiles que estaban en el terrado.
—Tiraba contra él. Él lo hizo primero —creo que era cierto—. No queremos disparar
contra vosotros. Somos sólo trabajadores, igual que vosotros.
Hizo el saludo antifascista, que yo devolví. Le grité:
—¿Os queda algo de cerveza?
—No, se acabó toda.
Ese mismo día, sin motivo aparente, un individuo situado en el edificio de la JSU,
más abajo, alzó de pronto el fusil y me disparó un tiro en el momento en que me asomaba por
la ventana. Quizá le parecí un blanco tentador. Yo no respondí. Aunque estaba a sólo cien
metros, su puntería fue tan mala que la bala ni siquiera pegó en el tejado del observatorio.
Como de costumbre, la pésima puntería española me había salvado. Desde ese mismo edificio
me hicieron varios disparos más.
El endiablado estrépito proseguía. Pero, por lo que podía ver, y por lo que oía, la lucha
era defensiva en ambos bandos. La gente se limitaba a permanecer en sus edificios o detrás de
sus barricadas y a disparar contra los que estaban al otro lado. A unos ochocientos metros de
nuestra posición había una calle donde algunas de las principales sedes de la CNT y de la
UGT estaban emplazadas casi unas enfrente de las otras; el ruido procedente de esa dirección
era terrorífico. Pasé por esa calle al día siguiente del cese de la lucha: los vidrios de los
negocios parecían cribas. (La mayoría de los comerciantes de Barcelona habían pegado tiras
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de papel cruzadas sobre los cristales de los escaparates, de modo que cuando una bala daba en
ellos no los destrozaba completamente.) A veces el tableteo de las ametralladoras se
combinaba con el estallido de las granadas. A intervalos muy prolongados —quizá una
docena de veces en total—, se oían tremendas explosiones que en ese momento no pude
explicarme; parecían bombas de aviación, pero eso era imposible, puesto que por allí no se
divisaban aviones. Más tarde me dijeron que algunos agentes provocadores hacían estallar
grandes cantidades de explosivos a fin de aumentar el ruido y el pánico. Con todo, no hubo
fuego de artillería. Yo me mantenía atento; silos cañones comenzaban a disparar, significaría
que las cosas se ponían serias. (La artillería constituye un factor decisivo en la lucha
callejera.) Posteriormente, los periódicos publicaron noticias absurdas sobre baterías de
cañones que disparaban en las calles, pero ninguno pudo mencionar un edificio dañado por
uno de esos proyectiles. En cualquier caso, el estruendo de un cañón resulta inconfundible, si
uno está acostumbrado a él.
Casi desde el comienzo escasearon los alimentos. Con grandes dificultades y al abrigo
de la oscuridad (pues los guardias civiles tenían siempre tiradores apostados en las Ramblas),
se llevaba comida desde el hotel Falcón para los quince o veinte milicianos de la sede central
del POUM. Casi no alcanzaba y todos tratábamos de llegar hasta el hotel Continental para
comer. El Continental, que había sido «colectivizado» por la Generalitat y no, como la
mayoría de los hoteles, por la CNT o la UGT, se consideraba terreno neutral. En cuanto
comenzó la lucha, el hotel quedó atestado de la más increíble colección de individuos. Había
periodistas extranjeros, sospechosos políticos de todas las tendencias, un aviador
norteamericano al servicio del gobierno, varios agentes comunistas, un obeso ruso de aspecto
siniestro, a quien se suponía agente de la GPU, conocido por el sobrenombre de Charlie Chan
y que llevaba sujetos al cinturón un revólver y una pequeña granada, algunas familias
españolas acomodadas que parecían simpatizar con los fascistas, dos o tres heridos de la
Columna Internacional, un grupo de camioneros, a quienes los disturbios habían impedido
llegar a Francia con un cargamento de naranjas, y varios oficiales. del Ejército Popular. El
Ejército Popular, como cuerpo, permaneció neutral durante toda la lucha, si bien algunos
soldados se escaparon de los cuarteles e intervinieron individualmente; el martes por la
mañana vi a dos de ellos en las barricadas del POUM. Al comienzo, antes de que la escasez
de alimentos se agudizara y los periódicos empezaran a avivar el odio, hubo una tendencia a
tomar todo a broma. Acontecimientos de este tipo ocurren todos los años en Barcelona, decía
la gente. Giorgio Tioli, un periodista italiano, gran amigo nuestro, entró con los pantalones
empapados de sangre. Había salido para ver qué ocurría, se puso a vendar a un hombre herido
que yacía en la acera, cuando alguien le arrojó «jugando» una granada, sin herirlo
afortunadamente de gravedad. Recuerdo su comentario de que sería conveniente numerar las
piedras de las calles de Barcelona y ahorrar así mucho trabajo en la construcción y demolición
de las barricadas. Recuerdo también a dos hombres de la Columna Internacional, sentados en
mi habitación cuando yo llegué cansado, sucio y hambriento al cabo de una noche de guardia.
Su actitud fue por completo neutral. De haber sido buenos miembros del partido, supongo
que me hubieran instado a cambiar de bando o tal vez quitado las granadas que me abultaban
en los bolsillos; en vez de esto, se limitaron a expresar su pesar al saber que debía pasar mi
permiso haciendo guardia en un terrado. La actitud general era: «Esto no es más que una riña
entre los anarquistas y la policía; no significa nada». A pesar de la intensidad de la lucha y el
número de bajas creo que estaba más cerca de la verdad que la versión oficial que describía lo
ocurrido como un levantamiento planeado.
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Hacia el miércoles (5 de mayo) las cosas comenzaron a cambiar. Las calles desiertas
ofrecían un aspecto siniestro. Unos pocos transeúntes, obligados a salir por algún motivo, se
deslizaban de un lado a Otro agitando pañuelos blancos. En un lugar a media altura de las
Ramblas y a salvo de las balas, algunos hombres voceaban los periódicos en la calle vacía. El
martes, el periódico anarquista Solidaridad Obrera describía el ataque policial contra la
Central Telefónica como una «monstruosa provocación» (o algo similar), pero el miércoles
cambió de tono y comenzó a pedir que se retornara al trabajo. Los líderes anarquistas
transmitieron por radio el mismo mensaje. Las oficinas de La Batalla —el periódico del
POUM—, que carecían de defensa, habían sido atacadas y ocupadas por los guardias civiles
casi al mismo tiempo que la Central Telefónica, pero el periódico seguía imprimiéndose en
otro local. En los pocos ejemplares distribuidos se instaba a permanecer en las barricadas. La
gente no sabía qué pensar y se preguntaba cómo terminaría todo. Creo que nadie abandonó las
barricadas, pero todos estaban hartos de esa lucha carente de sentido. Nadie deseaba que se
convirtiera en una verdadera guerra civil que habría podido significar la derrota frente a
Franco. Este temor encontraba expresión en todos los sectores. Podía deducirse de los
comentarios oídos que las filas de la CNT deseaban, igual que al comienzo, sólo dos cosas: la
devolución de la Central Telefónica y el desarme de los odiados guardias civiles. Si la
Generalitat hubiera prometido ambas cosas, y también poner fin al mercado negro de
alimentos, las barricadas habrían desaparecido en un par de horas. Pero era obvio que la
Generalitat no estaba dispuesta a ceder. Comenzaron a circular desagradables rumores. Se
decía que el gobierno de Valencia enviaba seis mil hombres para ocupar Barcelona y que
cinco mil milicianos anarquistas y del POUM habían abandonado el frente de Aragón para
plantarles cara. Sólo el primero de esos rumores era cierto. Desde la torre del observatorio
vimos las fórmas chatas y grises de los barcos de guerra aproximándose al puerto. Douglas
Moyle, que había sido marino, afirmó que parecían destructores británicos. Eran ciertamente
destructores británicos, pero esto lo supimos más tarde.
Esa noche oímos decir que en la Plaza de España cuatrocientos guardias civiles se
habían rendido y entregado sus armas a los anarquistas; también se filtraban algunas noticias,
bastante vagas, en el sentido de que en los suburbios (principalmente en los barrios obreros)
la CNT conservaba el control. Parecía que estábamos ganando. Pero esa misma noche Kopp
envió a por mí y, con el rostro grave, me dijo que, según una información recién recibida, el
gobierno se disponía a ilegalizar al POUM y a declarar el estado de guerra. La noticia me
produjo una gran conmoción. Era el primer indicio que tenía de la interpretación que más
tarde se daría a estos sucesos. Comprendí vagamente que, cuando la lucha concluyera, el
POUM, que era el partido más débil y, por ende, el chivo expiatorio más propicio, cargaría
con toda la culpa. Entretanto, nuestra neutralidad local había concluido. Si el gobierno nos
declaraba la guerra no teníamos otra alternativa que defendernos y en la sede central
estábamos seguros de que los guardias civiles del café vecino recibirían órdenes de atacarnos.
Nuestra única salida consistía en atacarlos primero. Kopp aguardaba órdenes telefónicas. Si
nos acababan de confirmar que el POUM realmente había sido proscrito, debíamos
prepararnos de inmediato para apoderarnos del Café Moka.
Recuerdo la larga noche de pesadilla que pasamos fortificando el edificio.
Bloqueamos las persianas de la puerta de entrada y detrás de ellas levantamos una barricada
con las losas sobrantes de unas reformas hechas. Pasamos revista a nuestra reserva de armas.
Incluyendo los seis que se utilizaban en la azotea del Poliorama, teníamos veintiún fusiles
(uno de ellos defectuoso), cincuenta cargas para cada fusil, unas docenas de granadas y
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algunos revólveres y pistolas.
Doce hombres, en su mayoría alemanes, se ofrecieron para el ataque al Café Moka.
Naturalmente, atacaríamos desde la azotea y poco antes del amanecer, para tomarlos por
sorpresa; ellos nos superaban en número, pero a nosotros nos animaba la firme decisión de
luchar. Sin duda, podríamos apoderarnos del local, pero a costa de algunas bajas. Carecíamos
de alimentos en el edificio, fuera de unas pocas tabletas de chocolate, y corría el rumor de que
«ellos» se disponían a cortar el agua. (Nadie sabía quiénes eran «ellos». Podía ser el gobierno,
que controlaba el sistema de abastecimiento de aguas, o la CNT; nadie lo sabía.) Decidimos
llenar los lavabos de los baños, cuanto balde pudimos conseguir y hasta las quince botellas de
cerveza, ahora vacías, que los guardias civiles obsequiaron a Kopp.
Estaba muy bajo de ánimos y agotado después de pasar sesenta horas casi sin dormir.
Ya era noche avanzada. Detrás de la barricada de losas, en la planta baja, el suelo estaba
cubierto de gente dormida. En el primer piso había un sofá en una pequeña habitación que
pensábamos utilizar como enfermería, aunque, por supuesto, descubrimos que no teníamos ni
siquiera vendas. Me eché en el sofá, con la sensación de que necesitaba una media hora de
descanso antes del ataque al «Moka», en el transcurso del cual probablemente me matarían.
Recuerdo la gran molestia que me producía la pistola, sujeta al cinturón e incrustada en los
riñones. Lo próximo que recuerdo es que me desperté sobresaltado y vi a mi esposa de pie
junto a mí. Me dijo que había acudido a ofrecerse como enfermera y que le había dado pena
despertarme. Ya era pleno día, el gobierno no había declarado la guerra al POUM, el agua
seguía fluyendo por los grifos y, salvo algunos disparos esporádicos en las calles, todo estaba
tranquilo.
Esa tarde hubo una especie de armisticio. Los disparos cesaron y, con sorprendente
rapidez, las calles se llenaron de gente. Unos pocos negocios comenzaron a levantar sus
persianas, y el mercado se abarrotó de una enorme muchedumbre que clamaba por comida,
aunque los puestos estaban casi vacíos. Con todo, destacaba que los tranvías todavía no
circulaban. Los guardias civiles seguían detrás de sus barricadas en el Café Moka. Los
edificios fortificados no fueron evacuados por ninguno de los dos bandos. En todos los
sectores se escuchaban las mismas preguntas ansiosas: «¿Crees que ya se acabó? ¿Crees que
volverá a empezar?». Ahora se hablaba de la lucha como de una especie de calamidad natural,
similar a un huracán o a un terremoto, que nos agobiaba a todos por igual y que no podíamos
detener. Casi de inmediato —supongo que en realidad hubo varias horas de tregua, pero nos
parecieron unos pocos minutos— un súbito estrépito de un fusil, como un trueno de verano,
nos hizo correr a todos; las persianas metálicas volvieron a caer, las calles se vaciaron como
por arte de magia, las barricadas se llenaron, y «aquello» volvía a empezar.
Regresé asqueado y furioso a mi puesto sobre la azotea. Al participar en
acontecimientos como ésos supongo que, en una pequeña medida, se está haciendo historia, y
uno debería sentirse personaje histórico por derecho propio. Sin embargo, no ocurre así
porque en tales momentos los detalles físicos siempre pesan más. Durante toda la lucha,
nunca pude hacer el «análisis» correcto de la situación que los periodistas esbozaban con
tanta facilidad a cientos de kilómetros de distancia. Lo que me preocupaba esencialmente no
era lo justo y lo injusto de esa refriega intestina, sino simplemente la incomodidad y el
aburrimiento de estar sentado día y noche en esa azotea insoportable, y el hambre que
aumentaba cada vez más, pues ninguno de nosotros había tenido una comida decente desde el
lunes. Todo el tiempo me acosaba la idea de que tendría que regresar al frente en cuanto este
asunto terminara. Era indignante. Después de ciento quince días en el frente había regresado a
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Barcelona hambriento de un poco de descanso y comodidad y, en su lugar, debía pasarme el
permiso sentado en un terrado frente a guardias civiles tan aburridos como yo, que me
saludaban con la mano y me aseguraban que eran «obreros» (querían decir que confiaban en
que yo no abriría fuego contra ellos), pero que sin duda dispararían contra mí si recibían
órdenes de hacerlo. Si eso era historia, yo no me sentía con ánimos de vivirla. Se parecía más
a los malos momentos pasados en el frente, cuando por falta de hombres debían hacerse horas
extra de guardia. En lugar de sentirse heroico, uno permanece en su puesto, aburrido,
cayéndose de sueño y totalmente indiferente a lo que sucede.
Dentro del hotel, entre la muchedumbre heterogénea que, en su mayor parte, no se
había animado a asomar la nariz, se había generado una horrible atmósfera de sospechas.
Varios individuos se contagiaron de la manía de espiar y vagaban por allí susurrando que
todos los demás eran espías de los comunistas, o de los trotskistas, o de los anarquistas. El
obeso agente ruso acorralaba por turno a los refugiados extranjeros y les explicaba, de manera
plausible, que el conflicto se debía a un complot anarquista. Lo observé con cierto interés,
pues era la primera vez que veía a una persona cuya profesión consistía en mentir
(excluyendo, claro está, a los periodistas). Había algo repulsivo en esta parodia de la vida de
un hotel elegante que proseguía detrás de ventanas cerradas y del tableteo de los fusiles. El
comedor de delante había sido abandonado después de que una bala atravesara la ventana y
astillara una columna; los huéspedes se amontonaban en una oscura habitación posterior,
donde nunca había bastantes mesas. El número de camareros había disminuido —algunos
eran miembros de la CNT y se habían solidarizado con la huelga general— y, por el
momento, se habían deshecho de las camisas almidonadas, pero las comidas seguían
sirviéndose con cierta pretensión ceremoniosa, aunque, prácticamente, no había nada que
comer. Ese jueves a la noche, el plato principal de la cena fue una sardina para cada
comensal. El hotel carecía de pan desde hacía varios días, e incluso el vino escaseaba tanto
que bebíamos vinos cada vez más añejos a precios cada vez más altos. Esta escasez de
comida prosiguió aun después de terminada la lucha. Recuerdo que, durante tres días
seguidos, mi esposa y yo desayunamos un pequeño trozo de queso de cabra, sin nada de pan y
sin nada para beber. Abundaban, en cambio, las naranjas. Los camioneros franceses llevaron
al hotel grandes cantidades de su cargamento. Eran un grupo de aspecto rudo, e iban
acompañados por algunas deslumbrantes muchachas españolas y por un enorme mozo de
cuerda con una blusa negra. En cualquier otra ocasión, un gerente de hotel—puntillosos como
son— hubiera hecho todo lo posible para que se sintieran incómodos, incluso les habría
negado la entrada, pero en esas circunstancias fueron aceptados porque, a diferencia de los
demás, contaban con una provisión privada de pan que todos trataban de hacer suya.
Pasé una noche más en la azotea. Al día siguiente pareció que la lucha llegaba a su fin.
No creo que ese día, el viernes, se produjeran muchos tiroteos. Nadie sabía con certeza si las
tropas de Valencia realmente se acercaban; llegaron aquella misma noche. El gobierno
propalaba por radio mensajes semitranquilizadores, semiamenazantes, pidiendo a la gente que
regresara a sus hogares y afirmando que, después de una cierta hora, todo aquel que portara
armas sería arrestado. Nadie prestaba demasiada atención a los mensajes gubernamentales,
pero por todas partes los hombres comenzaban a abandonar las barricadas. No dudo de que el
factor determinante de esa actitud fuera la escasez de comida. En todas partes se oía el mismo
comentario: «No tenemos más comida, debemos regresar al trabajo». Los guardias civiles, en
cambio, que tenían aseguradas sus raciones mientras hubiera alimentos en la ciudad, podían
permanecer en sus puestos. Por la tarde, la ciudad ofrecía un aspecto casi normal, aunque las
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barricadas continuaban intactas; las Ramblas se llenaron de transeúntes, casi todas las tiendas
abrieron y, hecho muy tranquilizador, los tranvías, tanto tiempo inmovilizados, volvieron a la
vida y comenzaron a recorrer las calles. Los guardias civiles seguían en el Café Moka sin
deshacer sus barricadas, pero algunos sacaron sillas y se sentaron en la acera con el fusil sobre
las rodillas. Le guiñé un ojo a uno de ellos al pasar y recibí una sonrisa no del todo hostil; me
reconoció, desde luego. En la Central Telefónica habían arriado la bandera anarquista y sólo
flameaba el estandarte catalán. Ello significaba la derrota definitiva de los trabajadores; sin
embargo, debido a mi ignorancia política, no comprendí con toda la claridad debida que
cuando el gobierno se sintiera más seguro habría represalias. En ese momento tampoco me
interesaba este aspecto de las cosas. Sólo sentía un profundo alivio ante el hecho de que el
endemoniado estrépito de los disparos hubiera cesado. Deseaba poder comprar algo de
comida y gozar de algún descanso y paz antes de regresar al frente.
Sería a última hora de la tarde cuando los soldados de Valencia hicieron su aparición
en las calles de Barcelona, ya bien entrada la noche. Eran integrantes de la Guardia de Asalto,
una formación similar a los guardias civiles y a los carabineros (es decir, destinada en primer
término a tareas policiales), y tropas selectas de la República. De repente, surgieron de la
nada como setas; estaban por todas partes, patrullando las calles en grupos de diez. Eran altos,
de uniformes grises o azules y con largos fusiles colgados al hombro y una metralleta por
cada grupo. Entretanto, quedaba una delicada tarea por realizar. Los seis fusiles que habíamos
utilizado para hacer guardia en la torre del observatorio seguían allí y, de una manera o de
otra, teníamos que llevarlos al edificio del POUM. Se trataba tan sólo de cruzar la calle con
ellos. Formaban parte del arsenal propio del edificio, pero sacarlos significaba contravenir la
orden del gobierno. Si nos sorprendían nos arrestarían sin ninguna duda y, lo que era peor,
nos confiscarían las armas. Con sólo veintiún fusiles en el edificio, no podíamos perder seis.
Después de muchas discusiones acerca del método más conveniente, un joven español
pelirrojo y yo comenzamos a acarrearlos. Resultaba bastante fácil esquivar las patrullas de la
Guardia de Asalto; el peligro radicaba en los guardias civiles del Café Moka, quienes sabían
muy bien que teníamos fusiles en el observatorio y podían delatarnos si nos veían cruzar con
ellos. El joven español y yo nos desvestimos parcialmente y nos colgamos un fusil del
hombro izquierdo, con la culata en la axila y el cañón metido en los pantalones. Por
desgracia, eran máusers largos; ni un hombre alto como yo puede llevar sin molestias
semejante arma en la pernera del pantalón. Resultaba muy incómodo descender por la
enroscada escalera del observatorio con una pierna totalmente rígida. Una vez en la calle,
descubrimos que solamente podíamos avanzar caminando con tan extrema lentitud que no
hiciera falta doblar las rodillas. Frente al cine había un grupo de gente que me observó con
gran interés mientras me arrastraba a paso de tortuga. Muchas veces me pregunté a qué
atribuirían mi extraña manera de andar. Herido en la guerra, pensarían. En cualquier caso,
todos los fusiles pudieron ser trasladados sin incidentes.
Al día siguiente, los guardias de asalto estaban en todas partes en actitud de
conquistadores. No cabía duda de que el gobierno hacía un despliegue de fuerza a fin de
acobardar a una población que evidentemente no ofrecería resistencia. Si hubiera temido la
posibilidad de nuevas luchas, habría mantenido a los guardias de asalto en los cuarteles, en
lugar de desparramarnos en pequeños grupos por toda la ciudad. Sin duda, exhibía tropas
espléndidas, las mejores que yo había visto en España y, aunque en cierto sentido eran «el
enemigo», no pude dejar de sentir agrado y cierta sorpresa al verlas marchar. Estaba
acostumbrado a la milicia andrajosa y apenas armada del frente de Aragón, y no sabía que la
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República contara con tropas como ésas, formadas por hombres físicamente excepcionales y
provistas de armas que me dejaron atónito. Todos portaban fusiles flamantes, del tipo
conocido como «fusil ruso» (enviados a España desde la URSS, pero fabricados, según creo,
en Estados Unidos). Pude examinar uno de ellos. Estaba lejos de ser perfecto, pero era
increiblemente mejor que los antiquísimos trabucos que teníamos en el frente. Disponían,
además, de una pistola automática cada uno y de una metralleta por cada diez hombres; en el
frente había aproximadamente una ametralladora por cada cincuenta hombres, y pistolas y
revólveres sólo podían conseguirse por medios ilegales. (En realidad, aunque no lo había
observado hasta ese momento, lo mismo ocurría en todas partes.) Los guardias civiles y los
carabineros, que no estaban destinados para nada al frente, tenían mejores armas y mejores
ropas que nosotros. Sospecho que lo mismo acontece en todas las guerras: siempre hay
idéntico contraste entre la reluciente policía de la retaguardia y los andrajosos soldados de las
trincheras. Por lo general, los guardias de asalto de Valencia comenzaron a llevarse bien con
la población transcurridos uno o dos días desde su llegada. El primer día hubo algunas
enganchadas porque, obedeciendo órdenes, según supongo, actuaron de forma provocativa.
Algunos grupos asaltaban tranvías, registraban a los pasajeros y, si llevaban en su bolsillo un
carnet de la CNT luego se lo rompían y pisoteaban. Esto provocó enfrentamientos con
anarquistas armados y una o dos personas murieron. Muy pronto, sin embargo, los guardias
de asalto abandonaron su aire de conquistadores y las relaciones se tornaron más cordiales.
Observé que muchos de ellos consiguieron una amiga al cabo de pocos días.
Los sucesos de Barcelona dieron al gobierno de Valencia la tan ansiada excusa para
asumir un mayor control de Cataluña. Las milicias de trabajadores debían ser dispersadas y
redistribuidas en el Ejército Popular. La bandera española republicana flameaba en toda
Barcelona —era la primera vez que la veía, creo, excepto la que vi colgada en una trinchera
fascista—. En los barrios obreros se procedía a demoler las barricadas por partes, pues es
mucho más fácil construirlas que volver a poner las piedras en su lugar. Frente a los edificios
del PSUC, por el contrario, se permitió que muchas de ellas Se mantuvieran incluso hasta
junio. Los guardias civiles continuaban ocupando posiciones estratégicas.
En los baluartes de la CNT se confiscaron grandes cantidades de armas, aunque no
cabe duda de que muchas fueron puestas a salvo a tiempo. La Batalla seguía apareciendo,
pero fue censurada hasta que la primera plana quedó casi del todo en blanco. Los periódicos
del PSUC no estaban sometidos a la censura, y mediante artículos incendiarios exigían la
supresión del POUM alegando que era una organización fascista enmascarada. Los agentes
del PSUC colocaron en toda la ciudad un mural que representaba al POUM como una figura
que al quitarse la máscara que ostentaba la hoz y el martillo descubría un rostro horrendo
marcado con la cruz gamada. Evidentemente, la versión oficial de la lucha en Barcelona ya
estaba decidida: sería un levantamiento de la «quinta columna» fascista, provocado por el
POUM.
En el hotel, la atmósfera de sospecha y hostilidad había empeorado con el cese de la
lucha. Frente a las acusaciones que se hacían por todas partes, resultaba imposible mantenerse
neutral. El correo volvía a funcionar, comenzaron a llegar periódicos comunistas extranjeros,
y sus relatos de la lucha no sólo eran violentamente parciales sino, desde luego,
increíblemente inexactos. Creo que algunos de los comunistas locales, testigos de los sucesos,
se sintieron avergonzados ante la interpretación que se daba de los acontecimientos, pero,
naturalmente, se mantuvieron fieles a su partido. Nuestro amigo comunista volvió a
acercárseme y me preguntó si no deseaba pasar a la Columna Internacional. Me cogió más
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bien por sorpresa.
—Vuestros periódicos dicen que soy un fascista —le dije—. Sin duda, debo de ser un
sospechoso político, viniendo del POUM.
—Oh, eso no importa. Al fin de cuentas, tú sólo cumples órdenes.
Tuve que decirle que, después de lo ocurrido, no podía ingresar en ninguna unidad
controlada por los comunistas. Tarde o temprano, eso podía llevarme a ser utilizado contra la
clase obrera española. No podía saberse cuándo volvería a repetirse una situación similar y, si
tenía que usar un fusil, prefería hacerlo al lado de la clase trabajadora y no contra ella. Su
reacción fue bastante correcta; pero desde ese momento toda la atmósfera cambió. Ya no se
podía, como antes, discutir amistosamente y tomar una copa con un hombre a quien se
suponía oponente político. Hubo algunos altercados muy desagradables en el vestíbulo del
hotel. Mientras tanto, las cárceles se habían vuelto a llenar a rebosar. Al concluir la lucha, los
anarquistas liberaron a los prisioneros en su poder, pero los guardias civiles no hicieron lo
mismo. La mayor parte de estos prisioneros fueron encarcelados sin juicio, en muchos casos
durante meses. Como de costumbre, gente totalmente ajena a los hechos fue arrestada debido
a la chapucería policial. Dije antes que Douglas Thompson había sido herido a principios de
abril. Luego perdió el contacto conmigo, como solía ocurrir cuando un hombre recibía una
herida, pues frecuentemente los heridos eran trasladados de un hospital a otro. Se encontraba
en un hospital de Tarragona y fue enviado de regreso a Barcelona la semana en que
comenzaron los enfrentamientos. El martes a la mañana lo encontré en la calle, bastante
desconcertado por el tiroteo. Me hizo la pregunta que todo el mundo hacía en esos días:
—¿Qué demonios pasa?
Le di la mejor explicación que pude. Thompson me dijo sin demora:
—Yo me voy a mantener al margen de todo esto. Mi brazo sigue mal. Me vuelvo al
hotel y me quedaré allí.
Regresó a su hotel pero, por desgracia (¡qué importante es en la lucha callejera el
conocimiento de la topografía local!), el hotel estaba en una zona de la ciudad controlada por
los guardias civiles. El lugar fue asaltado, Thompson cayó prisionero y debió pasar ocho días
en una celda tan llena de gente que nadie tenía sitio para acostarse. Hubo numerosos casos
similares. Extranjeros con historiales políticos dudosos habían huido, con la policía
pisándoles los talones y con el temor constante a una denuncia. La situación era peor para los
italianos y los alemanes, que no tenían pasaportes y a muchos de los cuales buscaba la policía
secreta de sus propios países. Si los arrestaban, probablemente los deportarían a Francia, lo
que podía significar el retorno a Italia o a Alemania, donde Dios sabe qué horrores les
aguardaban. Algunas mujeres extranjeras se apresuraron a regularizar su situación
«casándose» con españoles. Una joven alemana que carecía de documentación logró esquivar
a la policía haciéndose pasar durante varios días por la amante de un español. Recuerdo la
expresión de vergüenza y aflicción de la pobre muchacha cuando accidentalmente me
encontré con ella en el momento en que salía del dormitorio de ese hombre. No era su
amante, pero sin duda creyó que yo lo pensaba. Permanentemente se tenía la estremecedora
sensación de que uno podía ser denunciado a la policía secreta por quien hasta ese momento
había sido un amigo.
La larga pesadilla de la lucha, el estrépito, la falta de comida y de sueño, la mezcla de
tensión y aburrimiento de las largas horas pasadas en la azotea, preguntándome si al minuto
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siguiente recibiría un balazo o me vería obligado a disparar contra alguien, me habían
destrozado los nervios. Mi estado era tal que, cada vez que la puerta se cerraba con violencia,
inmediatamente echaba mano de la pistola. El sábado por la mañana se oyó una serie de
disparos y todo el mundo gritó: «¡Ya empieza otra vez!». Corrí a la calle y descubrí que unos
guardias de asalto disparaban contra un perro rabioso. Nadie que haya vivido en Barcelona
entonces o en los meses posteriores olvidará la agobiante atmósfera creada por el miedo, la
sospecha, el odio, la censura periodística, las cárceles abarrotadas, las enormes colas para
conseguir alimentos y las patrullas de hombres armados.
He tratado de dar una idea aproximada de lo que se sentía estando en medio de las
luchas de Barcelona; pero no creo haber logrado transmitir el carácter extraño de aquel
período. Cuando miro hacia atrás, una de las cosas que permanecen nítidas en mi memoria
son los contactos casuales que uno hacía por aquel entonces, las visiones repentinas de los no
combatientes, para quienes todo aquello tan sólo era un alboroto carente de sentido. Recuerdo
a una mujer elegantemente vestida que paseaba por las Ramblas, con una canasta de la
compra bajo el brazo y un lanudo perrito blanco, mientras los disparos se sucedían a una o
dos calles de distancia. Quizá fuera sorda. Y el hombre que agitando un pañuelo blanco en
cada mano atravesó corriendo la Plaza de Cataluña, totalmente vacía. Y el grupo de personas,
todas vestidas de negro, que durante una hora trataron una y otra vez de cruzar la misma
plaza, sin poder lograrlo. Cada vez que emergían de la calle central, las ametralladoras del
PSUC apostadas en el hotel Colón abrían fuego y las obligaban a retroceder, aunque era
evidente que iban desarmadas. Siempre he pensado que formaban parte de un cortejo fúnebre.
Y el hombrecito que hacia las veces de encargado del museo situado sobre el Poliorama, y
parecía considerar los sucesos como un acontecimiento social. Estaba encantado de que los
ingleses lo visitaran; decía que el inglés era tan simpático. Deseaba que todos volviéramos
cuando la lucha hubiera terminado; y yo, de hecho, volví a visitarlo. Y aquel otro, refugiado
en un portal, que movía complacido la cabeza hacia el infierno de la Plaza de Cataluña y
decía (como quien comenta que la mañana está hermosa): «¡Así que tenemos otro 19 de
julio!». Y los dependientes de la zapatería donde me estaban haciendo unas botas. Fui allí
antes de la lucha, cuando todo acabó y, por breves minutos, durante la tregua del 5 de mayo.
Pertenecían a la UGT o quizá eran miembros del PSUC; de cualquier modo, políticamente
estaban en el otro bando y sabían que yo servía en una milicia del POUM. No obstante, su
actitud fue del todo indiferente, y se expresaban con palabras como éstas: «Es una pena todo
esto, ¿no es cierto? Y tan malo para los negocios. ¡Qué lástima que no termine! ¡Como si no
hubiera bastante lucha en el frente!, etcétera, etcétera». Supongo que hubo gran cantidad de
personas, tal vez la mayor parte de los habitantes de Barcelona, para las que lo ocurrido no
tenía interés alguno o, por lo menos, no más interés que un ataque aéreo.
En este capítulo sólo he descrito mis experiencias personales. En el Apéndice 2 trataré
de abordar lo mejor que pueda cuestiones más generales: lo que realmente ocurrió y con qué
resultados, qué era lo justo y qué lo injusto, y quién el responsable –si lo hubiera—. Se ha
explotado tanto con fines políticos la lucha en Barcelona que resulta importante tratar de tener
una visión equitativa de ella. Lo que se ha escrito sobre el tema alcanza para llenar muchos
libros, pero sus nueve décimas partes —supongo que no exagero al afirmarlo— son falsas.
Casi todos los reportajes periodísticos publicados en esa época fueron realizados por
periodistas alejados de los hechos, y no sólo son inexactos, sino intencionalmente engañosos.
Como de costumbre, sólo se permitió que una versión de lo ocurrido llegara al gran público.
Al igual que cualquier otra persona que estuviera en Barcelona en aquellos momentos, sólo
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vilo que ocurría en mi entorno inmediato, pero vi y oí lo suficiente como para poder
contradecir muchas de las mentiras que han estado circulando.
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Pasados unos tres días de las luchas de Barcelona regresamos al frente. Tras los
enfrentamientos —más concretamente, tras el combate de insultos en la prensa— resultaba
difícil pensar en la guerra tan ingenua e idealistamente como antes. Supongo que nadie pasó
algunas semanas en España sin sentirse algo decepcionado. Recordaba las palabras del
corresponsal con quien conversé durante mi primer día en Barcelona: «Esta guerra, como
cualquier otra, es un fraude». El comentario, hecho en diciembre, me había desagradado
profundamente y entonces no me pareció cierto; en mayo seguía sin parecerme cierto del
todo, pero sí más que antes. Es sabido que toda guerra sufre una especie de degradación
progresiva a medida que pasan los meses, porque cosas tales como la libertad individual y
una prensa veraz no son compatibles con la eficacia militar.
Podíamos ya empezar a hacer conjeturas sobre lo que ocurriría. Era fácil ver que el
gobierno de Caballero caería y sería reemplazado por otro más derechista, sometido a una
influencia comunista aún más fuerte (esto ocurrió una o dos semanas más tarde), que se
empeñaría en terminar con el poder de los sindicatos de una vez para siempre. Para después,
cuando Franco fuera derrotado —aun dejando de lado los enormes problemas planteados por
la reorganización de España—, las perspectivas no eran halagüeñas. Los comentarios
periodísticos acerca de «una guerra librada en defensa de la democracia» eran mero engaño.
Ninguna persona sensata podía suponer que hubiera alguna esperanza de democracia, ni
siquiera como la entendemos en Inglaterra o en Francia, en un país tan dividido y exhausto
como lo sería España al concluir la guerra. Se acabaría imponiendo una dictadura y,
evidentemente, la posibilidad de una dictadura proletaria había pasado. Ello significaba que el
país sería sometido a alguna clase de fascismo. De un fascismo que, sin duda, tendría algún
nombre más agradable y —por tratarse de España— sería más humano y menos eficiente que
las variedades alemana o italiana. Las únicas alternativas parecían ser: o una dictadura
franquista infinitamente peor o que la guerra terminara (siempre era una posibilidad) con una
división de España, ya sea por verdaderas fronteras o por zonas económicas.
Desde cualquier punto de vista, las perspectivas eran deprimentes. Pero ello no
significaba que no fuera mejor luchar con el gobierno contra el fascismo más descarnado y
desarrollado de Franco y Hitler. Cualesquiera que fueran los defectos del gobierno de
posguerra, no cabía duda de que el régimen franquista sería peor. Para los trabajadores
urbanos quizá la situación no cambiase ganara quien ganase, pero España es
fundamentalmente un país agrícola y los campesinos sí se beneficiarían con la victoria del
gobierno. Por lo menos algunas de las tierras confiscadas seguirían estando en sus manos, en
cuyo caso también habría una distribución de la tierra en el territorio que había sido de Franco
y no sería restaurado el virtual servilismo antes existente en algunas partes de España. El
gobierno resultante al final de la guerra sería, por lo menos, anticlerical y antifeudal. Pondría
límites a la Iglesia, aunque fuera temporalmente, modernizaría el país, por ejemplo
construyendo carreteras, y promovería la educación y la salud públicas. Algo se había hecho
ya en tal dirección, hasta en plena guerra. Franco, en cambio, no era sólo un títere de Italia y
Alemania, sino que estaba ligado a los grandes terratenientes feudales y representaba una
rancia reacción clérigo—militar. El Frente Popular podía ser una estafa, pero Franco era un
anacronismo. Sólo los millonarios o los románticos podían desear que triunfara.
Además, allí estaba decidiéndose algo muy importante y que hacía dos años me
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perseguía como una pesadilla: el prestigio internacional del fascismo. Desde 1930 los
fascistas habían obtenido todas las victorias; era hora de que sufrieran una derrota, no
importaba mayormente a manos de quién. Si hacíamos retroceder a Franco y a sus
mercenarios extranjeros hasta el mar, lograríamos mejorar considerablemente la situación
mundial, aun cuando España misma emergiera bajo una dictadura sofocante y con los mejores
hombres en la cárcel. Aunque sólo fuera por eso, valía la pena ganar la guerra.
Tal era la situación en aquel momento. Debo aclarar que ahora mi opinión sobre
Negrín es mucho más favorable que cuando subió al poder. Ha llevado adelante una lucha
difícil con gran valentía y ha demostrado más tolerancia política de lo que se esperaba. No
obstante, sigo creyendo que, a menos que España se divida con consecuencias imprevisibles,
el gobierno de posguerra será de tendencia fascista. Reitero esta opinión corriendo el riesgo
de que el tiempo haga conmigo lo que hace con casi todos los profetas.
Acabábamos de llegar al frente cuando supimos que Bob Smillie, en viaje de regreso a
Inglaterra, había sido arrestado en la frontera, trasladado a Valencia y encarcelado. Smillie
estaba en España desde octubre. Después de haber trabajado durante varios meses en las
oficinas del POUM, se unió a la milicia cuando llegaron los otros miembros del ILP pues
quería luchar unos tres meses en el frente, antes de regresar a Inglaterra para tomar parte en
una gira de propaganda. Pasó algún tiempo antes de que pudiéramos descubrir por qué lo
habían arrestado. Smillie estaba incomunicado, de modo que ni siquiera su abogado podía
verlo. En la práctica jurídica española no hay habeas corpus y un individuo puede estar en la
cárcel durante varios meses sin que se concrete ninguna acusación y mucho menos se lo
juzgue. Por fin supimos, a través de un prisionero liberado, que Smillle había sido arrestado
por «portar armas». Las «armas » eran dos .granadas del rudimentario tipo utilizado al
comienzo de la guerra que, junto con fragmentos de proyectiles y otros recuerdos del frente,
llevaba a Inglaterra para mostrar en sus conferencias. Las granadas ya no tenían ni carga ni
espoleta, y sus cilindros vacíos eran completamente inocuos. Evidentemente, se habían valido
de un pretexto; el arresto se debía a la conocida vinculación de Smillie con el POUM. En
Barcelona la lucha acababa de cesar y las autoridades se mostraban ansiosas por impedir que
salieran de España aquellos que podían contradecir la versión oficial. En consecuencia, era
muy probable que en las fronteras se hicieran nuevos arrestos, con pretextos más o menos
tontos. Posiblemente, la intención sólo fuera, en un principio, retener a Smillie unos pocos
días, pero en España, una vez que se entra en la cárcel, generalmente se permanece allí, con
juicio o sin él.
Seguíamos en Huesca, pero nos habían situado algo más a la derecha, frente al reducto
fascista que habíamos capturado temporalmente unas pocas semanas antes. Yo actuaba como
teniente —supongo que corresponde a subteniente en el ejército británico—, y tenía bajo mi
mando a unos treinta hombres, españoles e ingleses. Habían propuesto mi nombre para un
ascenso oficial de rango; no era seguro que me lo concedieran. Hasta entonces, los oficiales
de la milicia rechazaban los ascensos oficiales, pues éstos significaban pagas superiores y
contradecían las ideas igualitarias de la milicia; pero ahora estaban obligados a aceptarlos.
Benjamín ya había sido ascendido a capitán y Kopp estaba a punto de convertirse en
comandante. Desde luego, el gobierno no podía pasarse sin los oficiales de la milicia, pero no
confirmaba a ninguno de ellos en ningún grado superior al de comandante, probablemente
reservando los cargos más altos para los del ejército regular y los flamantes egresados de la
Escuela de Guerra. A causa de este procedimiento, en nuestra división (y, sin duda, en
muchas otras) se daba el extraño caso de que el jefe de división, los jefes de brigada y los
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jefes de batallón eran todos comandantes.
No ocurría mucho en el frente. La batalla en torno a la carretera de Jaca había
terminado y no se reanudó hasta mediados de junio. En nuestra posición, los tiradores
apostados representaban el principal problema. Las trincheras fascistas estaban situadas a más
de ciento cincuenta metros pero en un terreno más alto, y nos rodeaban por dos lados, porque
nuestra línea formaba un saliente en ángulo. El vértice del ángulo era un punto peligroso; los
tiradores siempre causaban allí muchas bajas. De cuando en cuando, los fascistas nos
disparaban granadas de fusil o algo similar. Causaban un estrépito insoportable que nos
dejaba con los nervios destrozados, pues nos tomaban por sorpresa y no teníamos tiempo de
buscar protección: pero no eran realmente peligrosas. El orificio que dejaban en el terreno no
era más grande que una bañera. Las noches eran agradablemente cálidas, los días muy
calurosos, los mosquitos empezaban a molestar y, a pesar de la ropa limpia traída de
Barcelona, casi de inmediato nos cubrimos de piojos. En los huertos desiertos de la tierra de
nadie las ramas de los cerezos se blanqueaban de flores. Durante dos días hubo lluvias
torrenciales, las trincheras se inundaron y el parapeto se hundió treinta centímetros: después
tuvimos que cavar y extraer la arcilla pegajosa con las pésimas palas españolas que carecían
de mango y se doblaban como si fueran de estaño.
Habían prometido un mortero de trinchera para la .compañía, yo lo esperaba ansioso.
Por la noche patrullábamos como de costumbre, aunque con mayor riesgo, pues las
posiciones fascistas estaban mejor defendidas y sus tropas más alertas: habían desparramado
latas junto a la alambrada y abrían fuego con las ametralladoras en cuanto oían el menor
ruido. Durante el día disparábamos desde la tierra de nadie. Arrastrándose unos cien metros
resultaba posible meterse en una zanja oculta por altos pastos y desde la cual se dominaba una
brecha del parapeto fascista. Habíamos convertido el sitio en un apostadero para tirar. Si se
esperaba el tiempo suficiente, generalmente se acababa por ver una figura vestida de color
caqui que se deslizaba rauda por delante de la abertura. Disparé bastantes veces. Ignoro si herí
a alguien; parece improbable, ya que tiro muy mal con el fusil. Pero resultaba casi divertido,
pues los fascistas no sabían de dónde venían los disparos y yo estaba seguro de acertar— le a
alguno tarde o temprano. Sin embargo, las cosas resultaron justo al revés: un tirador fascista
me hirió. Estaba en el frente desde hacía unos diez días cuando sucedió. La experiencia de
recibir una herida de bala es muy interesante y creo que vale la pena describirla con cierto
detalle.
A las cinco de la mañana me encontraba en el vértice del parapeto. Esa hora siempre
era peligrosa. Teníamos la aurora a nuestras espaldas y si se asomaba la cabeza quedaba
claramente recortada contra el cielo. Estaba hablando con los centinelas antes del cambio de
guardia. De pronto, en mitad de una frase, sentí... es muy difícil describir lo que sentí, aunque
lo recuerdo en forma muy vivida.
Por decirlo de alguna manera, tuve la sensación de encontrarme en el Centro de una
explosión. Hubo como un fuerte estallido y un fogonazo cegador a mi alrededor, y sen— ti un
golpe tremendo, no dolor, sólo una sacudida violenta, como la que produce una descarga
eléctrica. Luego una sensación de absoluta debilidad, de haber sido reducido a nada. Los
sacos de arena frente a mí se alejaron a una distancia inmensa. Supongo que se siente lo
mismo cuando se es alcanzado por un rayo. Supe de inmediato que estaba herido, pero por el
estallido y el fogonazo pensé que se trataba de algún fusil próximo, disparado por accidente.
Todo ocurrió en un espacio de tiempo muy inferior a un segundo. Al instante siguiente se me
doblaron las rodillas y caí hasta dar violentamente con la cabeza contra el suelo. Tenía
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perfecta conciencia de estar malherido, experimentaba una sensación de torpeza y
aturdimiento, pero no sufría ningún dolor tal como se entiende normalmente.
El centinela norteamericano con quien había estado hablando se abalanzó sobre mí:
«Cielos, ¿estás herido?». Otros milicianos se acercaron y se produjo el alboroto habitual.
«¡Levantadlo! ¿Dónde está herido? ¡Abridle la camisa!», etcétera, etcétera. El norteamericano
pidió un cuchillo para cortarme la camisa. Yo sabía que el mío estaba en uno de mis bolsillos
y traté de sacarlo, pero descubrí que tenía el brazo derecho paralizado. La ausencia de dolor
me producía una ligera satisfacción. «Esto sin duda alegrará a mi esposa», pensé (siempre
había deseado que me hirieran, y me salvara así de morir cuando llegara la gran batalla). Justo
en ese momento se me ocurrió preguntarle dónde estaba herido y de qué gravedad; no sentía
nada, pero tenía conciencia de que la bala me había golpeado en alguna parte frontal del
cuerpo. Cuando traté de hablar, comprobé que carecía de voz, sólo proferí un débil quejido,
pero al segundo intento logré preguntar dónde estaba herido. Me dijeron que en la garganta.
Harry Webb, nuestro camillero, trajo vendas y una de las pequeñas botellas de alcohol que
nos daban para curas de urgencia. Cuando me levantaron me salió mucha sangre por la boca,
y a mi espalda oí decir a un español que la bala me había atravesado el cuello. Sentí que el
alcohol, que por lo común arde muchísimo, me bañaba la herida produciéndome una
agradable sensación de frescura.
Volvieron a acostarme mientras alguien buscaba una camilla. En cuanto supe que la
bala me había atravesado limpiamente la garganta di por sentado que no tenía salvación.
Nunca había oído hablar de un hombre o de un animal que sobreviviera a un balazo en el
cuello. La sangre me goteaba por las comisuras de los labios. «La arteria está destrozada»,
pensé. Me pregunté cuánto se dura con la carótida cortada; pocos instantes, seguramente.
Todo se veía muy borroso. Deben de haber pasado unos dos minutos durante los cuales
supuse que estaba muerto. También eso era interesante, es decir, resulta interesante saber qué
clase de pensamientos se tiene en semejante situación. Mi primer pensamiento, bastante
convencional, fue para mi esposa. Luego me asaltó un violento resentimiento por tener que
abandonar este mundo que, a pesar de todo, me gusta. Tuve tiempo de sentir esto de forma
muy vívida. La estúpida mala suerte me enfurecía. ¡Qué absurdo era todo! Morirse no en
medio de una batalla, sino en el mugriento rincón de una trinchera, por culpa de un descuido
de un segundo. Pensé en el hombre que me había disparado, me pregunté si sería español o
extranjero, si sabría que me había herido. No experimentaba rencor alguno contra él. Me dije
que, tratándose de un fascista, lo habría matado de haber podido, pero que si lo hubieran
tomado prisionero y traído ante mí en ese momento me habría limitado a felicitarlo por su
buena puntería. Puede ser que cuando uno se está muriendo realmente se piense de manera
diferente.
Acababan de colocarme en la camilla cuando mi brazo paralizado volvió a la vida y
comenzó a dolerme intensamente. Supuse que se me había fracturado al caer; pero el dolor
me reconfortaba porque sabía que las sensaciones no se tornan más agudas cuando uno se está
muriendo. Empecé a sentirme mejor y compadecí a los cuatro pobres diablos que sudaban y
tropezaban con la camilla sobre los hombros. La ambulancia estaba a dos kilómetros y el
camino era difícil, resbaladizo y lleno de obstáculos. Sabía el esfuerzo que hacían, pues había
ayudado a transportar a un herido un par de días antes. Las hojas plateadas de los álamos que
bordeaban las trincheras me rozaban la cara; pensé que era bueno estar vivo en un mundo
donde crecen álamos plateados. Mientras tanto, el dolor en el brazo se hacia diabólico y me
obligaba a blasfemar, lo cual procuraba evitar, porque con cada blasfemia respiraba hondo y
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se me llenaba de sangre la boca. El médico volvió a vendar la herida, me dio una inyección de
morfina y me despachó para Siétamo. Los hospitales de Siétamo eran barracas de madera,
apresuradamente construidas, donde, por lo general, los heridos sólo permanecían unas pocas
horas antes de seguir camino a Lérida o Barbastro. Yo estaba aletargado por la morfina, casi
no podía moverme, pero el dolor seguía siendo fuerte y tragaba sangre sin cesar. En un rasgo
típico de los métodos hospitalarios españoles, mientras me encontraba en ese estado la
improvisada enfermera trató de hacerme ingerir la comida reglamentaria —una copiosa
comida consistente en sopa, huevos, un guiso grasiento, etcétera— y se mostró sorprendida
cuando me negué. Le dije que deseaba fumar, pero estábamos en uno de los tantos períodos
de escasez de tabaco y nadie tenía un cigarrillo. Al cabo de poco tiempo, dos camaradas que
habían obtenido permiso para abandonar la línea de fuego durante unas pocas horas, se
presentaron ante mi cama.
—¡Hola! ¿Estás vivo, eh? Bien. Queremos tu reloj, tu revólver y tu linterna. Y tu
navaja, si es que tienes una.
Partieron con mis posesiones transportables. Esto siempre ocurría cuando un hombre
resultaba herido. Todo lo que poseía se dividía entre los demás, sin tardanza y con razón,
pues relojes o revólveres eran objetos muy preciados en el frente y, si se quedaban con el
equipo del herido, desaparecían durante el traslado.
Al anochecer habían llegado ya bastantes enfermos y heridos como para llenar varias
ambulancias y nos enviaron a Barbastro. ¡Qué viaje! Solía decirse que en esa guerra podía
salvarse el que recibía un balazo en las extremidades, pero que siempre moría el herido en el
abdomen. Ahora comprendo por qué. Nadie que estuviera expuesto a hemorragias internas
podía sobrevivir a esos kilómetros de bamboleo sobre caminos destrozados por el paso de
grandes camiones y sin reparación alguna desde el comienzo de la guerra. ¡Bang, bum, paff!
Las sacudidas me llevaron de vuelta a mi infancia y a un endemoniado artefacto llamado
Wiggle—Woggle que había en la exposición de White City. Olvidaron atarnos a las camillas.
Me quedaba bastante fuerza en el brazo izquierdo como para sujetarme, pero un pobre diablo
fue arrojado al suelo y sufrió Dios sabe qué agonía. Otro, que podía caminar y estaba sentado
en un rincón de la ambulancia, vomitó durante todo el viaje. El hospital en Barbastro estaba
repleto y las camas se encontraban tan cerca unas de otras que casi se tocaban. A la mañana
siguiente volvieron a cargarnos en un tren—hospital y nos mandaron a Lérida.
Estuve cinco o seis días en Lérida. Era un gran hospital, con enfermos y heridos
civiles y militares, más o menos mezclados. Algunos de los hombres de mi sala tenían heridas
graves. En la cama vecina a la mía un joven de cabello negro tomaba un medicamento que
daba a su orina un color verde esmeralda. Su orinal de cama constituía uno de los
espectáculos de la sala. Un comunista holandés, al enterarse de que había un inglés en el
hospital, se me acercó trayéndome periódicos ingleses y hablándome en mi lengua. Había
resultado gravemente herido en los combates de octubre y se las había ingeniado para
establecerse en el hospital de Lérida y casarse con una de las enfermeras. A causa de las
heridas, una de sus piernas se había encogido tanto que no era más gruesa que mi brazo. Dos
milicianos de permiso, a quienes había conocido durante mi primera semana en el frente,
acudieron al hospital a visitar aun amigo herido y me reconocieron. Eran muchachos de unos
dieciocho años. Permanecieron de pie junto a mi cama, incómodos, buscando qué decir y
luego, para demostrar que lamentaban lo de mi herida, sacaron de súbito todo el tabaco de sus
bolsillos, me lo dieron y desaparecieron antes de que pudiera devolvérselo. ¡Qué gesto tan
español! Más tarde descubrí que no podía conseguirse tabaco en toda la ciudad y que me
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habían dado la ración de una semana.
Al cabo de unos pocos días pude levantarme y caminar con el brazo en cabestrillo; por
alguna razón, me dolía mucho más cuando lo tenía colgando. Sentía, además, un intenso
dolor interno por el daño que me había hecho al caer y me había quedado casi del todo sin
voz, pero nunca tuve un segundo de sufrimiento debido a la herida de la bala. Parece que esto
es bastante corriente. El tremendo impacto de una bala impide toda sensación local; en
cambio, un fragmento de bomba o de granada, que es irregular y a menudo golpea con menos
fuerza, debe de producir un dolor agudísimo. El hospital contaba con un agradable jardín en
el que había un estanque con peces de colores y unos pececillos de color gris oscuro —
albures creo que eran—. Solía sentarme a observarlos durante horas. La manera de hacer las
cosas en Lérida me permitió conocer el funcionamiento del sistema hospitalario del frente de
Aragón; no sé si era igual en los demás frentes. En ciertos aspectos, los hospitales eran muy
buenos. Los médicos eran capaces y no parecía haber escasez de medicinas y equipos. Pero
padecían dos defectos importantísimos, a causa de los cuales murieron cientos o miles de
hombres que podían haberse salvado.
Uno de ellos era el hecho de que los hospitales cercanos al frente eran utilizados como
centros de distribución de heridos. En consecuencia, uno no recibía tratamiento alguno, a
menos que la gravedad de la herida impidiera el traslado. En teoría, la mayoría de los heridos
iban directamente a Barcelona o Tarragona, pero debido a la falta de transporte, a menudo
tardaban una semana o diez días en llegar a destino. Se los tenía rodando por Siétamo,
Barbastro, Monzón, Lérida y otros lugares, sin recibir ningún tratamiento, excepto un
ocasional vendaje limpio. Hombres con heridas atroces o huesos aplastados eran envueltos en
una especie de funda a base de vendas y yeso; en la parte exterior se escribía con lápiz la
descripción de la herida, pues por lo general la funda no se retiraba hasta que el hombre
llegaba a Barcelona o Tarragona, diez días después. Resultaba casi imposible examinar la
herida en esas condiciones; los pocos médicos no daban abasto con el trabajo y se limitaban a
pasar rápidamente junto a cada cama diciendo: «Sí, sí, lo atenderán en Barcelona». Siempre
había rumores de que el tren—hospital partiría hacia Barcelona mañana. El otro defecto
radicaba en la falta de enfermeras competentes. Evidentemente en España no había
suficientes enfermeras con formación, quizá porque antes de la guerra eran las monjas las
encargadas de esas tareas. No tengo quejas de las enfermeras españolas; siempre me trataron
con extrema bondad, pero no cabe duda de que eran sumamente negligentes. Todas sabían
tomar la temperatura, algunas podían hacer un vendaje, y nada más. De esta incompetencia
resultaba que los hombres demasiado enfermos para valerse por si mismos a menudo eran
objeto de un vergonzoso descuido. Las enfermeras dejaban que un paciente estuviera con
diarrea durante una semana, y rara vez lavaban a quienes estaban demasiado débiles como
para hacerlo solos. Recuerdo a un pobre miliciano con un brazo destrozado que me contó que
había estado tres semanas con la cara sucia. Hasta las camas se quedaban a veces sin hacer
durante varios días. La comida, en cambio, era buena en todos los hospitales, quizá
demasiado buena. En España, más que en cualquier otra parte, parecía continuar la costumbre
de atiborrar a los enfermos con pesadas comidas. En Lérida, las comidas eran pantagruélicas.
A las seis de la mañana servían un desayuno a base de sopa, tortilla, guiso, pan, vino blanco y
café; y el almuerzo era aún más abundante —y esto en una época en que la mayor parte de la
población civil padecía carencias alimenticias—. Los españoles parecen no saber lo que es
una dieta liviana. Dan la misma comida a los enfermos que a los sanos, siempre el mismo tipo
de plato abundante, grasiento, empapado en aceite de oliva.
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Una mañana se anunció que los hombres de mi sala partirían ese mismo día hacia
Barcelona. Logré enviar un telegrama a mi esposa, anunciándole mi llegada. Poco después
nos metieron en varios autobuses y nos llevaron a la esta— clon. Cuando el tren ya había
arrancado, el enfermero del hospital que viajaba con nosotros por casualidad nos informó de
que no íbamos a Barcelona, sino a Tarragona. Supongo que el maquinista había cambiado de
idea. «¡Tipicamente español!», pensé. También fue muy español que aceptaran detener el tren
para que yo pudiera enviar otro telegrama, y aún más español, que éste nunca llegara.
Nos colocaron en vagones normales de tercera clase, con asientos de madera, aunque
muchos estaban malheridos y habían dejado la cama por primera vez después de larga
postración. Bien pronto, con el calor y los vaivenes, la mitad de los hombres se encontraba en
un estado de colapso y varios vomitaron sobre el suelo. El enfermero se abrió paso entre las
siluetas cadavéricas desparramadas por todas partes y nos dio de beber con una gran
cantimplora que iba vaciando de boca en boca. Todavía recuerdo el asqueante sabor del agua.
Llegamos a Tarragona al caer el sol. Las vías del tren corren paralelas a la costa y muy cerca
del mar. Cuando nuestro tren entraba en la estación partía otro lleno de tropas de la Columna
Internacional, y en el puente grupos de gente agitaban pañuelos en señal de despedida. Era un
tren muy largo, abarrotado de hombres, con vagones abiertos donde iban cañones de campaña
y en torno de los cuales se apretujaban más soldados. Recuerdo con particular claridad el
espectáculo de ese tren iniciando la marcha en la luz amarillenta del atardecer, los racimos de
rostros oscuros y sonrientes tras cada ventanilla, los largos cañones inclinados de las piezas
de artillería, los ondulantes pañuelos escarlata. Todo deslizándose lentamente junto a
nosotros, contra un mar color azul turquesa.
—Extranjeros —dijo alguien—. Son italianos.
Evidentemente lo eran. Ninguna otra nacionalidad podría haberse agrupado de modo
tan pintoresco o devolver los saludos de la multitud con tanta gracia. El hecho de que la mitad
de los hombres partieran empinando botellas de vino no disminuía, por cierto, esa gracia. Más
tarde oímos decir que eran parte de las tropas que habían obtenido la gran victoria de marzo
en Guadalajara; tras un permiso eran trasladados al frente de Aragón. Me temo que la mayoría
de ellos haya muerto en Huesca unas pocas semanas más tarde. Los hombres que podían
mantenerse en pie cruzaron el vagón para aclamar a los italianos a su paso. Una muleta se
agitó fuera de la ventanilla, brazos vendados hicieron el saludo rojo. Era como un cuadro
alegórico de la guerra: un tren cargado de hombres frescos que partían orgullosamente hacia
el frente, los hombres inválidos que volvían, y todo el rato los cañones en los vagones
abiertos, haciéndonos palpitar el corazón —como siempre lo hacen los cañones— y revivir
ese pernicioso sentimiento tan difícil de evitar de que la guerra, a fin de cuentas, es algo
glorioso.
El hospital de Tarragona era muy grande y estaba lleno de heridos de todos los frentes.
¡Menudas heridas se veían allí! Para tratar algunas, empleaban un procedimiento que supongo
que se ajustaba a los últimos adelantos médicos, pero que resultaba particularmente
desagradable a la vista. Consistía en dejar la herida completamente abierta, sin vendar,
aunque protegida de las moscas por una red de muselina extendida sobre alambres. Debajo de
la fina gasa se podía ver la gelatina rojiza de la herida semicurada. Había un hombre herido
en el rostro y la garganta, con la cabeza dentro de una especie de casco esférico de muselina;
tenía la boca cerrada y respiraba por un pequeño tubo fijado entre los labios. ¡Pobre diablo,
parecía tan solo, paseando de un lado a otro, sin poder hablar y mirando a través de su jaula
de muselina! Estuve tres o cuatro días en Tarragona. Iba recuperando mis fuerzas y cierto día,
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aunque moviéndome con mucha lentitud, logré caminar hasta la playa. Resultaba extraño
comprobar que la vida de playa proseguía casi sin alterarse; cafés elegantes a lo largo del
paseo marítimo y la ufana burguesía local bañándose y tomando el sol en las tumbonas como
si no hubiera una guerra a miles de kilómetros. Allí tuve ocasión de ver ahogarse a un bañista,
lo cual parecía imposible en ese mar tibio y poco profundo.
Por fin, ocho o nueve días después de abandonar el frente, conseguí que me
examinaran la herida. En la sala de cirugía donde se reconocía a los recién llegados, médicos
con enormes tijeras abrían los petos de yeso en que hombres con costillas, clavículas y otros
huesos fracturados habían sido encerrados en los hospitales de campaña tras la línea del
frente. De la abertura de aquellos enormes y ridículos petos de yeso surgían rostros ansiosos,
sucios y con barba de una semana. El médico, un hombre enérgico y apuesto, de unos treinta
años, me hizo sentar, me agarró la lengua con un trozo de gasa áspera, la tiró hacia afuera
todo lo que pudo, me metió un espejito de dentista hasta la garganta y me pidió que dijera
«¡Aaaa!». Continuó su examen hasta que me sangró la lengua y se me llenaron los ojos de
lágrimas; luego me informó de que una de las cuerdas vocales estaba paralizada.
—¿Cuándo recuperaré la voz? —le pregunté.
—¿La voz? Ah, no la recuperará nunca —me dijo alegremente.
Sin embargo, el tiempo demostró que estaba equivocado. Durante unos dos meses no
pude hacer otra cosa que susurrar, pero luego mi voz se tornó de pronto normal; la otra cuerda
había «compensado». El dolor en el brazo se debía a que la bala había rozado un haz de
nervios de la nuca. Era un dolor agudo, como el de una neuralgia, y seguí sintiéndolo durante
un mes, especialmente de noche, por lo cual casi no podía dormir. También los dedos de la
mano derecha estaban semiparalizados; incluso ahora, cinco meses después, el dedo índice
sigue dormido, efecto muy extraño en una lesión de cuello. En cierto sentido, mi herida
constituía una curiosidad, y varios médicos la examinaron, exclamando: «¡Qué suerte! ¡Qué
suerte!». Uno de ellos me dijo, con aire de autoridad, que la bala había pasado a «un
milímetro» de la arteria. Ignoro cómo podía asegurarlo. Ninguna de las personas con quienes
hablé en ese periodo —médicos, enfermeras, practicantes o pacientes— dejó de asegurarme
que un hombre que sobrevive a una herida en el cuello es el ser más afortunado de la tierra.
No pude dejar de pensar que habría sido aún más afortunado si la bala no me hubiera tocado.
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Durante las últimas semanas que pasé en Barcelona, el aire estaba viciado por una
desagradable atmósfera de sospecha, temor, incertidumbre y odio velado. Las luchas de mayo
habían causado efectos imborrables. Con la caída del gobierno de Caballero los comunistas
conquistaron definitivamente el poder; el orden interno había ido a parar a manos de
ministros comunistas y nadie dudaba de que aplastarían a sus rivales políticos en cuanto
tuvieran la primera oportunidad. Por el momento nada ocurría y yo no tenía ni idea de lo que
iba a suceder; pero, sin embargo, había una permanente y difusa sensación de peligro, la
conciencia de algo malo a punto de acaecer. Por poco que uno realmente conspirara la
atmósfera te obligaba a sentirte como un conspirador. La gente parecía pasarse todo el rato
conversando en voz baja en los rincones de los cafés, preguntándose si la persona de la mesa
vecina sería o no espía de la policía.
Gracias a la censura periodística circulaban los rumores más siniestros. Uno de ellos
afirmaba que el gobierno de Negrín—Prieto se preparaba para llegar a un acuerdo negociado
del final de la guerra. En ese momento me sentí inclinado a creerlo, pues los fascistas estaban
cerrando el cerco sobre Bilbao y el gobierno no tomaba ninguna medida visible para
impedirlo. Banderas vascas aparecieron en toda la ciudad, numerosas muchachas realizaban
colectas callejeras y las emisoras de radio hablaban como de costumbre de los «heroicos
defensores», pero los vascos no recibían ninguna ayuda concreta. Era tentador pensar que el
gobierno hacía un doble juego. Acontecimientos posteriores demostraron mi error, pero
indudablemente Bilbao habría podido salvarse si se hubiera actuado con algo más de energía.
Una ofensiva en el frente de Aragón, aunque fracasara, habría obligado a Franco a distraer
parte de su ejército; pero el gobierno no tomó ninguna medida ofensiva hasta que no fue
demasiado tarde, es decir, hasta el momento en que cayó Bilbao. La CNT distribuyó en
enormes cantidades un manifiesto en el cual pedía a la población que se mantuviera alerta, e
insinuaba que «un cierto partido» (los comunistas) preparaba un golpe de Estado. También
existía el difundido temor de que Cataluña fuera objeto de una invasión. Tiempo antes,
cuando regresamos del frente, había visto las poderosas defensas que se levantaban a muchos
kilómetros de la línea de fuego, y en toda Barcelona se estaban construyendo refugios
antiaéreos. Con frecuencia se anunciaban ataques por aire y por mar; casi siempre eran falsas
alarmas, pero, cada vez que sonaban las sirenas, las luces permanecían apagadas durante
largas horas y la gente asustadiza se tiraba de cabeza a los sótanos. Los espías de la policía
estaban por todas partes. Las cárceles continuaban abarrotadas de personas detenidas cuando
los sucesos de mayo, y había más presos —por supuesto, siempre anarquistas y miembros del
POUM— que continuaban desapareciendo en ellas solos o acompañados. Por lo que se pudo
averiguar, ningún preso fue nunca acusado o juzgado —ni siquiera acusado de algo tan
definido como «trotskismo»—. Simplemente se arrojaba a un hombre a la cárcel y allí se le
mantenía, por lo común, incomunicado. Bob Smillie seguía encarcelado en Valencia. No
pudimos averiguar nada excepto que ni el representante del ILP ni el abogado que lo defendía
lograron verlo. Cada vez era mayor el número de extranjeros de la Columna Internacional y
Otros milicianos que eran arrestados casi siempre acusados de desertores. Era típico de la
situación de entonces que ya nadie sabía con certeza si un miliciano era un voluntario o un
soldado regular. Pocos meses antes, todo el que se alistaba en la milicia lo hacía como
voluntario y podía, si así lo deseaba, pedir la licencia en cuanto le correspondiera un permiso.
En esos días parecía que el gobierno había cambiado de parecer: un miliciano era un soldado
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regular y se convertía en desertor si intentaba regresar a su casa. Pero ni siquiera esto parecía
estar claro del todo. En algunas zonas del frente, las autoridades seguían concediendo
licencias a quienes la solicitaban. En la frontera éstas a veces eran aceptadas y otras no;
cuando no, te enviaban de inmediato a la cárcel. Con el tiempo, el número de «desertores»
extranjeros encarcelados llegó a varios centenares, pero en su mayoría fueron repatriados
cuando hubo protestas en sus propios países.
Grupos armados de guardias de asalto recorrían las calles, los guardias civiles seguían
ocupando cafés y otros edificios en puntos estratégicos, y muchos de los locales del PSUC
todavía estaban protegidos con sacos de arena y barricadas. En diversos puntos de la ciudad
había retenes de guardias civiles o carabineros donde se paraba a los transeúntes y se
examinaba su documentación. Todos me advirtieron de que no mostrara mi credencial de
miliciano del POUM y me limitara a presentar el pasaporte y mi certificado del hospital. Que
se supiera que había servido en la milicia del POUM era ya inciertamente peligroso. Los
milicianos del POUM que habían sido heridos o estaban de permiso eran penalizados con
pequeños inconvenientes y así, por ejemplo, les resultaba difícil cobrar su paga. La Batalla
seguía apareciendo, pero la censura la había reducido casi a cero. Solidaridad y los otros
periódicos anarquistas también eran objeto de una severa censura. Según una nueva
reglamentación, las partes censuradas de un periódico no podían quedar en blanco, sino que
tenían que llenarse con otro texto. En consecuencia, a menudo resultaba imposible saber si
algo había sido objeto de censura.
La escasez de alimentos, que había fluctuado durante toda la guerra, se encontraba en
una de sus peores etapas. Faltaba pan, y los tipos más baratos estaban adulterados con arroz;
el que comían los soldados en los cuarteles era abominable y parecía masilla. La leche y el
azúcar también escaseaban y casi no había tabaco, excepto los carísimos cigarrillos de
contrabando. Casi no quedaba tampoco aceite de oliva, que los españoles utilizan para
múltiples fines. Las colas de mujeres que aguardaban para comprarlo estaban vigiladas por
guardias civiles montados que a veces se entretenían haciendo retroceder a los caballos hasta
penetrar en las colas, tratando de que pisaran los pies de las mujeres. Otro inconveniente
menor de esa época era la falta de cambio. La plata había sido retirada y, como no se había
acuñado nueva moneda, resultaba que no circulaban valores intermedios entre la moneda de
diez céntimos y el billete de dos pesetas y media, y todos los billetes inferiores a las diez
pesetas eran muy escasos. Para la gente más pobre esto significaba un agravamiento de la
escasez de comida. Una mujer con sólo un billete de diez pesetas podía pasarse horas ante la
cola de una tienda y encontrarse luego con que no podía comprar nada, simplemente porque
el tendero no disponía de cambio y ella no se podía gastar todo el dinero.
No es fácil describir la atmósfera de pesadilla de ese periodo, el peculiar malestar
creado por los rumores siempre cambiantes, la prensa censurada y la presencia continua de
hombres armados. No resulta fácil de describir porque, en ese momento, lo esencial de una
atmósfera así no existía en Inglaterra. En Inglaterra la intolerancia política no es aceptada
todavía. Hay persecución política en un grado insignificante; si yo fuera minero procuraría
que el jefe no se enterara de que soy comunista; pero el «buen miembro del partido», el
gángster que repite y obedece incondicionalmente característico de los partidos continentales,
sigue siendo una rareza, y la idea de «liquidar» o «eliminar» a todo aquel que esté en
desacuerdo no parece todavía natural. Sólo parecía demasiado natural en Barcelona. Los
«estalinistas» tenían la sartén por el mango y, por lo tanto, se daba por descontado que todo
«trotskista» estaba en peligro. Lo que todos temían era algo que, a fin de cuentas, no ocurrió:
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un nuevo brote de lucha callejera del que se haría responsables, como antes, al POUM y a los
anarquistas. A veces me descubría a mi mismo tratando de oír los primeros disparos. Era
como si alguna poderosa inteligencia maligna planeara sobre la ciudad. Curiosamente, todos
comentaban la situación en términos casi idénticos: «La atmósfera de este lugar es horrible.
Es como vivir en un manicomio». Pero quizá no debería decir todos. Algunos de los
visitantes ingleses que pasaron rápidamente por España, de hotel en hotel, no parecen haber
notado nada desagradable en el ambiente general. Como pude observar, la duquesa de Atholl
escribe (Sunday Express, 17 de octubre de 1937): Estuve en Valencia, Madrid y Barcelona...
un orden perfecto prevalecía en las tres ciudades, sin ningún despliegue de fuerza. Todos los
hoteles en los que viví no sólo eran «normales» y «agradables», sino también muy. cómodos a
pesar de la escasez de mantequilla y café.
Es una peculiaridad de los viajeros ingleses la de creer que nunca existe realmente
nada fuera de los hoteles elegantes. Espero que hayan conseguido algo de mantequilla para la
duquesa de Atholl.
Me encontraba en el Sanatorio Maurín, uno de los sanatorios dependientes del
POUM, situado en los suburbios cercanos al Tibidabo, la montaña de extraña forma que se
levanta abruptamente detrás de Barcelona y desde donde, según la tradición, Satán mostró a
Jesús los paises de la tierra (de ahí su nombre). La casa había pertenecido a un burgués y fue
confiscada al comienzo de la revolución. La mayoría de los hombres alojados allí habían
dejado el frente a causa de alguna herida que los incapacitaba definitivamente (miembros
amputados o cosas así). Había varios ingleses: Williams, con una pierna herida; Stafford
Cottman, un muchacho de dieciocho años enviado desde las trincheras por suponerse que
padecía tuberculosis, y Arthur Clinton, cuyo brazo izquierdo destrozado seguía colgado de
uno de esos enormes artilugios de alambre, llamados aeroplanos, que los españoles continúan
utilizando en los hospitales. Mi esposa seguía en el hotel Continental y yo solía ir a Barcelona
durante el día. Por la mañana acudía al Hospital General para el tratamiento eléctrico del
brazo. Me aplicaron un tratamiento bastante extraño, basado en una serie de punzantes
descargas eléctricas que hacían saltar los diversos grupos de músculos. Lentamente
disminuyeron los dolores y fui recuperando el uso de los dedos. Mi mujer y yo acordamos que
lo mejor era regresar a Inglaterra lo antes posible. Me sentía muy débil, había perdido la voz
aparentemente para siempre y, según los médicos, en el mejor de los casos transcurrirían
meses antes de que estuviera en condiciones de luchar. Tarde o temprano debía comenzar a
ganar algo de dinero, y no tenía mucho sentido quedarse en España consumiendo alimentos
que otros necesitaban. Sin embargo, decidieron mi partida motivos fundamentalmente
egoístas. Experimentaba un deseo abrumador de alejarme de todo, de la horrible atmósfera de
sospecha y odio político, de las calles llenas de hombres armados, de ataques aéreos,
trincheras, ametralladoras, tranvías chirriantes, té sin leche, comida grasienta y escasez de
cigarrillos: de casi todo lo que había aprendido a asociar con España.
Los médicos del Hospital General me dieron un certificado de incapacidad física, pero
para conseguir mi licencia debía someterme a la junta médica de un hospital cercano al frente
y trasladarme luego a Siétamo para que me sellaran los documentos en los cuarteles de la
milicia del POUM. Kopp acababa de regresar del frente lleno de júbilo. Acababa de entrar en
acción y afirmaba que por fin tomaríamos Huesca. El gobierno había llevado tropas del frente
de Madrid y estaba concentrando treinta mil hombres, además de gran cantidad de
aeroplanos. Los italianos que yo había visto partir de Tarragona habían atacado la carretera de
Jaca, pero habían sufrido grandes bajas y perdido dos tanques. Con todo, la ciudad caería,
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según afirmaba Kopp. (Pero, ¡maldita sea!, no cayó. El ataque fue un lío espantoso y tuvo
como única consecuencia una orgía de mentiras periodísticas.) Entretanto, Kopp debía viajar
hasta Valencia para entrevistarse con el ministro de la Guerra. Tenía una carta del general
Pozas, entonces comandante del Ejército del Este; era la carta habitual, donde describía a
Kopp como una «persona de toda confianza» y lo recomendaba para un cargo especial en la
Sección de Ingeniería (Kopp era ingeniero). Partió hacia Valencia el día en que yo salí para
Siétamo, el 15 de junio.
Cinco días estuve ausente de Barcelona. Un camión lleno de milicianos nos dejó en
Siétamo a medianoche; en cuanto llegamos a los cuarteles del POUM, nos hicieron formar y
comenzaron a entregarnos fusiles y balas antes de preguntarnos siquiera nuestros nombres.
Parecía que el ataque comenzaba y que podían necesitarse reservas en cualquier momento.
Tenía el certificado hospitalario en el bolsillo, pero no podía negarme a ir con los demás. Me
acosté en el suelo, teniendo como almohada una caja de cartuchos. Mi estado era de profundo
desaliento. El estar herido me había socavado el coraje —creo que es la consecuencia
habitual— y la perspectiva de entrar en acción me espantaba. Sin embargo, hubo un poco de
mañana, como de costumbre, y no nos llamaron; al día siguiente presenté mi certificado e
inicié los trámites para que me dieran la licencia, lo que significó una serie de viajes confusos
y agotadores. Me enviaron de un hospital a otro —Siétamo, Barbastro, Monzón, de vuelta a
Siétamo para que me sellaran los papeles, luego a lo largo de la línea de fuego, vía Barbastro
y Lérida—. La concentración de tropas en Huesca había monopolizado el transporte y
desorganizado todo. Recuerdo que tuve que dormir en sitios bien extraños; una vez en un
hospital, otra vez en una zanja, otra en un banco muy angosto del que me caí a mitad de la
noche y otra en una especie de albergue municipal en Barbastro. En cuanto te alejabas de las
vías del ferrocarril, la única posibilidad de viajar eran los camiones que quisieran parar. Había
que esperar en la carretera durante horas, a veces tres o cuatro, junto a desconsolados
campesinos que llevaban bultos llenos de patos y conejos, haciendo señas a un camión tras
otro. Cuando finalmente se detenía un camión que no estaba repleto de hombres, pan o cajas
de munición, el bamboleo sobre los pésimos caminos me reducía a pulpa. Ningún caballo me
ha tirado nunca tan alto como esos camiones. La única manera posible de viajar consistía en
apiñarse y aferrarse los unos a los Otros. Fue humillante comprobar que seguía demasiado
débil como para subir a un camión sin ayuda.
Dormí una noche en el hospital de Monzón, donde había de ver a la junta médica. En
la cama de al lado había un guardia de asalto con una herida sobre el ojo izquierdo. Se mostró
cordial y me dio cigarrillos. Yo le dije: «En Barcelona hubiéramos tenido que dispararnos el
uno al otro», y ambos nos reímos. Resultaba notable el cambio del espíritu general en las
proximidades del frente. Allí desaparecían todos o casi todos los odios perniciosos de los
partidos políticos. Mientras estuve en el frente, no recuerdo haberme encontrado con ningún
miembro del PSUC que me demostrara hostilidad por pertenecer al POUM. Eso era típico de
Barcelona o de otras ciudades, aún más alejadas de la guerra. Había muchos guardias de
asalto en Siétamo, enviados desde Barcelona para tomar parte en el ataque contra Huesca. La
Guardia de Asalto no era un cuerpo destinado originalmente al frente, y muchos de sus
miembros nunca habían estado bajo el fuego enemigo. En Barcelona se sentían dueños de la
calle, pero aquí sólo eran quintos, y se tenían que codear con milicianos de quince años con
varios meses de antigüedad en el frente.
En el hospital de Monzón el medico repitió la operación habitual de tirarme de la
lengua e introducirme un espejo, y me aseguró con el mismo tono alegre que nunca
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recuperaría la voz y me firmó el certificado. Mientras esperaba a que me examinaran, en la
sala de cirugía se llevaba a cabo alguna espantosa operación sin anestesia, por motivos que
desconozco. La operación se prolongó muchísimo, los alaridos se sucedían y, cuando entré
allí, había sillas tiradas por el suelo y charcos de orina y sangre por todas partes.
Los detalles de ese viaje final se conservan en mi memoria con extraña claridad. Mi
actitud era diferente, más observadora que en los últimos meses. Había obtenido mi licencia,
que ostentaba el sello de la División 29, y el certificado médico que me declaraba «inútil».
Era libre de regresar a Inglaterra y, en consecuencia, me sentía casi por primera vez en
condiciones de contemplar España. Debía permanecer un día en Barbastro, pues sólo había un
tren diario. Antes había visto Barbastro muy de pasada, y me había parecido simplemente una
parte de la guerra: un lugar frío, fangoso y gris, lleno de estruendosos camiones y tropas
andrajosas. Ahora me resultaba extrañamente diferente. Caminando sin rumbo fijo, descubrí
agradables y tortuosas callejuelas, viejos puentes de piedra, bodegas con grandes toneles
goteantes, altos como una persona, e intrigantes talleres semisubterráneos con hombres
haciendo ruedas de carro, puñales,. cucharas de madera y las clásicas botas españolas de piel
de cabra. Me puse a observar cómo un hombre hacía una de estas botas y así me enteré, con
gran interés, que el exterior de la piel se coloca hacia adentro, de modo que uno en realidad
bebe pelo de cabra destilado. Las había utilizado durante meses sin saberlo. Y detrás de la
ciudad había un río color verde jade, poco profundo, del cual emergía un risco perpendicular;
con casas construidas en la roca, de modo que desde la ventana del dormitorio se podía
escupir hacia el agua que corría treinta metros más abajo. Innumerables palomas vivían en los
huecos del risco. Y en Lérida había viejos edificios ruinosos en cuyas cornisas anidaban
millares y millares de golondrinas; desde una pequeña distancia, el dibujo que formaban los
nidos parecía una florida moldura rococó. Resultaba extraño comprobar hasta qué punto
durante seis meses yo no había tenido ojos para esas particularidades del lugar. Con mi
certificado de licencia en el bolsillo me sentía de nuevo un ser humano, y también casi un
turista. Por primera vez tuve plena conciencia de estar realmente en España, en el país que
toda mi vida ansié conocer. En las tranquilas callejuelas apartadas de Lérida y Barbastro me
pareció tener una visión fugaz, una especie de lejano rumor de la España que vive en la
imaginación de todos. Sierras blancas, manadas de cabras, mazmorras de la Inquisición,
palacios moriscos, hileras oscuras y ondulantes de mulas, verdes olivares, montes de
limoneros, muchachas de mantillas negras, vinos de Málaga y Alicante, catedrales,
cardenales, corridas de toros, gitanos, serenatas: en pocas palabras, España, el país de Europa
que mas había atraído mi imaginación. Era una pena que, habiendo logrado por fin llegar
aquí, sólo hubiera conocido este rincón del nordeste, en medio de una guerra confusa y la
mayor parte del tiempo en invierno.
Cuando llegué a Barcelona ya era tarde, y no circulaban taxis. No había manera de
llegar al Sanatorio Maurín, que quedaba fuera de la ciudad, así que me dirigí al hotel
Continental, no sin antes detenerme a cenar. Recuerdo la conversación que sostuve con un
camarero bastante paternal a propósito de las jarras de nogal con bordes de cobre en las que
servían el vino. Le dije que me gustaría comprar un juego para llevármelo a Inglaterra. El
camarero se mostró comprensivo. «Sí, son bonitas, ¿verdad? Pero hoy día no se pueden
comprar. Nadie las fabrica ya, nadie fabrica nada. Esta guerra, ¡qué lástima!» Estuvimos de
acuerdo en que esa guerra era una lástima. Mientras charlábamos volví a sentirme como un
turista. El camarero me preguntó amablemente si me había gustado España y si pensaba
regresar. Oh, si, claro que volvería a España. El tono apacible de la conversación persiste en
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mi recuerdo a causa de lo que ocurrió inmediatamente después.
Cuando llegué al hotel mi esposa estaba sentada en el vestíbulo. Se levantó y caminó
hacia mi con una indiferencia que me llamó la atención; luego me rodeó el cuello con un
brazo y, con una dulce sonrisa dedicada a las personas que estaban en el vestíbulo, me susurró
al oído:
—¡Lárgate!
—¿Qué?
—¡Lárgate de aquí enseguida!
—¿Qué?
—¡No te quedes ahí parado! ¡Tienes que salir de aquí enseguida!
—¿Qué? ¿Por qué? ¿Qué quieres decir?
Me había tomado del brazo y me conducía ya hacia las escaleras. A mitad de camino
nos encontramos con un francés, cuyo nombre no daré, pues si bien no estaba vinculado al
POUM, nos ayudó mucho durante todo el jaleo. Me miró con rostro preocupado.
—¡Escuche! No debe venir por aquí. Salga inmediatamente y escóndase antes de que
llamen a la policía.
En ese preciso momento, al final de la escalera, un empleado del hotel, miembro del
POUM (aunque supongo que nadie lo sabía), salió furtivamente del ascensor y me exhortó en
mal inglés a que me fuera. Yo seguía sin entender qué pasaba.
—¿Qué quiere decir todo esto? —pregunté en cuanto estuvimos en la acera.
—¿No te has enterado?
—¿Enterado de qué? No he oído nada.
—El POUM ha sido disuelto. Sus edificios han sido confiscados. Prácticamente todo
el mundo está en la cárcel. Y se comenta que han comenzado a fusilar a gente.
Conque era eso. Buscamos un lugar donde poder hablar. Todos los cafés de las
Ramblas estaban llenos de policías, pero encontramos uno tranquilo en una calle lateral. Mi
esposa me explicó lo ocurrido durante mi ausencia.
El 15 de junio la policía arrestó inesperadamente a Andrés Nin en su oficina. Esa
misma noche hizo una batida en el Hotel Falcón y detuvo a todos sus ocupantes, en su
mayoría milicianos de permiso. El lugar fue convertido de inmediato en una cárcel y, en breve
tiempo, se llenó con prisioneros de toda clase. Al día siguiente se anunció que el POUM era
una organización ilegal y se confiscaron todas sus oficinas, puestos de libros, sanatorios,
centros de Ayuda Roja, etcétera. Mientras tanto, la policía arrestaba a todos los que habían
tenido alguna vinculación con el POUM. Al cabo de uno o dos días, todos o casi todos los
cuarenta miembros del Comité Ejecutivo habían sido encarcelados. Quizá uno o dos habían
logrado escapar y permanecían ocultos, pero la policía utilizaba el recurso (con frecuencia
empleado en esta guerra por ambos bandos) de retener a la esposa del prófugo como rehén.
No había manera de saber el número de personas presas. Mi esposa había oído decir que
solamente en Barcelona llegaban a cuatrocientas. Desde entonces he pensado que, incluso en
ese momento, la cifra debía de ser mayor. Se produjeron casos increíbles. La policía llegó a
sacar de los hospitales a varios milicianos gravemente heridos.
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Todo era profundamente desalentador. ¿Qué estaba pasando? Podía entender que
disolvieran el POUM, pero ¿para qué arrestaban a la gente? Para nada, por lo que se podía
averiguar. Aparentemente, la disolución del POUM tenía un efecto retroactivo; el POUM era
ahora ilegal y, por lo tanto, uno violaba la ley al haber pertenecido antes a él. Como de
costumbre, no se hizo acusación alguna contra ninguna de las personas arrestadas. Mientras
tanto, sin embargo, los periódicos comunistas de Valencia difundían la historia de un
gigantesco «complot fascista»: comunicación por radio con el enemigo, documentos firmados
con tinta invisible, etcétera, etcétera. (Trato todo este asunto con más detalle en el Apéndice
2.) Lo significativo era que sólo aparecía en los periódicos de Valencia; creo que ni una sola
palabra sobre el supuesto complot o sobre la disolución del POUM apareció en ninguno de
los periódicos de Barcelona, fueran comunistas, anarquistas o republicanos. Nuestra primera
información acerca de la exacta naturaleza de las acusaciones contra los dirigentes del POUM
no provino de ningún periódico español, sino de los diarios ingleses que llegaban a Barcelona
con uno o dos días de retraso. Lo que no podíamos saber en ese momento es que el gobierno
no era responsable de la acusación de traición y espionaje y que sus miembros habrían de
rechazarla más tarde. Sólo sabíamos vagamente que los líderes del POUM y probablemente
todos nosotros éramos acusados de estar a sueldo de los fascistas. Y ya circulaban rumores de
fusilamientos secretos en la cárcel. Había mucha exageración en todo esto, pero sin duda
ocurrió en algunos casos y casi seguramente en el de Nin. Tras su arresto, Nin fue trasladado
a Valencia y de allí a Madrid, y ya el 21 de junio circuló en Barcelona el rumor de que lo
habían fusilado. Más tarde, el rumor adquirió forma más definida: Nin había sido fusilado en
prisión por la policía secreta y su cuerpo arrojado a la calle. Este rumor procedía de diversas
fuentes, incluyendo a Federica Montseny, ex miembro del gobierno. Desde entonces, nunca
se ha vuelto a oír hablar de Nin. Más tarde, cuando delegados de diversos países plantearon la
cuestión al gobierno, éste sólo dijo que Nin había desaparecido y que no se conocía su
paradero. Algunos periódicos afirmaron que había huido a territorio fascista. Ninguna prueba
se proporcionó en este sentido, e Irujo, el ministro de Justicia, declaró más tarde que la
agencia informativa España había falsificado su comunicado oficial.* De cualquier manera,
era muy improbable que se permitiera escapar a un prisionero político de la importancia de
Nin. A menos que en el futuro aparezca vivo, creo que debemos admitir que fue asesinado en
la cárcel.
Las noticias sobre arrestos prosiguieron sin cesar a lo largo de meses, hasta que el
número de prisioneros políticos, sin contar a los fascistas, llegó a varios miles. Una de las
cosas a destacar es la autonomía de los cargos policiales inferiores. Muchos de los arrestos
eran abiertamente ilegales, y diversas personas cuya liberación fue dispuesta por el jefe de
policía, se vieron arrestadas otra vez en los portones de la cárcel y llevadas a «prisiones
secretas». Un caso típico es el de Kurt Landau y su mujer; que fueron arrestados alrededor del
17 de junio, después de lo cual, Landau «desapareció». Cinco meses más tarde, su esposa
seguía en la cárcel, sin juicio y sin noticias de su marido. Al iniciar una huelga de hambre en
señal de protesta, el ministro de Justicia aseguró que Landau había muerto. Al cabo de breve
tiempo salió en libertad para ser detenida nuevamente casi de inmediato e ir a parar otra vez a
la cárcel.
Y también destacaba que la policía, por lo menos al principio, parecía por completo
indiferente al efecto que sus acciones pudieran tener sobre la guerra. Estaban dispuestos a
* Véanse los informes de la delegación Maxton a los que me refiero en el Apéndice 2.
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encarcelar a militares con cargos de importancia sin obtener permiso por anticipado. Hacia
finales de junio, José Rovira, el general al mando de la División 29, fue arrestado cerca del
frente por una partida policial procedente de Barcelona. Sus hombres enviaron una delegación
a protestar ante el ministro de la Guerra. Se descubrió que el ministro de la Guerra y Ortega,
el jefe de policía, no habían sido ni siquiera informados del arresto de Rovira. En todo este
asunto el detalle que más me cuesta de digerir, aunque quizá no revista mayor importancia, es
que se ocultaba a las tropas lo que sucedía. Como se habrá visto, ni yo ni nadie en el frente
había oído nada acerca de la disolución del POUM. Todos sus cuarteles, los centros de Ayuda
Roja y demás funcionaban con normalidad, e incluso el 20 de junio, en las trincheras y
posiciones hasta Lérida, a menos de ciento cincuenta kilómetros de Barcelona, nadie se había
enterado de lo que ocurría. Ni una sola palabra de todo esto aparecía en los periódicos de
Barcelona, y los diarios de Valencia que publicaban esas historias de complot y espionaje no
llegaban al frente de Aragón. Sin duda, una de las razones para arrestar a los milicianos del
POUM de permiso en Barcelona era impedir que regresaran al frente con las novedades. El
grupo con el que yo llegué al frente el 15 de junio debe de haber sido el último en partir. Aún
me intriga saber cómo consiguieron mantener ocultos los hechos, pues los camiones de
abastecimiento, por ejemplo, seguían yendo y viniendo, pero no cabe duda de que
mantuvieron el secreto y, según me pude enterar después por otros compañeros, los hombres
del frente no supieron nada hasta varios días más tarde. El motivo resulta bastante claro. El
ataque contra Huesca acababa de comenzar la milicia del POUM todavía constituía una
unidad aparte y, probablemente, se temía que los hombres se negaran a luchar si se enteraban
de lo que estaba sucediendo. En realidad, nada de esto ocurrió cuando llegaron las noticias.
En los días intermedios, muchos hombres seguramente murieron sin saber que los periódicos
de retaguardia los tildaban de fascistas. Resulta difícil de perdonar tales cosas. Sé que era la
política habitual ocultar a las tropas las malas noticias, y quizá eso esté justificado en la
mayoría de los casos. Pero es algo muy distinto mandar a los hombres a la batalla sin siquiera
decirles que, a sus espaldas, su partido ha quedado disuelto, sus líderes han sido acusados de
traición y sus amigos y parientes enviados a la cárcel.
Mi esposa comenzó a contarme lo que les había ocurrido a varios de nuestros amigos.
Algunos de los ingleses y también otros extranjeros habían cruzado la frontera. Williams y
Stafford Cottman no fueron arrestados durante el ataque contra el Sanatorio Maurín y
permanecían escondidos en alguna parte. Lo mismo ocurría con John McNair, que había
estado en Francia y había regresado a España cuando el POUM fue declarado ilegal —actitud
bastante temeraria, pero no había querido permanecer a salvo mientras sus camaradas corrían
peligro—. En cuanto a los demás, era una simple crónica de a éste lo «agarraron» así y al otro
lo «agarraron» asá. Parecían haber «agarrado» a casi todo el mundo. Me sorprendió oír que
también habían «agarrado» a George Xopp.
—¡Qué! ¿Kopp? Creía que estaba en Valencia.
Según parecía, Kopp había regresado a Barcelona; tenía una carta del ministro de la
Guerra dirigida al coronel a cargo de las operaciones de ingeniería en el frente del este. Desde
luego, sabía de la disolución del POUM, pero posiblemente no se le ocurrió que la policía
fuera tan tonta como para detenerlo mientras se dirigía al frente en cumplimiento de una
urgente misión militar. Había acudido al hotel Continental para recoger su equipo; mi esposa
no se encontraba allí en ese momento y el personal del hotel se las ingenió para entretenerlo
con alguna mentira mientras llamaban por teléfono a la policía.
Reconozco que monté en cólera cuando me enteré del arresto de Kopp. Era mi amigo
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personal, había actuado a sus órdenes durante meses, había estado con él bajo el fuego y
conocía su historia. Era un hombre que había sacrificado todo, familia, nacionalidad, forma
de vida, para ir a España a luchar contra el fascismo. Al abandonar Bélgica y unirse a un
ejército extranjero mientras formaba parte de la reserva del ejército belga y, anteriormente, al
colaborar en la fabricación ilegal de municiones destinadas al gobierno español, había ido
acumulando años de cárcel por cumplir si volvía alguna vez a su país. Había estado en el
frente desde octubre de 1936, se había abierto camino desde miliciano a comandante, había
intervenido en no sé cuántas acciones y había sido herido una vez. Durante los incidentes de
mayo intercedió para evitar la lucha en nuestra zona y probablemente salvó diez o veinte
vidas. Como recompensa a todo esto no se les ocurre otra cosa que arrojarlo a una celda.
Enojarse es perder el tiempo, pero tan estúpida maldad pone a prueba la paciencia de
cualquiera.
A pesar de todo esto, no habían «agarrado» a mi mujer. Aunque seguía en el hotel
Continental, la policía no hizo intento alguno por arrestarla. Evidentemente querían valerse de
ella como de un señuelo. Con todo, un par de noches antes, casi de madrugada, seis policías
de civil allanaron nuestra habitación y se apoderaron hasta del último trozo de papel que
encontraron, exceptuando, por fortuna, nuestros pasaportes y la libreta de cheques. Se
llevaron mis diarios, nuestros libros, los recortes periodísticos que desde hacía meses se
apilaban en el escritorio (muchas veces me he preguntado para qué los querían), todos mis
recuerdos de guerra y todas nuestras cartas. (Dicho sea de paso, se llevaron también muchas
cartas recibidas de lectores. Algunas de ellas no habían sido todavía respondidas, y como es
de suponer no conservo las direcciones. Si alguien de los que me escribió en relación a mi
último libro y que no recibió respuesta llega a leer estas líneas, ruego que las acepte como
disculpa.) Más tarde supe que la policía también se había apoderado de algunas pertenencias
mías dejadas en el Sanatorio Maurín. Hasta se llevaron un paquete de ropa sucia; quizá
creyeron que contenía mensajes escritos con tinta invisible.
Evidentemente, era más seguro que mi esposa permaneciera en el hotel, al menos por
el momento. Si intentaba irse, la seguirían de inmediato. En cuanto a mí, tendría que
ocultarme, perspectiva que me repugnaba. A pesar de los innumerables arrestos, me resultaba
casi imposible creer que estuviera en peligro. Todo aquello me parecía demasiado insensato,
pero la misma negativa a tomar en serio ese estúpido ataque había hecho que Kopp terminara
en la cárcel. Yo me repetía sin cesar: «¿Por qué habrían de querer arrestarme? ¿Qué he hecho
yo?». Ni siquiera era miembro del POUM. Sin duda, había portado armas durante los sucesos
de mayo, pero lo mismo hicieron, supongo, cuarenta o cincuenta mil personas. Además,
necesitaba dormir urgentemente algunas horas. Prefería correr el riesgo y regresar al hotel. Mi
esposa se negó en redondo. Pacientemente me explicó la situación. No importaba lo que
hubiera hecho. No era una redada corriente de delincuentes, sino el reinado absoluto del
terror. Yo no era culpable de ningún acto definido, pero si de «trotskismo». Haber luchado en
la milicia del POUM bastaba para terminar en la cárcel. Era inútil aferrarse a la idea inglesa
de que uno está a salvo mientras cumpla la ley. En la práctica, la ley era la voluntad de la
policía. La única salida consistía en permanecer escondido y ocultar cualquier vinculación
con el POUM. Mi esposa me obligó a romper el carnet de miliciano, que llevaba inscrito en
grandes letras «POUM», así como la foto de un grupo de milicianos con la bandera del
POUM de fondo. Ésas eran las cosas que bastaban en esos días para ser arrestado. En todo
caso, tuve que conservar mi certificado de licencia; constituía un peligro, pues ostentaba el
sello de la División 29 y era probable que la policía supiese que correspondía al POUM, pero
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sin él podían arrestarme por desertor.
Debíamos pensar en la manera de salir de España. No tenía sentido permanecer allí
con la certeza de un arresto más tarde o más temprano. En realidad, ambos hubiéramos
preferido quedarnos y presenciar el desenlace de los acontecimientos. Pero yo preveía que las
prisiones españolas serían sitios espantosos (en realidad, eran peores de lo que imaginaba), y
una vez que se entraba en la cárcel, nunca se sabía cuándo se saldría; además, mi estado de
salud era bastante malo, aparte del dolor en el brazo. Quedamos en encontrarnos al día
siguiente en el consulado británico, donde también acudirían Cottman y McNair.
Probablemente se necesitarían un par de días para regularizar nuestros pasaportes. Antes de
dejar España, era necesario hacer sellar el pasaporte en tres instancias distintas: donde el jefe
de policía, donde el cónsul francés y donde las autoridades catalanas de inmigración. Desde
luego, el peligro radicaba en el jefe de policía. Quizá el cónsul británico podría arreglar las
cosas sin revelar nuestra vinculación con el POUM. Había una lista de extranjeros
sospechosos de «trotskistas», y era probable que allí figuraran nuestros nombres, pero con un
poco de suerte podríamos llegar a la frontera antes que ella. Era seguro que habría muchas
demoras y mañanas. Por suerte, estábamos en España y no en Alemania; la policía secreta
española tenía algo del espíritu de la Gestapo, pero no tanto de su competencia.
Así que nos separamos. Mi esposa regresó al hotel y yo me perdí en la oscuridad, en
busca de un sitio donde dormir. Recuerdo haberme sentido malhumorado y aburrido.
¡Deseaba tanto pasar una noche en una cama! No tenía dónde ir, no había ninguna casa en la
que pudiera refugiarme. El POUM prácticamente no contaba con una organización
clandestina. Sin duda los líderes sabían desde siempre que el partido podía ser disuelto, pero
nunca esperaron una caza de brujas semejante. A tal punto no la esperaban, que se había
continuado con las mejoras en los edificios (entre otras cosas, se estaba construyendo un cine
en la sede central que antes había sido un banco) hasta el mismo día en que el POUM fue
disuelto. En consecuencia, los sitios de reunión y escondites que todo partido revolucionario
debe poseer no existían. Dios sabe cuántas personas, cuyos hogares habían sido registrados
por la policía, dormían en las calles esa noche. Yo había tenido cinco días de viajes
agotadores, durmiendo en sitios increíbles, con un dolor horroroso en el brazo; y ahora esos
locos me perseguían por todas partes y tenía que dormir otra vez en el suelo. Esto era todo lo
que mis pensamientos daban de sí. No había lugar para consideraciones políticas; nunca las
hago mientras las cosas están sucediendo. Siempre que me veo mezclado en la guerra o en la
política, sólo tengo conciencia de las molestias físicas y de un profundo deseo de que ese
maldito disparate termine. Con posterioridad puedo comprender el significado de los hechos,
pero mientras éstos ocurren sólo ansío verme lejos de ellos (rasgo quizá no muy digno de
elogio).
Caminé durante largo rato y me encontré cerca del Hospital General. Buscaba un lugar
donde poder echarme, sin que ningún policía fisgón me encontrara y me pidiera la
documentación. Hice la prueba en un refugio antiaéreo, pero estaba recién cavado y era
insoportablemente húmedo. Luego llegué a las ruinas de una iglesia saqueada e incendiada
durante la revolución. Era sólo un cascarón, cuatro paredes sin techo que rodeaban pilas de
escombros. Avancé a tientas hasta descubrir una especie de hueco donde pude echarme. Los
escombros de un edificio no son ideales para descansar pero, por suerte, era una noche cálida
y me las ingenié para dormir varias horas.
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El mayor inconveniente para alguien a quien persigue la policía en una ciudad como
Barcelona es que todo abre muy tarde. Cuando uno duerme al aire libre siempre se despierta
al amanecer, y ninguno de los bares de Barcelona abre antes de las nueve. Pasaron horas antes
de que pudiera conseguir una taza de café o un lugar donde afeitarme. Me extrañó ver aún
colgado en la barbería el cartel anarquista que prohibía las propinas. «La Revolución ha roto
nuestras cadenas», decía el cartel. Me dieron ganas de decirles a los barberos que esas
cadenas no tardarían en volver si no tenían cuidado.
Regresé al centro de la ciudad. En los edificios del POUM ya no flameaban las
banderas rojas, sino los estandartes republicanos. Grupos de guardias civiles armados surgían
de todos los portales. En el centro de Ayuda Roja, situado en la esquina de la Plaza de
Cataluña, la policía se había entretenido destrozando casi todas las vidrieras y los puestos de
libros habían sido vaciados y el tablón de anuncios, que había un poco más abajo de las
Ramblas, había sido cubierto con el cartel anti—POUM en el que una mascara ocultaba un
rostro fascista. Hacia el final de las Ramblas, cerca del muelle, contemplé un espectáculo
curioso: una hilera de milicianos, todavía andrajosos y cubiertos del barro del frente,
despatarrados exhaustos en las sillas de los limpiabotas. Sabía quiénes eran e incluso reconocí
a uno de ellos. Eran milicianos del POUM que habían llegado el día anterior para encontrarse
con la disolución de aquél y que habían tenido que pasar la noche a la intemperie por estar
vigilados sus hogares. Todo miliciano del POUM que regresara a Barcelona en ese momento
tenía que elegir entre ocultarse o terminar en la cárcel, recepción no muy agradable al cabo de
tres o cuatro meses de trinchera.
Nos encontrábamos en una situación insólita. Por la noche se era un fugitivo acosado,
durante el día se podía vivir de forma casi normal. Todas las casas habitadas por
simpatizantes del POUM estaban vigiladas y era imposible ir a un hotel o a una pensión, por
haberse dispuesto que los hoteleros informaran a la policía sobre la llegada de todo
desconocido. Ello obligaba a pasar las noches al aire libre. Durante el día se podía andar con
bastante seguridad. Las calles estaban llenas de guardias civiles, guardias de asalto,
carabineros y policías corrientes, además de quién sabe cuántos espías de civil; sin embargo,
no podían parar a todos los que pasaran, y si uno tenía un aspecto normal podía pasar
inadvertido. Había que tratar de no quedarse cerca de los edificios del POUM y de no ir a los
cafés y restaurantes donde había camareros que nos conocieran. Ese día y el siguiente pasé
mucho tiempo bañándome en una casa de baños públicos. Me pareció una excelente manera
de matar el tiempo y de mantenerme fuera de la circulación. Por desgracia, idéntica idea se le
ocurrió a mucha gente. Pocos días después, cuando ya no estaba en Barcelona, la policía
allanó una de esas casas y arrestó a buena cantidad de «trotskistas» en cueros.
A media altura de las Ramblas me crucé con uno de los heridos del Sanatorio Maurin.
Intercambiamos ese guiño invisible que la gente utilizaba en esa época y nos las ingeniamos
para quedar discretamente en un café algo más arriba. Había escapado al arresto durante la
redada en el Maurín pero, como los demás, ahora se veía obligado a hacer vida en la calle.
Estaba en mangas de camisa, ya que al huir no pudo recoger la chaqueta, y no tenía un
centavo. Me contó cómo uno de los guardias civiles había arrancado de la pared el gran
retrato de Maurín y lo había pateado hasta destrozarlo. Maurín (uno de los fundadores del
POUM) estaba en poder de los fascistas y se creía que ya lo habían fusilado. A las diez de la
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mañana me encontré con mi esposa en el consulado británico. McNair y Cottman no tardaron
en presentarse. Lo primero que me dijeron fue que Bob Smillie había muerto en una cárcel de
Valencia, nadie sabía de qué. Lo habían enterrado sin demora y al representante del ILP,
David Murray, no se le había dado permiso para ver el cadáver.
Naturalmente, de inmediato supuse que lo habían fusilado. Es lo que todos creímos en
ese momento, pero con posterioridad pensé que tal vez nos equivocamos. Más tarde se
informó de que Smillie había muerto de apendicitis, y también hubo un prisionero liberado
que nos aseguró que Smillie había estado realmente enfermo en la cárcel. Así pues, quizá la
historia de una apendicitis era verídica. La negativa a permitir que Murray viera el cadáver
puede haber tenido como causa el mero resentimiento. Empero hay algo que debo decir. Bob
Smillie tenía sólo veintidós años y físicamente era uno de los hombres más fuertes que he
conocido. Creo que fue el único miliciano, español o inglés, que pasó tres meses en las
trincheras sin estar enfermo un solo día. Las personas con esa resistencia no suelen morir de
apendicitis si se las cuida como es debido. Pero si uno veía cómo eran las cárceles españolas
—las cárceles improvisadas utilizadas para los prisioneros políticos—, comprendía las pocas
probabilidades que tenía un hombre enfermo de recibir en ellas la atención adecuada. Estas
cárceles sólo podrían describirse como mazmorras. En Inglaterra habría que retroceder al
siglo XVIII para encontrar algo comparable. Los prisioneros permanecían amontonados en
pequeñas habitaciones donde casi no había espacio para echarse, y a menudo se los tenía en
sótanos y otros lugares oscuros. Estas no eran medidas temporales, pues hubo casos de
detenidos que pasaron cuatro o cinco meses casi sin ver la luz del día. Eran alimentados con
una dieta repugnante e insuficiente, que consistía en dos platos de sopa y dos trozos de pan
diarios. (Sin embargo, algunos meses más tarde parece ser que la comida mejoró algo.) No
estoy exagerando; cualquier sospechoso político que haya estado encarcelado en España
podría confirmar lo que digo. He recibido informaciones sobre las cárceles españolas de
diversas fuentes separadas, y todas concuerdan demasiado como para dudar de ellas; además,
yo mismo conocí una. Otro amigo inglés que fue detenido más tarde escribe que sus
experiencias carcelarias le «permitieron comprender mejor el caso de Smillie». No es fácil
perdonar la muerte de Smillie, ese muchacho valeroso y dotado, que había dejado a un lado
su carrera universitaria para luchar contra el fascismo y que, como puedo atestiguar, había
cumplido su tarea en el frente con coraje y voluntad intachables. Arrojarlo a la cárcel y
dejarlo morir como a un animal fue una tremenda injusticia. Sé que en medio de una enorme
y sangrienta guerra no tiene sentido hacer demasiado alboroto por una muerte individual. Para
igualar los sufrimientos que causa una bomba arrojada desde un avión sobre una calle llena de
gente hace falta bastante persecución política. Pero lo que indigna en una muerte como ésta es
su absoluta inutilidad. Morir en medio de una batalla; sí, eso es lo que uno espera; pero verse
encarcelado, ni siquiera por algún crimen imaginario, sino por causa de un resentimiento
ciego, y que luego a uno lo dejen morir abandonado a su soledad es algo muy distinto. No
acierto a comprender cómo este tipo de cosas —el caso de Smillie no es excepcional—
podían tornar más factible la victoria.
Mi esposa y yo visitamos a Kopp esa tarde. Se permitía visitar a los prisioneros que no
estaban incomunicados, aunque no convenía hacerlo más de una o dos veces. La policía
vigilaba a los visitantes, y si alguien iba demasiado seguido, quedaba catalogado como amigo
de los «trotskistas» y probablemente terminaba en la cárcel. Esto ya les había ocurrido a
muchos.
Kopp no estaba incomunicado y nos fue fácil obtener el permiso para verlo. Mientras
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nos conducían hacia el interior de la cárcel, un miliciano español a quien conocí en el frente
salía escoltado por dos guardias civiles. Sus ojos se encontraron con los míos e
intercambiamos el guiño imperceptible de aquellos días. Dentro vimos a un norteamericano
que había partido de regreso a su casa pocos días antes;sus documentos estaban en regla, pero
probablemente lo arrestaron en la frontera porque seguía llevando los pantalones de pana que
lo identificaban como miliciano. Nos cruzamos como si no nos hubiéramos visto nunca. Fue
espantoso. Habíamos estado juntos durante meses, incluso compartido un refugio en la
trinchera, había ayudado a transportarme cuando me hirieron; pero era lo único que podíamos
hacer. Los guardianes vestidos de azul espiaban en todas partes. Hubiera resultado fatal
reconocer a demasiada gente.
La llamada cárcel era, en realidad, la planta baja de una tienda. En dos pequeñas
habitaciones estaban amontonadas casi cien personas. El lugar tenía todo el aspecto
dieciochesco de una estampa del calendario Newgate: con su nauseabunda suciedad, el
hacinamiento de cuerpos humanos, la falta de mobiliario —el suelo de piedra pelado, un
banco y unas pocas mantas raídas— y una luz lóbrega, puesto que habían sido bajadas las
persianas metálicas. En las paredes mugrientas se habían garabateado frases revolucionarias:
«¡Visca POUM!», «¡Viva la Revolución!», y otras por el estilo. El lugar se usaba desde hacía
meses como vertedero de prisioneros políticos. El griterío resultaba ensordecedor. Era la hora
de las visitas y había tanta gente que casi no podíamos movernos. La mayoría pertenecía a los
sectores más pobres de la población obrera. Se veían mujeres deshaciendo lastimosos
paquetes que habían traído para sus hombres. Varios de ellos eran heridos del Sanatorio
Maurín. Dos tenían una sola pierna; uno de ellos había sido llevado a la cárcel sin sus muletas
y saltaba de un lado a otro sobre un pie. También había una criatura de no más de doce años;
aparentemente arrestaban hasta a los niños. El lugar tenía ese olor repugnante presente
siempre donde hay mucha gente amontonada sin instalaciones sanitarias adecuadas.
Kopp se abrió paso para venir a nuestro encuentro. Su rostro sonrosado y redondo
parecía el de siempre y en ese lugar mugriento había conservado su uniforme impecable e
incluso había conseguido afeitarse. Entre los prisioneros había otro oficial con el uniforme del
Ejército Popular. Él y Kopp se hicieron el saludo militar al pasar uno junto a otro; el gesto, en
cierto modo, resultó algo patético. Kopp parecía de excelente humor. «Bueno, supongo que
nos van a fusilar a todos», dijo alegremente. La palabra «fusilar» me estremeció. Una bala
había atravesado hacía poco tiempo mi cuerpo y la sensación seguía fresca en mi recuerdo; no
resultaba agradable pensar que eso pudiera ocurrirle a alguien a quien uno conoce bien. En
ese momento, yo daba por sentado que los dirigentes del POUM, Kopp entre ellos, serían
fusilados. Acababa de filtrarse el primer rumor sobre la muerte de Nin y sabíamos que se
acusaba al POUM de traición y espionaje. Todo apuntaba a un gigantesco juicio farsa,
seguido de una matanza de «trotskistas» destacados. Es terrible ver a un amigo en la cárcel y
saberse impotente para ayudarlo. No podíamos hacer nada; incluso era inútil apelar a las
autoridades belgas pues Kopp había violado las leyes de su país al trasladarse a España. Tuve
que dejar que mi esposa llevara la conversación; mi vocecita resultaba inaudible en medio de
aquel griterío. Kopp nos habló de los amigos que había hecho entre los prisioneros, de los
guardianes, algunos de los cuales eran buenos tipos, mientras otros insultaban y golpeaban a
los más apocados, de la comida que les daban, «digna de cerdos». Por fortuna, se nos había
ocurrido llevar comida y cigarrillos. Luego Kopp comenzó a referirse a los papeles que le
habían arrebatado cuando fue arrestado. Entre ellos figuraba la carta del ministro de la
Guerra, dirigida al coronel a cargo de las operaciones de ingeniería en el Ejército del Este. La
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policía la había confiscado y se negaba a devolverla; según parece, se encontraba en ese
momento en el despacho del jefe de policía. Su recuperación podía ser de una gran
importancia.
De inmediato comprendí que esa carta era decisiva. Una carta oficial de ese tipo, con
la recomendación del ministro de la Guerra y del general Pozas, probaría la buena fe de Kopp.
Pero la dificultad radicaba en demostrar la existencia de la carta; si la abrían en el despacho
del jefe de policía, algún poli acabaría destruyéndola. Sólo una persona podía ayudarnos a
recuperarla: el oficial a quien estaba dirigida. Kopp ya había pensado en eso y había escrito
una carta que deseaba que yo sacara de la prisión a escondidas y que enviara por correo. Pero,
evidentemente, era más rápido y seguro ir en persona. Dejé a mi esposa con Kopp, salí
apresuradamente y, tras una larga búsqueda, encontré un taxi. Sabía que tenía el tiempo justo.
Eran ya las cinco y media, el coronel probablemente dejaría su despacho a las seis, y al día
siguiente Dios sabe dónde estaría la carta, destruida o perdida en el caos de documentos que
probablemente se apilaban a medida que se producían los arrestos. El despacho del coronel
estaba situado en el Departamento de la Guerra, cerca de los muelles. Me disponía a subir
corriendo la escalinata de entrada, cuando el guardia de asalto que custodiaba la puerta me
cerró el paso con su larga bayoneta y me pidió la «documentación». Agité frente a sus ojos mi
certificado de licencia; evidentemente no sabía leer y me dejó pasar; impresionado por el
vago misterio de los «papeles». Por dentro, el lugar era como una enorme y complicada
colmena en torno a un patio central con cientos de oficinas en cada piso. Como estábamos en
España, nadie tenía la menor idea sobre la ubicación de la oficina que buscaba. Yo repetía sin
cesar: «¡El coronel... jefe de ingenieros, Ejército del Este!». La gente me sonreía y se encogía
de hombros amablemente; todo el que creía saberlo me enviaba en direcciones distintas:
arriba, abajo, por pasillos interminables que resultaban ser callejones sin salida. Mientras
tanto el tiempo pasaba inexorablemente. Tenía la extraña sensación de vivir una pesadilla:
subir y bajar corriendo escaleras, gente misteriosa que iba y venía, los vistazos a través de
puertas abiertas que daban a caóticas oficinas con papeles amontonados por todas partes y el
tecleteo de las máquinas de escribir, y el tiempo que se acababa y una vida tal vez en juego.
Sea como sea, llegué a tiempo y, con cierta sorpresa por mi parte, se me concedió
audiencia. No vi al coronel, pero su secretario, un hombrecillo atildado, de grandes ojos
bizcos, me recibió en la antesala. Comencé a hablar: venía de parte de mi oficial superior el
comandante Jorge Kopp, quien al dirigirse al frente con una misión urgente había sido
arrestado por error. La carta para el coronel era de naturaleza confidencial y se imponía
recuperarla sin demora. Yo había servido a las órdenes del comandante Kopp durante meses,
era un oficial de plena confianza, su arresto se debía sin duda a una equivocación, la policía
lo había confundido con otra persona, etcétera, etcétera, etcétera. Seguí machacando sobre la
urgencia de la misión de Kopp en el frente, sabiendo que era el argumento más poderoso.
Pero tiene que haber sonado como una historia bien extraña con mi espantoso español, que se
convertía en francés en los momentos de crisis. Lo peor fue que de inmediato me quedé casi
sin voz, y sólo mediante un violento esfuerzo logré emitir una especie de graznido. Tenía
miedo de perderla por completo y de que el pequeño oficial se cansara de tratar de
entenderme. Muchas veces me he preguntado si creyó que mi voz fallaba a causa de una
borrachera o porque sufría por no tener la conciencia muy tranquila.
Sin embargo, me escuchó con paciencia, aprobó con la cabeza muchas veces y asintió
con cautela a lo que yo decía. Sí, parecía que se había cometido un error. Sin duda habría que
investigar el asunto. Mañana... Protesté. ¡Mañana, no! Era un asunto urgente; Kopp tendría
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que estar ya en el frente. Una vez más el oficial pareció estar de acuerdo. Y entonces llegó la
pregunta temida:
—Este comandante Kopp, ¿en qué unidad servía?
Había que pronunciar la palabra terrible:
—En la milicia del POUM.
—¡El POUM!
Quisiera poder transmitir el sobresalto de alarma que resonó en su voz. Hay que
recordar lo que el POUM significaba en esos momentos. El temor a los espías estaba en su
punto culminante, quizá todos los buenos republicanos creyeron durante un día o dos que el
POUM era en verdad una vasta organización de espionaje al servicio de los alemanes. Decir
semejante cosa a un oficial del Ejército Popular era como entrar al Gavally Club
inmediatamente después del escándalo de la Carta Roja y declararse comunista. Sus ojos
oscuros recorrieron mi rostro. Luego de una larga pausa, preguntó lentamente:
—¿Y usted dice que estuvo con él en el frente? Entonces, ¿usted también estaba en la
milicia del POUM?
—Sí.
Dio media vuelta y se precipitó a la oficina del coronel. Pude oír una conversación
agitada. «Todo terminó», pensé. Nunca recuperaríamos la carta de Kopp. Además, había
tenido que confesar que yo mismo estaba vinculado al POUM, y sin duda llamarían a la
policía y me arrestarían, simplemente. para añadir otro «trotskista» al saco. El oficial
reapareció ajustándose la gorra y me indicó con un gesto que lo siguiera. Nos dirigimos a la
Jefatura de Policía. Fue un largo camino; anduvimos durante veinte minutos. El pequeño
oficial marchaba erguido delante de mi con su paso militar. No nos dijimos una sola palabra
en todo el trayecto. Cuando llegamos al despacho del jefe de policía, una multitud de canallas
del aspecto más temible, evidentemente secuaces, delatores y espías de todo tipo, aguardaba
frente a la puerta. El pequeño oficial entró; hubo una larga y acalorada conversación. Se
podían oír voces que se alzaban furiosamente; yo imaginaba gestos violentos, encogimientos
de hombros y puños golpeando la mesa. Evidentemente la policía se negaba a entregar la
carta. Al final, sin embargo, el oficial volvió a salir con el rostro enrojecido, pero con un gran
sobre oficial en su poder. Era la carta de Kopp. Habíamos logrado una pequeña victoria que,
desgraciadamente, tal como resultaron las cosas, no tuvo el menor efecto. Se dio el curso
debido a la carta, pero los superiores militares de Kopp no pudieron sacarlo de la cárcel.
El oficial me prometió que la carta llegaría a su destino. Pero ¿qué ocurriría con
Kopp?, le dije yo. ¿No podían liberarlo? El oficial se encogió de hombros. Ésa era otra
cuestión. Ellos no sabían por qué lo habían arrestado. Sólo me pudo prometer que haría todas
las averiguaciones posibles. No quedaba nada por decir y había que despedirse. Los dos nos
inclinamos levemente. Pero en ese momento ocurrió algo inesperado y conmovedor: el
pequeño oficial, después de una leve vacilación, dio un paso hacia adelante y me estrechó la
mano.
No sé si podré explicar la profunda emoción que tal gesto me produjo. Parece algo sin
importancia, pero no lo fue. Para comprenderlo es necesario recordar cuál era el ambiente de
esa época, la paralizante atmósfera de sospechas y odios, las mentiras y los rumores que
circulaban por todas partes, los carteles que en cada rincón nos señalaban como espías
fascistas. Y, sobre todo, que estábamos frente al despacho del jefe de policía, junto a una
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inmunda pandilla de delatores y agentes provocadores, cualquiera de los cuales podía saber
que se me buscaba. Era como estrechar públicamente la mano de un alemán durante la Gran
Guerra. Supongo que, por algún motivo, había decidido que yo no era un espía fascista; en
cualquier caso, fue muy noble de su parte darme la mano.
Me fijo en este hecho, que quizá parezca algo trivial, porque en cierto sentido
caracteriza a los españoles y a su magnanimidad, cuyos destellos también afloran en las
peores circunstancias. Tengo recuerdos muy desagradables de España, pero muy pocos malos
recuerdos de los españoles. Sólo en dos ocasiones estuve seriamente indignado con un
español, y cuando miro hacia atrás, creo que en ambas fui yo el equivocado. No hay duda de
que poseen una generosidad, una especie de nobleza, que no pertenece realmente al siglo XX.
Es lo que me hace pensar que en España hasta el fascismo puede asumir una forma
comparativamente tibia y soportable. Pocos españoles poseen la maldita eficiencia que
requiere un Estado totalitario moderno. Unas pocas noches antes había tenido un extraño
ejemplo de esto, cuando la policía registró el cuarto de mi esposa. Tal registro fue ciertamente
de sumo interés, y me hubiera gustado presenciarlo, aunque quizá fue mejor que eso no
ocurriera, pues probablemente no habría podido controlarme.
La policía llevó a cabo el registro según el típico estilo de la GPU o de la Gestapo.
Poco antes de la madrugada se oyeron unos golpes en la puerta, seis hombres entraron,
encendieron la luz y de inmediato se repartieron por la habitación, según un plan
evidentemente prefijado. Luego registraron todo con increíble escrupulosidad. Golpearon las
paredes, levantaron los felpudos, examinaron el suelo, tantearon las cortinas, miraron debajo
de la bañera y del radiador; vaciaron los cajones y maletas y palparon y miraron al trasluz
cuanta ropa encontraron. Se llevaron nuestros libros y todos los papeles, hasta los que había
en el cesto. Entraron en un éxtasis de sospecha al descubrir que poseíamos una traducción
francesa de Mein Kampf de Hitler. Si ése hubiera sido el único libro, nuestro destino habría
estado sellado. Evidentemente pensaban que sólo un fascista lee Mein Kampf. Un instante
después encontraron una copia del panfleto de Stalin Maneras de eliminar trotskistas y otros
traidores, que los calmó un tanto. En un cajón había unos cuantos paquetes de papel de liar
cigarrillos. Los hicieron pedazos y examinaron cada papel por separado, para ver si contenían
algún mensaje escrito. La tarea les llevó unas dos horas. Sin embargo, durante todo ese
tiempo, en ningún momento registraron la cama. Mi esposa permaneció acostada y podría
haber ocultado una docena de metralletas debajo del colchón y toda una biblioteca de
documentos trotskistas debajo de la almohada. Los policías no hicieron movimiento alguno
por tocar la cama y ni siquiera miraron debajo de ella. No puedo creer que éste sea un rasgo
habitual en la rutina de la GPU. Debemos recordar que la policía estaba casi por completo
bajo control comunista, y que probablemente esos hombres fueran miembros del Partido
Comunista. Pero también eran españoles, y echar a una mujer de la cama era demasiado para
ellos. Esta parte del registro fue silenciosamente pasada por alto, con lo cual toda la búsqueda
careció de sentido.
Esa noche McNair; Cottman y yo dormimos entre unas hierbas altas que crecían en un
solar abandonado. Era una noche fría para esa época del año, y ninguno de los tres durmió
mucho. Recuerdo las largas y lúgubres horas que vagamos al azar antes de poder conseguir
una taza de café. Por primera vez desde que estaba en Barcelona fui a la catedral, un edificio
moderno y de los más feos que he visto en el mundo entero. Tiene cuatro agujas almenadas,
idénticas por su forma a botellas de vino del Rin. A diferencia de la mayoría de iglesias
barcelonesas, no había sufrido daños durante la revolución; se había salvado debido a su
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«valor artístico», según decía la gente. Creo que los anarquistas demostraron mal gusto al no
dinamitarla cuando tuvieron oportunidad de hacerlo, en lugar de limitarse a colgar un
estandarte rojinegro entre sus agujas.
Esa tarde mi esposa y yo fuimos a ver a Kopp por última vez. No podíamos hacer
nada por él, absolutamente nada, excepto despedirnos y dejarle algún dinero a cargo de los
amigos españoles, que le llevarían comida y cigarrillos. Poco tiempo después, cuando ya no
estábamos en Barcelona, fue incomunicado y ni siquiera fue posible enviarle comida. Esa
noche, caminando por las Ramblas, pasamos frente al Café Moka, que los guardias civiles
seguían ocupando. Movido por un impulso, entré y me dirigí a dos de ellos que. estaban
apoyados en el mostrador con los fusiles colgados del hombro. Les pregunté si sabían cuáles
de sus camaradas habían estado de guardia allí durante los sucesos de mayo. Lo ignoraban y,
con la habitual imprecisión española, tampoco sabían cómo averiguarlo. Les dije que mi
amigo Jorge Kopp estaba en la cárcel y que quizá sería sometido a juicio por algo relacionado
con los sucesos de mayo; que los hombres entonces de guardia allí sabían que había evitado
la lucha y salvado algunas de sus vidas; debían presentarse y declarar en ese sentido. Uno de
los hombres con quienes hablaba tenía aspecto taciturno y abatido, y sacudía la cabeza sin
cesar porque no podía entenderme con el bullicio del tránsito. Pero el otro era distinto. Me
dijo que había oído a algunos de sus camaradas hablar de lo que había hecho Kopp; que Kopp
era un buen chico. Pero ya mientras lo escuchaba tenía la seguridad de que todo era inútil. Si
alguna vez se juzgaba a Kopp. lo sería, como en todos esos juicios, sobre la base de pruebas
falsificadas. Si ya lo han fusilado (y me temo que sea lo más probable), su epitafio será: el
buen chico del pobre guardia civil que formaba parte de un sucio sistema, pero seguía siendo
lo bastante humano como para reconocer un acto noble cuando lo veía.
Llevábamos una existencia extravagante y de locura. Por la noche vivíamos como
criminales, pero de día éramos prósperos turistas ingleses o, al menos, tratábamos de
parecerlo. Afeitarse, bañarse y lustrarse los zapatos hacen maravillas en el aspecto de una
persona, incluso después de una noche al aire libre. Lo más seguro en ese momento era
parecer tan burgués como fuera posible. Frecuentábamos el barrio residencial de la ciudad,
donde nuestras caras no eran conocidas, y comíamos en caros restaurantes donde nos
mostrábamos muy ingleses con los camareros. Por primera vez en mi vida me puse a escribir
en las paredes. Los pasillos de varios restaurantes de moda ostentaban en las suyas «¡Visca
POUM!» en letras tan grandes como pude hacer. Aunque me mantenía técnicamente
escondido todo el rato, no me sentía en peligro. Todo parecía demasiado absurdo. Tenía la
inerradicable convicción inglesa de que «ellos» no podían arrestar a alguien a no ser que
hubiera violado la ley. Es una creencia extremadamente peligrosa durante un pogromo
político. Había orden de apresar a McNair; y era probable que el resto de nosotros
figuráramos también en la lista. Los arrestos, registros y allanamientos continuaban sin pausa;
prácticamente todos los que conocíamos, exceptuando aquellos que seguían en el frente,
estaban ya en la cárcel. La policía incluso llegó a subir a los barcos franceses que
periódicamente se llevaban refugiados en busca de sospechosos de «trotskismo».
Gracias a la bondad del cónsul británico, quien debió de pasar una semana muy difícil,
logramos poner nuestros pasaportes en regla. Cuanto antes partiéramos, mejor sería. Había un
tren que salía para Portbou a las siete y media de la noche y que, según cabía esperar; lo haría
a eso de las ocho y media. Acordamos que mi esposa pediría un taxi con anticipación y
prepararía luego las maletas, pagaría la cuenta y abandonaría el hotel en el último momento
posible. Si los empleados del hotel se enteraban a tiempo de sus propósitos, seguro que
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avisarían a la policía. Llegué a la estación hacia las siete, y me encontré con que el tren ya
había partido a las siete menos diez. El maquinista había cambiado de idea, como de
costumbre. Por fortuna, logramos avisar a mi esposa a tiempo. Otro tren salía a primera hora
de la mañana siguiente. McNair; Cottman y yo cenamos en un pequeño restaurante cerca de la
estación y, tras un tanteo cauteloso, descubrimos que el dueño del restaurante era miembro de
la CNT y que simpatizaba con nosotros. Nos proporcionó una habitación con tres camas y se
olvidó de avisar a la policía. Era la primera vez en cinco noches que podía dormir sin ropa.
Al otro día mi esposa logró salir del hotel sin que nadie lo advirtiera. El tren partió
con casi una hora de retraso. Yo ocupé el tiempo escribiendo una larga carta al Ministerio de
la Guerra acerca del caso de Kopp: sin duda había sido arrestado por error; se necesitaba
urgentemente su presencia en el frente, innumerables personas testificarían su inocencia,
etcétera, etcétera, etcétera. Me pregunto si alguien leyó esa carta, escrita en páginas
arrancadas de una libreta de notas, con letra temblorosa (tenía los dedos parcialmente
paralizados) y en un español aún más tembloroso. En cualquier caso, ni esa carta ni ninguna
medida tuvieron efecto alguno.
Mientras escribo, seis meses después de estos acontecimientos, Kopp (si no ha sido
fusilado) sigue en la cárcel, sin juicio y sin acusación. Al comienzo recibimos dos o tres
cartas de él, enviadas desde Francia por prisioneros liberados. Todas hablaban de lo mismo:
encarcelamiento en sótanos oscuros y mugrientos, comida mala y escasa, enfermedad grave
debida a las condiciones del encierro y negativa a prestarle atención médica. Todo esto me
fue confirmado por varias fuentes diferentes, inglesas y francesas. Hacía poco que había
desaparecido en una de las «cárceles secretas» con las que parece imposible establecer
cualquier tipo de comunicación. Su caso es el de docenas o centenares de extranjeros y nadie
sabe de cuántos millares de españoles.
Por fin cruzamos la frontera sin incidentes. El tren tenía vagón de primera clase y
vagón—restaurante, el primero que veía en España. Hasta no hace mucho sólo existía clase
unica en los trenes de Cataluña. Dos policías de civil recorrieron el tren anotando el nombre
de los extranjeros, pero cuando nos vieron en el vagón—restaurante parecieron conformarse
con nuestro aspecto respetable. Resultaba extraño ver cómo había cambiado todo. Sólo seis
meses antes, cuando aún dominaban los anarquistas, era el aspecto de proletario el que hacía a
uno respetable. En la ida, camino de Perpiñán a Cerbére, un viajante francés sentado junto a
mí me había dicho con toda solemnidad: «Usted no puede ir a España con ese aspecto.
Quitese el cuello y la corbata. Se los van a arrancar en Barcelona». Sin duda exageraba, pero
eso demuestra la idea que se tenía de Cataluña. En la frontera, los guardias anarquistas habían
impedido la entrada a un francés vestido elegantemente y a su esposa por el único motivo,
según creo, de que parecían demasiado burgueses. Ahora era al revés: para salvarse había que
parecer burgués. En el puesto de control buscaron nuestros nombres en la lista de
sospechosos, pero gracias a la ineficacia de la policía nuestros nombres no figuraban en ella,
ni siquiera el de McNair. Nos registraron de pies a cabeza; no llevábamos nada
comprometedor exceptuando mi certificado de licencia, pero los carabineros que me
registraron no sabían que la División 29 pertenecía al POUM. Pasamos la barrera, y después
de seis meses justos me encontraba de nuevo en suelo francés. Los únicos recuerdos que me
llevaba de España eran una bota de piel de cabra y una de esas pequeñas lámparas de hierro
en las que los campesinos aragoneses queman aceite de oliva y cuya forma es casi idéntica a
la de las lámparas de terracota usadas por los romanos hace dos mil años. La había
encontrado en una choza en ruinas e inexplicablemente seguía en mi poder.
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Después de todo, resultó que no nos habíamos precipitado al marcharnos. El primer
periódico que vimos anunciaba el arresto de McNair por espionaje; las autoridades españolas
se habían apresurado un poco al anunciar esto. Por fortuna, el «trostkismo» no es un motivo
de extradición.
Me pregunto cuál es el primer acto espontáneo de la gente cuando sale de un país en
guerra y pone los pies en uno en paz. El mío fue correr a un puesto de tabaco y comprar
cigarros y cigarrillos hasta llenarme los bolsillos. Luego fuimos a un bar y bebimos una taza
de té, el primer té con leche fresca que tomábamos en muchos meses. Pasaron varios días
antes de acostumbrarme a la idea de que podía comprar cigarrillos cada vez que lo deseara.
Siempre esperaba ver cerrada la puerta del estanco y en el escaparate el temido cartel: «No
hay tabaco».
McNair y Cottman siguieron hasta París; mi esposa y yo dejamos el tren en Banyuls,
la primera estación francesa, seguros de que necesitábamos un descanso. No nos recibieron
demasiado bien en Banyuls cuando supieron que veníamos de Barcelona. Varias veces me vi
envuelto en la misma conversación: «¿Usted viene de España? ¿De qué lado peleó? ¿Del
gobierno? ¡Oh!», y luego una marcada frialdad. La pequeña ciudad parecía decantarse
decididamente en favor de Franco, sin duda a causa de los refugiados españoles fascistas que
habían ido llegando allí periódicamente. El camarero del café que frecuentaba era un español
profranquista que me solía dirigir miradas de desprecio mientras me servía el aperitivo. Otra
cosa ocurría en Perpiñán, llena de partidarios del gobierno y donde las intrigas entre las
distintas facciones seguían casi como en Barcelona. Había un café donde la palabra «POUM»
te procuraba de inmediato amistades francesas y sonrisas del camarero.
Creo que nos quedamos tres días en Banyuls. Fueron unos días de extraña inquietud.
En esa tranquila ciudad pesquera, alejada de las bombas, las ametralladoras, las colas para
comprar alimentos, la propaganda y las intrigas nos tendríamos que haber sentido
profundamente aliviados y agradecidos. Nada de eso ocurrió. Lo que habíamos visto en
España no se fue difuminando ni perdió fuerza; al contrario, ahora que estábamos lejos de
todo, se nos venía encima de una manera mucho más vívida que antes. Pensábamos en
España, hablábamos de España, soñábamos incesantemente con España. Nos habíamos dicho
durante meses que «cuando saliéramos de España», iríamos a algún lugar cerca del
Mediterráneo y nos quedaríamos allí tranquilos durante un tiempo, pescando, quizá; pero
ahora que estábamos aquí nos sentíamos aburridos y decepcionados. El tiempo era frío y un
viento persistente soplaba desde el mar, siempre gris y picado. En todo el puerto, una espuma
mezcla de cenizas, corchos y entrañas de pescado golpeaba contra las piedras. Parecerá una
locura, pero lo que ambos deseábamos era regresar a España. Aunque nadie se hubiera
beneficiado de ello y hubiéramos podido salir muy mal parados, ambos lamentábamos no
habernos quedado para ser encarcelados junto con los demás. Supongo que sólo he logrado
transmitir ep pequeñísima medida lo que esos meses en España significan para mí. He dado
cuenta de algunos acontecimientos externos, pero no puedo describir los sentimientos que
dejaron en mí. Todo se confunde en ese cúmulo de visiones, olores y sonidos que las palabras
no pueden transmitir: el olor de las trincheras, la aurora en las montañas extendiéndose a
distancias increíbles, el chasquido seco de las balas, el estrépito y el resplandor de las
bombas, la luz clara y fría de las mañanas en Barcelona y el taconeo de las botas en el patio
del cuartel, allá por diciembre, cuando la gente todavía creía en la revolución; y las colas para
conseguir comida y las banderas rojinegras y los rostros de los milicianos españoles; sobre
todo, los rostros de los milicianos, de los hombres que conocí en el frente y que ahora andarán
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dispersos por Dios sabe dónde, unos muertos en combate, algunos inválidos, otros en la
cárcel y muchos, espero, aún sanos y salvos. Buena suerte a todos ellos; ojalá ganen su guerra
y echen de España a todos los extranjeros, alemanes, rusos e italianos por igual. Esta guerra,
en la que desempeñé un papel tan ineficaz, me ha dejado recuerdos en su mayoría funestos,
pero aun así no hubiera querido perdérmela. Cuando se ha podido atisbar un desastre como
éste —y, cualquiera que sea el resultado, la guerra española habrá sido un espantoso desastre,
aun sin considerar las matanzas y el sufrimiento físico—, el saldo no es necesariamente
desilusión y cinismo. Por curioso que parezca; toda esta experiencia no ha socavado mi fe en
la decencia de los seres humanos, sino que, por el contrario, la ha fortalecido. Y espero que
mi relato no haya sido demasiado confuso. Creo que, con respecto a un acontecimiento como
éste, nadie es o puede ser completamente veraz. Sólo se puede estar seguro de lo que se ha
visto con los propios ojos y, consciente o inconscientemente, todos escribimos con
parcialidad. Si no lo he dicho en alguna otra parte de este libro, lo diré ahora: cuidado con mi
parcialidad, mis errores factuales y la deformación que inevitablemente produce el que yo
sólo haya podido ver una parte de los hechos. Pero cuidado también con lo mismo al leer
cualquier otro libro acerca de este período de la guerra española.
Debido a la sensación de que teníamos que hacer algo, aunque en realidad nada
podíamos hacer, dejamos Banyuls antes de lo pensado. A medida que se avanza hacia el
norte, Francia se torna cada vez más suave y más verde; se alejan las montañas y los viñedos
y vuelven la pradera y los olmos. Cuando había pasado por París, de viaje a España, me había
parecido una ciudad decaída y lúgubre, muy diferente de la que había conocido ocho años
antes, cuando la vida era barata y no se oía hablar de Hitler. La mitad de los cafés que solía
frecuentar permanecían cerrados por falta de clientela, y todo el mundo estaba obsesionado
por el elevado costo de la vida y el temor a la guerra. Ahora, después de la pobre España,
París parecía alegre y próspero. La Exposición estaba en su apogeo, pero nos las ingeniamos
para no visitarla.
Y luego Inglaterra, el sur de Inglaterra, probablemente el paisaje más acicalado del
mundo. Cuando se pasa por allí, en especial mientras uno va recuperándose del mareo
anterior, cómodamente sentado sobre los blandos almohadones del tren de enlace con el
barco, resulta difícil creer que realmente ocurre algo en alguna parte. ¿Terremotos en Japón,
hambrunas en China, revoluciones en México? No hay por qué preocuparse, la leche estará en
el umbral de la puerta mañana temprano y el New Statesman saldrá el viernes. Las ciudades
industriales, una mancha de humo y miseria oculta por la curva de la superficie terrestre,
quedaban lejos. Allí, en el sur, Inglaterra seguía siendo la que había conocido en mi infancia:
las zanjas de las vías del ferrocarril cubiertas de flores silvestres, las onduladas praderas
donde grandes y relucientes caballos pastan y meditan, los lentos arroyuelos bordeados de
sauces, los pechos verdes de los olmos, las espuelas de caballero en los jardines de las casas
de campo; luego la serena e inmensa paz de los alrededores londinenses, las barcazas en el río
fangoso, las calles familiares, los carteles anunciando partidos de criquet y bodas reales, los
hombres con bombín, las palomas en la Plaza de Trafalgar, los autobuses rojos, los policías
azules... todos durmiendo el sueño muy profundo de Inglaterra, del cual muchas veces me
temo que no despertaremos hasta que no nos arranque del mismo el estrépito de las bombas.
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102
Apéndice 1
[Antiguo capítulo V de la primera edición inglesa, situado originalmente entre los
capítulos 4 y 5 de esta edición.]
Al comienzo, yo había ignorado el aspecto político de la guerra, fue por esta época
cuando comencé a prestarle atención. Quien no esté interesado en los horrores de la política
partidista, hará bien en saltarse estos fragmentos; con el propósito de facilitar esa tarea, he
tratado de mantener las partes políticas de mi narración en capítulos separados. Pero, al
mismo tiempo, sería del todo imposible escribir sobre la guerra española desde un ángulo
puramente militar. Porque sobre todas las cosas se trataba de una guerra política. Ningún
hecho en ella, por lo menos durante el primer año, resulta inteligible si uno no tiene una
mínima idea de la lucha interpartidista que se desarrollaba detrás de las líneas
gubernamentales.
Cuando llegué a España, y durante algún tiempo después, no sólo me desinteresé de lo
relativo a la situación política, sino que no la percibí. Sabía que estábamos en guerra, pero no
tenía idea de en qué clase de guerra. Si me hubieran preguntado por qué me uní a la milicia,
habría respondido: «Para luchar contra el fascismo»; y si me hubieran preguntado por qué
luchaba, habría respondido: «Por simple decencia». Había aceptado la versión que el News
Chronicle y el New Statesman daban de la guerra como la defensa de la civilización contra el
estallido maníaco de un ejército de coroneles Blimps pagados por Hitler. La atmósfera
revolucionaria de Barcelona me atrajo profundamente, pero no había hecho intento alguno
por comprenderla. En cuanto al calidoscopio de partidos políticos y sindicatos, con sus
agotadores nombres —PSUC, POUM, FAI, CNT, UGT, JCI, JSU, AIT—, simplemente me
exasperaba. A primera vista, daba la impresión de que España sufría una plaga de siglas.
Sabía que formaba parte de algo que se llamaba el POUM (me había unido a la milicia del
POUM y no a ninguna de las otras porque llegué a Barcelona con una credencial del ILP),
pero no me di cuenta de que existían marcadas diferencias entre los partidos políticos. Una
vez que en Monte Pocero señalaron la posición situada a nuestra izquierda diciendo:
«Aquéllos son los socialistas» (refiriéndose a los del PSUC), me sentí desconcertado y
pregunté: «¿Acaso no somos todos socialistas?». Me pareció una idiotez que hombres que se
jugaban la vida por igual tuvieran partidos distintos; mi actitud siempre fue: «¿Por qué no
dejamos de lado todas esas tonterías políticas y seguimos adelante con la guerra?». Ésta era,
por supuesto, la actitud «antifascista» correcta que los periódicos ingleses habían difundido
cuidadosamente, en gran parte con el fin de impedir que la gente comprendiera la naturaleza
real de la lucha. Pero en España, especialmente en Cataluña, era una actitud que nadie podía
mantener por mucho tiempo. Todo el mundo, aunque fuera de mala gana, tomaba partido
tarde o temprano. Incluso si a uno no le importaban en absoluto los partidos políticos y sus
posiciones ideológicas, era demasiado evidente que ello afectaba al propio destino personal.
En tanto que miliciano, se era soldado contra Franco, pero también un peón en un gigantesco
combate que enfrentaba a dos teorías políticas. Si cuando buscaba leña en la ladera de la
montaña me había de preguntar si existía realmente una guerra o si era un invento del News
Chronicle, si tuve que esquivar las ametralladoras comunistas en los tumultos de Barcelona,
si finalmente tuve que huir de España con la policía pisándome los talones, todo eso me
ocurrió de esa forma concreta porque pertenecía a la milicia del POUM y no a la del PSUC.
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¡Tan enorme es la diferencia entre dos grupos de iniciales!
Para comprender la situación del bando gubernamental es necesario recordar cómo
comenzó la guerra. El 18 de julio, cuando estalló la lucha, es probable que todos los
antifascistas de Europa sintieran renacer sus esperanzas: por fin, aparentemente, una
democracia se levantaba contra el fascismo. Durante muchos años, los países llamados
democráticos se habían sometido al fascismo reiteradamente. Se había permitido a los
japoneses hacer lo que habían querido en Manchuria. Hitler había subido al poder y se había
dedicado a masacrar a sus opositores políticos de todos los colores. Mussolini había
bombardeado a los abisinios mientras cincuenta y tres naciones (creo que eran cincuenta y
tres) apenas si hicieron oír sus piadosas quejas desde la distancia. Pero cuando Franco trató de
derrocar un gobierno tibiamente izquierdista, el pueblo español, contra todo lo esperado, se
levantó y le hizo frente. Parecía, y posiblemente lo era, el cambio de la marea.
Varios hechos pasaron inadvertidos a la observación general. Franco no era
estrictamente comparable a Hitler o a Mussolini. Su ascenso se debió a un golpe militar
respaldado por la aristocracia y la Iglesia y, en lo esencial, especialmente al comienzo, no
constituyó tanto un intento de imponer el fascismo como de restaurar el feudalismo. Ello
significaba que Franco debía hacer frente no sólo a la clase trabajadora, sino también a
diversos sectores de la burguesía liberal, precisamente los mismos grupos que apoyan al
fascismo cuando éste aparece en una forma más moderna. Más importante que todo esto es el
hecho de que la clase trabajadora española no resistió a Franco en nombre de la democracia y
el statu quo, como podríamos haberlo hecho nosotros en Inglaterra: su resistencia se vio
acompañada de un estallido revolucionario definido, y casi podría decirse que éste fue su
carácter. Los campesinos se apoderaron de la tierra; los sindicatos se hicieron cargo de
muchas fábricas y la mayor parte del transporte; se arrasaron iglesias y se expulsó o mató a
los sacerdotes. El Daily Mail, entre los aplausos del clero católico, pudo representar a Franco
como a un patriota que liberaba a su tierra de las hordas de «rojos» malvados.
Durante los primeros meses de la guerra, el verdadero opositor de Franco no fue tanto
el gobierno como los sindicatos. En cuanto se produjo el levantamiento, los trabajadores
urbanos organizados replicaron con un llamamiento a la huelga general y exigieron y
obtuvieron, luego de cierta lucha, armas de los arsenales oficiales. De no haber actuado de
manera espontánea y más o menos independiente, es probable que nunca se hubiera podido
parar a Franco. Desde luego, no puede afirmarse esto con toda certeza, pero por lo menos hay
motivos para pensarlo. El gobierno no había hecho nada o prácticamente nada por impedir el
levantamiento, que se esperaba desde hacía bastante tiempo, y cuando comenzaron las
dificultades su actitud fue débil y vacilante; tanto es así, que España tuvo tres primeros
ministros en un solo día.* Además, la única medida que podía salvar la situación inmediata,
armar a los trabajadores, fue tomada con renuencia y en respuesta al violento clamor popular.
Se distribuyeron las armas y, en las ciudades importantes del este de España, los fascistas
fueron derrotados mediante un tremendo esfuerzo, principalmente de la clase trabajadora, con
la colaboración de parte de las fuerzas armadas (guardias de asalto, etcétera) que se
mantenían leales. Se trataba del tipo de esfuerzo que quizá sólo puede realizar un pueblo que
lucha con una convicción revolucionaria, esto es, que lucha por algo mejor que el statu quo.
Se cree que, en los diversos centros de la rebelión, tres mil personas murieron en las calles en
* Casares Quiroga, Martínez Barrios y Giral. Los dos primeros se negaron a distribuir armas entre las organizaciones
obreras.
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un solo día. Hombres y mujeres armados tan sólo con cartuchos de dinamita atravesaban
corriendo las plazas abiertas y se apoderaban de edificios de piedra controlados por soldados
regulares provistos de ametralladoras. Los nidos de ametralladoras que los fascistas habían
colocado en puntos estratégicos fueron aplastados por taxis que se precipitaron sobre ellos a
cien kilómetros por hora. Aun no sabiendo nada sobre la entrega de la tierra a los campesinos,
sobre la creación de consejos locales, etcétera, resultaría muy difícil creer que los anarquistas
y socialistas, que formaban la columna vertebral de la resistencia, hacían todo eso a fin de
preservar la democracia capitalista, la cual, especialmente desde el punto de vista anarquista,
no era más que una maquinaria centralizada de estafa.
Entretanto, los trabajadores contaban con armas y ya a esas alturas se negaban a
devolverlas. (Un año más tarde se calculaba que los anarcosindicalistas en Cataluña poseían
todavía treinta mil fusiles.) Las propiedades de los grandes terratenientes profascistas fueron
tomadas en muchos lugares por los campesinos. Junto con la colectivización de la industria y
el transporte, se hizo el intento de establecer los comienzos de un gobierno de trabajadores
por medio de comités locales, patrullas de obreros en reemplazo de las viejas fuerzas
policiales procapitalistas, milicias proletarias basadas en los sindicatos, etcétera. Desde luego,
el proceso no era uniforme y llegó más lejos en Cataluña que en cualquier otra parte. Había
zonas donde las instituciones del gobierno local permanecían casi inalteradas, y otras donde
coexistían con los comités revolucionarios. En ciertos lugares se crearon comunas anarquistas
independientes, algunas de las cuales siguieron existiendo hasta que el gobierno las disolvió
un año después. En Cataluña, durante los primeros meses, el poder estaba casi por completo
en manos de los anarcosindicalistas, quienes controlaban la mayor parte de las industrias
clave. De hecho, lo que había ocurrido en España no era una mera guerra civil, sino el
comienzo de una revolución. Ésta es la situación que la prensa antifascista fuera de España ha
tratado especialmente de ocultar. Toda la lucha fue reducida a una cuestión de «fascismo
frente a democracia», y el aspecto revolucionario se silenció hasta donde fue posible. En
Inglaterra, donde la prensa está más centralizada y es más fácil engañar al público que en
cualquier otra parte, sólo dos versiones de la guerra española tuvieron alguna publicidad
digna de mención: la versión derechista de los patriotas cristianos enfrentando a los
bolcheviques sedientos de sangre, y la versión izquierdista de los republicanos caballerosos
que sofocaban una revuelta militar. Pero el hecho central fue exitosamente ocultado.
Existían varias razones para ello. Gracias a la prensa profascista circulaban espantosas
mentiras sobre supuestas atrocidades, y los propagandistas bien intencionados creían, sin
duda, que ayudaban al gobierno español al negar que España se había «vuelto roja». Pero la
principal razón era ésta: exceptuando los pequeños grupos revolucionarios que existen en
cualquier país, todo el mundo estaba decidido a impedir la revolución en España; en especial
el Partido Comunista, respaldado por la Rusia soviética, invirtió su máxima energía contra la
revolución. Según la tesis comunista, una revolución en esa etapa resultaría fatal y en España
no debía aspirarse al control ejercido por los trabajadores, sino a la democracia burguesa. Es
innecesario señalar por qué la opinión «liberal» adoptó idéntica actitud. El capital extranjero
había hecho fuertes inversiones en España. La Barcelona Traction Company, por ejemplo,
representaba diez millones de capital británico, y los sindicatos se habían apoderado de todo
el transporte en Cataluña. Si la revolución seguía adelante, no habría ninguna compensación,
o muy escasa; si prevalecía la república capitalista, las inversiones extranjeras estarían a
salvo. Y puesto que era indispensable aplastar la revolución, simplificaba enormemente las
cosas actuar como si la revolución no hubiera tenido lugar. De esa manera era posible ocultar
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el verdadero significado de los acontecimientos. Podía hacerse aparecer todo desplazamiento
de poder de los sindicatos al gobierno central como un paso necesario en la reorganización
militar. La situación resultaba muy curiosa: fuera de España pocas personas comprendían que
se estaba produciendo una revolución; dentro de España, nadie lo dudaba. Hasta los
periódicos del PSUC, controlados por los comunistas y más o menos comprometidos con una
política antirrevolucionaria, hablaban de «nuestra gloriosa revolución». Y, mientras tanto, la
prensa comunista en los países extranjeros vociferaba que no había ningún signo de
revolución en ninguna parte; la toma de fábricas, la creación de comités de trabajadores y
demás cosas no habían tenido lugar o bien habían ocurrido, pero «carecían de importancia
política». De acuerdo con el Daily Worker (6 de agosto de 1936), quienes afirmaban que el
pueblo español luchaba por la revolución social o por cualquier otra cosa que no fuera una
democracia burguesa eran «canallas mentirosos». Por otro lado, Juan López, miembro del
gobierno de Valencia, declaró en febrero de 1937 que «el pueblo español derramaba su sangre
no por la República democrática y su constitución de papel, sino por... una revolución». Así,
parecería que los canallas mentirosos integraban el gobierno por el cual luchábamos. Algunos
de los periódicos extranjeros antifascistas descendieron incluso a la penosa mentira de afirmar
que las iglesias sólo eran atacadas cuando los fascistas las utilizaban como fortalezas. La
realidad es que los templos fueron saqueados en todas partes como algo muy natural, porque
estaba perfectamente sobreentendido que el clero español formaba parte de la estafa
capitalista. Durante los seis meses pasados en España sólo vi dos iglesias indemnes, y hasta
julio de 1937 no se permitió reabrir ninguna ni realizar oficios, excepto en uno o dos templos
protestantes de Madrid.
Pero, después de todo, sólo era el comienzo de una revolución, no una revolución
total. Cuando los trabajadores, desde luego en Cataluña y quizá en alguna otra parte, tuvieron
el poder necesario para ello, no derrocaron o reemplazaron totalmente al gobierno.
Evidentemente no podían hacerlo mientras Franco golpeaba a la puerta y sectores de la clase
media lo apoyaban. El país se encontraba en una etapa de transición, y podía desembocar en
el socialismo o en el retorno a una república capitalista corriente. Los campesinos tenían la
mayor parte de la tierra y era muy probable que la conservaran, a menos que Franco ganara;
se habían colectivizado todas las grandes industrias, pero que se mantuvieran así o que
volviera a introducirse el capitalismo dependería en última instancia del grupo que obtuviera
el control. Al comienzo podía decirse que el gobierno central y la Generalitat de Cataluña (el
gobierno catalán semiautónomo) representaban a la clase trabajadora. El gobierno estaba
encabezado por Caballero, un socialista del ala izquierda, e incluía ministros que
representaban a la UGT (sindicato socialista) y a la CNT (sindicato controlado por los
anarquistas). La Generalitat catalana fue reemplazada virtualmente durante un tiempo por un
Comité de Defensa Antifascista*
, compuesto principalmente por delegados de los sindicatos.
Más tarde, el Comité de Defensa se disolvió y la Generalitat se reorganizó de modo que
representara a las organizaciones obreras y a los partidos de izquierda. Pero las subsiguientes
modificaciones del gobierno significaron un cambio hacia la derecha. Primero se expulsó al
POUM de la Generalitat; seis meses más tarde, Caballero fue reemplazado por Negrín,
socialista de derechas; poco después, la CNT fue eliminada del gobierno; luego la UGT;
posteriormente la CNT también tuvo que apartarse de la Generalitat; por fin, un año después
del estallido de la guerra y la revolución, existía un gobierno totalmente compuesto por
* Comité Central de Milicias Antifascistas. Los delegados se elegían en proporción al número de miembros de sus
organizaciones. Nueve delegados representaban a las centrales de trabajadores, tres a los partidos liberales catalanes y dos a
los diversos partidos marxistas (POUM y comunistas).
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socialistas de derechas, liberales y comunistas.
El vuelco general hacia la derecha se produjo en octubre—noviembre de 1936, cuando
la URSS inició el envío de armas al gobierno y el poder comenzó a pasar de los anarquistas a
los comunistas. Con la excepción de Rusia y México, ningún gobierno había tenido la
decencia de acudir en auxilio de la República, y México, por razones obvias, no podía
proporcionar armas en grandes cantidades. En consecuencia, los rusos podían imponer sus
condiciones. Caben muy pocas dudas de que tales condiciones eran, en esencia, «impedir la
revolución o quedarse sin armas», y de que la primera medida contra los elementos
revolucionarios, la expulsión del POUM de la Generalitat catalana, se tomó por orden de la
URSS. Se niega la existencia de presiones del gobierno ruso, pero esto carece de mayor
importancia, pues puede darse por descontado que los partidos comunistas de todos los países
ponen en práctica la política rusa, y nadie niega que en España el Partido Comunista fue el
principal opositor del POUM primero, luego de los anarquistas, más tarde del grupo socialista
que apoyaba a Caballero y, siempre, de una política revolucionaria. Con la intervención de la
URSS, el triunfo del Partido Comunista estaba asegurado. El agradecimiento hacia Rusia por
las armas recibidas y el hecho de que el Partido Comunista, en particular desde la llegada de
las Brigadas Internacionales, parecía capaz de ganar la guerra, sirvieron para incrementar su
prestigio. Las armas rusas se distribuían a través del Partido Comunista y sus partidos aliados,
quienes cuidaron muy bien de que sus opositores políticos prácticamente no recibieran
ninguna.* Al proclamar una política no revolucionaria, los comunistas pudieron agrupar a
todos aquellos a quienes asustaban los extremistas. Resultaba fácil, por ejemplo, unir a los
campesinos más acomodados contra las medidas de colectivización de los anarquistas. Hubo
un prodigioso aumento en el número de afiliados del partido, provenientes en su mayor parte
de la clase media: comerciantes, funcionarios, oficiales del ejército, campesinos acomodados,
etcétera.
La guerra era en esencia un conflicto triangular. La lucha contra Franco debía
continuar, pero el gobierno tenía la finalidad simultánea de recuperar el poder que permanecía
en manos de los sindicatos. Ello se logró mediante una serie de pequeños pasos y, en líneas
generales, con suma inteligencia. No hubo un movimiento contrarrevolucionario general y
evidente, y hasta mayo de 1937 casi no fue necesario recurrir a la fuerza. En todos los casos,
desde luego, resultaba que lo exigido por las necesidades militares era la entrega de algo que
los trabajadores habían conquistado para sí en 1936. A las organizaciones obreras siempre
podía hacérselas volver sobre sus pasos con un argumento que es casi demasiado evidente
para que sea necesario manifestarlo: «A menos que se haga esto y aquello, perderemos la
guerra». Ese argumento no podía fallar, pues perder la guerra era lo último que deseaban los
revolucionarios; si la guerra se perdía, democracia y revolución, socialismo y anarquismo se
convertían en palabras vacías. Los anarquistas —único movimiento revolucionario que
ejercía gran influencia— fueron obligados a ceder en un punto tras otro. Se frenó el proceso
de colectivización, se eliminaron los comités locales, se disolvieron las patrullas de
trabajadores y se restablecieron, reforzadas y muy bien armadas, las fuerzas policiales de
antes de la guerra; el gobierno se hizo cargo de varias industrias clave que habían estado bajo
el control de los sindicatos (la toma de la Central Telefónica de Barcelona, que provocó las
luchas de mayo, fue un incidente dentro de este proceso); por fin —hecho de máxima
* A ello se debía que hubiera tan pocas armas rusas en el frente de Aragón, donde predominaban las milicias anarquistas.
Hasta abril de 1937, la única arma rusa que vi —exceptuando algunos aeroplanos que pueden o no haber sido rusos— fue
una solitaria metralleta.
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importancia—, las milicias de trabajadores, formadas por los sindicatos, se disolvieron y
redistribuyeron en el nuevo Ejército Popular, un ejército «apolítico» de líneas semiburguesas,
con pagas diferenciadas, una casta privilegiada de oficiales, etcétera. En esas especiales
circunstancias éste fue el paso realmente decisivo; en Cataluña se produjo más tarde que en
cualquier otra parte porque allí los partidos revolucionarios eran muy fuertes. Sin duda, la
única garantía con que contaban los trabajadores para conservar sus conquistas consistía en
mantener parte de las fuerzas armadas bajo su control. Como ya era habitual, la disolución de
la milicia se realizó en nombre de la eficiencia militar. Nadie negaba la necesidad de una
reorganización militar a fondo. No obstante, se hubieran podido reorganizar las milicias y
lograr en ellas una mayor eficiencia manteniéndolas bajo el control directo de los sindicatos;
el propósito principal del cambio era el de asegurar que los anarquistas no contaran con un
ejército propio. Además, el espíritu democrático de las milicias las convertía en semilleros de
ideas revolucionarias. Los comunistas lo sabían muy bien y lucharon incesante y
encarnizadamente contra el POUM y el principio anarquista de igual paga para todos los
rangos. Se llevó a cabo un «aburguesamiento» general, una destrucción deliberada del espíritu
igualitario de los primeros meses de la revolución. Todo ocurría de forma tan rápida que la
gente que hacia frecuentes visitas a España declaraba que le parecía llegar a un país distinto
cada vez; lo que por un breve instante‘ y de manera superficial parecía haber sido un Estado
de trabajadores, estaba convirtiéndose ante nuestros ojos en una república burguesa corriente,
con la habitual división entre ricos y pobres. En otoño de 1937, el «socialista» Negrín
declaraba en discursos públicos que «respetamos la propiedad privada», y los miembros de las
Cortes que al comienzo de la guerra habían tenido que huir a causa de sus simpatías
profascistas comenzaban a regresar a España.
El proceso resulta fácil de entender si recordamos que tiene su origen en la alianza
temporal que el fascismo, en cierta forma, obliga a realizar entre la burguesía y los
trabajadores. Tal alianza, conocida como Frente Popular, constituye en esencia una alianza de
enemigos y parece probable que siempre haya de terminar con que uno de los bandos devore
al otro. El único rasgo inesperado en la situación española que fuera de España ha causado
muchos malentendidos— es que, entre los partidos del lado gubernamental, los comunistas
no estuvieron en la extrema izquierda, sino en la extrema derecha. En realidad no debería
resultar sorprendente, pues las tácticas del Partido Comunista en otros países, particularmente
en Francia, han puesto en evidencia que es necesario considerar al comunismo oficial, al
menos por el momento, como una fuerza contrarrevolucionaria. La política del Komintern
está hoy subordinada (se comprende, considerando la situación mundial) a la defensa de la
URSS, que depende de un sistema de alianzas militares. En concreto, la URSS es aliada de
Francia, un país imperialista—capitalista. Tal alianza no es muy útil a Rusia a menos que el
capitalismo francés sea fuerte y, por lo tanto, la politica comunista en Francia debe ser
antirrevolucionaria. Ello significa no sólo que los comunistas franceses marchen ahora tras la
bandera tricolor y canten la Marsellesa, sino que —más importante aún— hayan tenido que
dejar a un lado toda agitación efectiva en las colonias francesas. Hace menos de tres años que
Thorez, secretario del Partido Comunista francés, declaró que los trabajadores franceses
nunca serían llevados a luchar contra sus camaradas alemanes*
; actualmente, es uno de los
patriotas más vocingleros de Francia. La clave para comprender la conducta del Partido
Comunista en cualquier país es la relación militar (real o potencial) de ese país con la URSS.
En Inglaterra, por ejemplo, la posición es aún incierta y, por ende, el Partido Comunista
* En la Cámara de Diputados, marzo de 1935.
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inglés sigue siendo hostil al gobierno nacional y se opone al rearme. Con todo, si Gran
Bretaña entra en una alianza o en un acuerdo militar con la URSS, el comunista inglés, al
igual que el francés, no podrá hacer otra cosa que convertirse en un buen patriota y en un
imperialista. Ya hay signos premonitorios de esta situación. En España, la «línea» comunista
dependía sin duda del hecho de que Francia, aliada de Rusia, se opusiera decididamente a
tener un vecino revolucionario e hiciera todo lo posible por impedir la liberación del
Marruecos español. El Daily Mail, con sus historias de una revolución roja financiada por
Moscú, estaba aún más equivocado que de costumbre. En realidad, eran los comunistas, más
que cualquier otro sector, quienes impedían la revolución en España. Más tarde, cuando las
fuerzas derechistas asumieron el control total, los comunistas se mostraron dispuestos a ir
mucho más allá que los liberales en la caza de dirigentes revolucionarios.
He tratado de describir el curso general de la revolución española durante el primer
año, a fin de facilitar la comprensión de la situación en cualquier momento dado.*
Pero no
quisiera sugerir que en febrero yo ya contaba con todas las opiniones implícitas en lo que
acabo de decir. Lo que más me aclaró las cosas aún no había ocurrido y, en cualquier caso,
mis simpatías eran en cierto sentido diferentes de las actuales. Ello se debía, en parte, a que el
aspecto político de la guerra me aburría y, naturalmente, reaccionaba contra el punto de vista
que me tocaba oír con más frecuencia, esto es, el del POUM—ILP. Los ingleses, entre los que
me encontraba, eran en su mayor parte miembros del ILP, exceptuados unos pocos
pertenecientes al Partido Comunista, y casi todos ellos tenían una formación política más
sólida que yo. Durante largas semanas, en el monótono período en que nada ocurría en los
alrededores dé Huesca, me encontré en medio de una discusión política prácticamente
interminable. En el granero maloliente y frío de la granja donde estábamos instalados, en la
asfixiante oscuridad de las trincheras, detrás del parapeto en las heladas horas de la noche, el
conflicto de las «líneas» partidistas se discutía una y otra vez. Entre los españoles ocurría lo
mismo, y la mayoría de los periódicos que leíamos centraban su atención en el conflicto entre
los partidos. Uno tendría que haber sido sordo o imbécil para no recoger algunas ideas acerca
de los propósitos de los diversos partidos.
Desde el punto de vista de la teoría política, sólo importaban tres tendencias: la del
PSUC, la del POUM y la de la CNT—FAI. Al referirnos a estas últimas organizaciones
solíamos decir simplemente «los anarquistas». Consideraré primero el PSUC, por ser el más
importante; fue el partido que triunfó finalmente y que, ya en esa época, se encontraba
visiblemente en ascenso.
Es necesario explicar que, cuando uno habla de la «línea» del PSUC, en realidad se
refiere a la «línea» del Partido Comunista. El PSUC (Partido Socialista Unificado de
Cataluña) era el partido socialista de Cataluña; se había formado al comienzo de la guerra por
la fusión de diversos partidos marxistas, entre ellos el Partido Comunista Catalán, pero ahora
se encontraba bajo control comunista y estaba adscrito a la Tercera Internacional. En otras
regiones de España no había tenido lugar ninguna unificación formal entre socialistas y
comunistas, pero en todas partes se podían considerar idénticos los puntos de vista comunista
y socialista de derecha. En términos generales, el PSUC era el órgano político de la UGT
(Unión General de Trabajadores) y de los sindicatos socialistas. El número de miembros de
* La mejor descripción del juego interno de los partidos en el bando gubernamental es la de Franz Borkenau en The Spanish
Gockpit (El reñidero español. Los conflictos sociales y políticos de la guerra civil española, Ruedo Ibérico). Se trata, sin
duda alguna, del mejor libro publicado hasta ahora sobre la guerra española.
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este sindicato en toda España ascendía en esos momentos al millón y medio. Agrupaba a
muchas secciones de trabajadores manuales, pero desde el estallido de la guerra también
había visto engrosadas sus filas por una gran afluencia de personas de clase media, puesto que
ya en los comienzos de la revolución, personas de las más distintas procedencias habían
considerado útil unirse a la UGTo a la CNT Ambos bloques sindicales tenían bases comunes,
pero de los dos, la CNT era más decididamente una organización de la clase trabajadora. En
resumen, el PSUC estaba integrado por trabajadores y pequeña burguesía (comerciantes,
funcionarios y los campesinos más acomodados).
La «línea» del PSUC, predicada en la prensa comunista y procomunista de todo el
mundo, era aproximadamente ésta: «En la actualidad, nada importa salvo ganar la guerra; sin
una victoria definitiva, todo lo demás carece de sentido. Por lo tanto, éste no es el momento
para hablar de llevar adelante la revolución. No podemos darnos el lujo de perder a los
campesinos al obligarlos a aceptar la colectivización, ni de ahuyentar a la clase media que
lucha a nuestro lado. Por encima de todo y por razones de eficacia, debemos acabar con el
caos revolucionario. Necesitamos un gobierno central fuerte en lugar de comités locales, y un
ejército bien adiestrado y completamente militarizado bajo un mando único. Aferrarse a los
fragmentos de control obrero y repetir como loros frases revolucionarias es más que inútil: no
sólo resulta un obstáculo, sino también contrarrevolucionario, porque conduce a divisiones
que los fascistas pueden utilizar contra nosotros. En esta etapa no luchamos por la dictadura
del proletariado, luchamos por la democracia parlamentaria. Quien trate de convertir la guerra
civil en una revolución social le hace el juego a los fascistas y es, de hecho, aun sin quererlo,
un traidor».
La «línea» del POUM difería de aquélla en todos los puntos excepto, desde luego, en
la importancia de ganar la guerra. El POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista) era
uno de esos partidos comunistas disidentes que han surgido en muchos países durante los
últimos años como resultado de la oposición al «estalinismo», esto es, al cambio, real o
aparente, en la política comunista. Estaba constituido en parte por ex comunistas y, en parte,
por un partido anterior, el Bloque Obrero y Campesino. Numéricamente se trataba de un
partido pequeño*
, sin mayor influencia fuera de Cataluña, pero importante sobre todo porque
agrupaba una proporción insólitamente elevada de individuos políticamente conscientes. En
Cataluña, su zona de influencia más fuerte era Lérida. No representaba a ningún bloque
sindical. Los milicianos del POUM eran en su mayor parte miembros de la CNT, pero los
miembros reales del partido pertenecían en general a la UGT. No obstante, el POUM sólo
tenía algo de influencia en la CNT. La «línea» del POUM era aproximadamente la que sigue:
«Carece de sentido hablar de oponerse al fascismo por medio de una ―democracia‖ burguesa.
La ―democracia‖ burguesa es sólo otro nombre del capitalismo y lo mismo ocurre con el
fascismo; luchar contra el fascismo en nombre de la ―democracia‖ significa luchar contra una
forma de capitalismo en nombre de otra forma que es susceptible de convertirse en la primera
en cualquier momento. La única alternativa real al fascismo es el control obrero. Si se fija
cualquier otra meta, se terminará dándole la victoria a Franco o, en el mejor de los casos, se
dejará entrar al fascismo por la puerta de atrás. Mientras tanto, los trabajadores deben
aferrarse a cada centímetro ganado; si ceden al gobierno semiburgués, serán estafados. Las
* Las cifras proporcionadas sobre miembros del POUM son las siguientes: julio de 1936, 10.000; diciembre de 1936,
70.000; junio de 1937, 40.000. Pero estas cifras tienen su origen en el POUM: un cálculo hostil probablemente las reduciría
a una cuarta parte. Lo único que cabe afirmar con alguna certeza sobre la cantidad de afiliados de los partidos políticos
españoles es que cada uno de ellos sobreestima sus propias fuerzas numéricas.
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milicias y las fuerzas policiales de los trabajadores deben conservarse en su forma actual, y es
necesario oponerse a todo esfuerzo tendente a aburguesarlas. Si los trabajadores no controlan
las fuerzas armadas, las fuerzas armadas controlarán a los trabajadores. La guerra y la
revolución son inseparables».
El punto de vista anarquista es más difícil de definir. En cualquier caso, el amplio
término «anarquista» se utiliza para designar una multitud de individuos de opiniones muy
diversas. El enorme bloque de sindicatos que constituían la CNT (Confederación Nacional de
Trabajadores), con unos dos millones de miembros, tenía como órgano político a la FAI
(Federación Anarquista Ibérica), una organización verdaderamente anarquista. Pero, incluso
los miembros de la FAI, aunque siempre impregnados, como quizá ocurra con la mayoría de
los españoles, de la filosofía anarquista, no eran necesariamente anarquistas en el sentido más
puro. En particular desde el comienzo de la guerra se habían orientado en la dirección del
socialismo corriente, pues las circunstancias los habían obligado a tomar parte en la
administración centralizada y también a violar todos sus principios al participar en el
gobierno. No obstante, diferían fundamentalmente de los comunistas en tanto que, al igual
que el POUM, propugnaban el control por parte de los trabajadores y no una democracia
parlamentaria. Coincidían con el lema del POUM: «La guerra y la revolución son
inseparables», si bien se mostraban menos dogmáticos al respecto. En líneas generales, la
CNT—FAI representaba: 1) control directo de servicios e industrias por los trabajadores que
constituyen sus plantillas, por ejemplo, en transportes, en fábricas textiles, etcétera; 2)
gobierno ejercido por comités locales y resistencia a toda forma de autoritarismo
centralizado; 3) hostilidad absoluta a la burguesía y la Iglesia. Este último punto, si bien era el
menos preciso, revestía máxima importancia. Los anarquistas representaban lo opuesto de la
mayoría de los llamados revolucionarios, porque aunque sus principios resultaran más bien
vagos, su odio hacia los privilegios y la injusticia era absolutamente genuino. Desde un punto
de vista filosófico, comunismo y anarquismo son polos opuestos; y en la práctica —por lo
que se refiere al tipo de sociedad a la que aspiran— las diferencias son sólo de énfasis, pero
por completo irreconciliables. El comunismo siempre pone el énfasis en el centralismo y la
eficiencia, y el anarquismo, en la libertad y la igualdad. El anarquismo tiene profundas raíces
en España y es probable que sobreviva al comunismo cuando la influencia rusa termine.
Durante los primeros dos meses de la guerra fueron los anarquistas, más que cualquier otro
sector, quienes salvaron la situación, y aún mucho más tarde la milicia anarquista, a pesar de
su indisciplina, constituía el mejor elemento de lucha entre las fuerzas puramente españolas.
Desde febrero de 1937 en adelante, los anarquistas y el POUM podían, en cierta medida,
considerarse una unidad. Si los anarquistas, el POUM y el ala izquierda de los socialistas
hubieran tenido el buen sentido de unirse desde el comienzo y forzar una política realista, la
historia de la guerra podría haber sido distinta. Pero, al comienzo, cuando los partidos
revolucionarios parecían tener la victoria en sus manos, ello resultó imposible. Entre
anarquistas y socialistas existían antiguos resquemores; el POUM, desde su posición
marxista, se mostraba escéptico con respecto al anarquismo; mientras que, desde el punto de
vista anarquista, el «trotskismo» del POUM no era más preferible que el «estalinismo» de los
comunistas. Con todo, las tácticas comunistas tendían a hacer coincidir ambas tendencias. La
intervención del POUM en la desastrosa lucha de Barcelona, que tuvo lugar en mayo de 1937,
se debió principalmente a un impulso instintivo de apoyo a la CNT, y más tarde, cuando el
POUM fue proscrito, los anarquistas fueron los únicos que se atrevieron a levantar su voz
para defenderlo.
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111
Así, en líneas generales, la alineación de fuerzas era la siguiente: por un lado, la
CNT—FAI, el POUM y un sector de los socialistas que propugnaba el control por parte de
los trabajadores; por el otro, socialistas del ala derecha, liberales y comunistas, que defendían
el gobierno centralizado y un ejército militarizado. Resulta fácil de entender por qué, en esa
época, preferí la actitud comunista a la del POUM. Los comunistas tenían una política
práctica definida, una política evidentemente mejor desde el punto de vista del sentido común
que sólo tiene en cuenta el corto plazo. Y, por cierto, la política cotidiana del POUM, su
propaganda, etcétera, eran increíblemente malas: tienen que haberlo sido, pues de otro modo
habrían podido atraer una masa de afiliados más considerable. Lo que acababa de reafirmar
todo esto era el hecho de que los comunistas, o así me parecía, seguían adelante con la guerra
mientras que nosotros y los anarquistas nos quedábamos estancados. Tal era la sensación
general en esa época. Los comunistas habían logrado poder y un enorme aumento de sus
miembros apelando en parte a la clase media contra los revolucionarios, pero también, en
alguna medida, porque eran los únicos que parecían capaces de ganar la guerra. Las armas
rusas y la magnífica defensa de Madrid por tropas dirigidas en su mayor parte por comunistas
habían convertido a estos últimos en los héroes de España. Como dijo alguien, cada aeroplano
ruso que volaba sobre nuestras cabezas era propaganda comunista. El purismo revolucionario
del POUM parecía bastante inútil, aunque su lógica me resultara evidente. Al fin y al cabo, lo
que importaba era ganar la guerra.
Mientras tanto, la endiablada lucha interpartidista proseguía en los periódicos, en
panfletos, en carteles, en libros, en todas partes. En esa época, los periódicos que yo leía con
mayor frecuencia eran los del POUM, La Batalla y Adelante, y su incesante crítica contra el
«contrarrevolucionario» PSUC me parecía pedante y cansina. Más tarde, cuando estudié
detenidamente la prensa comunista y la del PSUC comprendí que el POUM resultaba casi
inocente en comparación con sus adversarios. Por otra parte, contaba con muchas menos
posibilidades. Al contrario que los comunistas, no tenía apoyo alguno de la prensa extranjera
y, dentro de España, se encontraba en una situación muy desventajosa porque la censura
periodística estaba casi por completo bajo control comunista, lo cual significaba que los
periódicos del POUM corrían peligro de ser multados o eliminados si decían algo peligroso.
También es justo señalar que, si bien el POUM predicaba interminables sermones sobre la
revolución y citaba a Lenin ad nauseam, no solía lanzarse a ataques personales. Asimismo,
reservaba sus polémicas casi exclusivamente a los artículos periodísticos. Sus grandes
carteles multicolores, destinados a un público más amplio (los carteles son importantes en
España debido a su vasta población analfabeta) no atacaban a los partidos rivales, sino que
eran simplemente de índole antifascista o abstractamente revolucionaria: lo mismo cabe decir
acerca de las canciones que entonaban los milicianos. Los ataques comunistas eran otra cosa.
Más adelante habré de referirme a ellos; aquí sólo quiero dar una breve pincelada de la línea
de ataque comunista.
Aparentemente, lo que enfrentaba a los comunistas y el POUM era una mera cuestión
de tácticas. El POUM propugnaba la revolución inmediata, los comunistas no, y hasta allí
ambos tenían mucho que decir en defensa de sus posiciones. Además, los comunistas
sostenían que la propaganda del POUM dividía y debilitaba las fuerzas gubernamentales y
ponía así en peligro la guerra; una vez más, aunque hoy no estoy de acuerdo, resultaba posible
justificar este argumento. Pero es aquí donde la peculiaridad de la táctica comunista se
muestra con toda claridad. Cautelosamente al comienzo, y luego de forma cada vez más
franca, comenzaron a afirmar que el POUM dividía las fuerzas gubernamentales no por un
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error de criterio, sino de modo deliberado. Declararon que el POUM era sólo una pandilla de
fascistas disfrazados, pagados por Franco y Hitler, que defendían una política
seudorrevolucionaria como una forma de ayudar a la causa fascista. El POUM era una
organización trotskista y la «quinta columna» de Franco. Ello implicaba que decenas de miles
de trabajadores, ocho o diez mil soldados que se congelaban en las trincheras, y cientos de
extranjeros que habían ido a España a luchar contra el fascismo, sacrificando a menudo sus
medios de vida y su nacionalidad, eran traidores pagados por el enemigo. Esa versión se
difundió por varios medios en toda España, y se repitió una y otra vez en la prensa comunista
y procomunista de todo el mundo. Si me lo propusiera, podría llenar media docena de libros
con tales citas.
Decían de nosotros que éramos trotskistas, fascistas, traidores, asesinos, cobardes,
espías y cosas por el estilo. Admito que no resultaba agradable, en especial cuando uno
pensaba en algunas de las personas responsables de esa campaña. No es muy agradable ver a
un muchacho español de quince años transportado en una camilla, con el rostro pálido y
asombrado asomando sobre las mantas, y pensar en los astutos señores que en Londres y París
escriben panfletos para demostrar que ese muchacho es un fascista disfrazado. Uno de los
rasgos más repugnantes de la guerra es que toda la propaganda bélica, todos los gritos y las
mentiras y el odio provienen siempre de quienes no luchan. Los milicianos del PSUC a
quienes conocí en el frente, los comunistas de las Brigadas Internacionales con quienes me
encontraba de tanto en tanto nunca me llamaron trotskista ni traidor; dejaban ese tipo de cosas
para los periodistas de la retaguardia. Los individuos que escribían panfletos contra nosotros y
nos insultaban en los periódicos permanecían seguros en sus casas o, en el peor de los casos,
en las oficinas periodísticas de Valencia, a cientos de kilómetros de las balas y el barro.
Aparte de los libelos de la lucha entre partidos, estaban la autoglorificación y el vilipendio del
enemigo, todo ello producto, como de costumbre, de gente que no luchaba y que, en muchos
casos, habría huido para no hacerlo. Uno de los efectos más tristes de esta guerra ha sido el de
enseñarme que la prensa de izquierda es tan espuria y deshonesta como la de derecha.*
Siento
honradamente que, de nuestro lado, el lado republicano, esta guerra era distinta de las guerras
corrientes e imperialistas; pero uno nunca lo hubiera supuesto guiándose por la naturaleza de
la propaganda bélica. La lucha apenas había comenzado cuando los periódicos de derecha e
izquierda se lanzaron simultáneamente al mismo pozo negro del ultraje. Todos recordamos el
titular del Daily Mail: «LOS ROJOS CRUCIFICAN MONJAS», mientras que, para el Daily
Worker, la Legión Extranjera de Franco estaba «compuesta por asesinos, tratantes de blancas,
traficantes de drogas y el desecho de todos los países europeos». En octubre de 1937, el New
Statesman nos regalaba historias de barricadas fascistas hechas con los cuerpos de niños
vivos (elemento muy incómodo para hacer barricadas), y Mr. Arthur Bryant declaraba que
«en la España leal era ―lugar común‖ aserrar las piernas de un comerciante conservador».
Quienes escribían este tipo de cosas nunca lucharon; posiblemente creían que escribirlo
constituía un sustituto de la lucha. Lo mismo ocurre en todas las guerras; los soldados son los
que luchan, los periodistas son los que gritan, y ningún «verdadero patriota» se acerca jamás a
una trinchera, exceptuando las brevísimas giras de propaganda. A veces me resulta un
consuelo pensar que el avión está modificando las condiciones de la guerra. Quizá cuando se
produzca la próxima contienda podamos ver un espectáculo sin precedentes en toda la
historia: un patriota incendiario con un orificio de bala.
* Quisiera hacer una excepción con el Manchester Guardian. A raíz de este libro tuve que examinar los archivos de muchos
periódicos ingleses. De nuestros diarios más importantes, el Manchester Guardian es el único que me hizo aumentar el
respeto por su honestidad.
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Por lo que se refiere al aspecto periodístico, esta guerra era un fraude como todas las
guerras. Pero existía una diferencia: mientras los periodistas suelen reservar sus invectivas
más ponzoñosas para el enemigo, en este caso, a medida que pasaba el tiempo los comunistas
y el POUM llegaron a escribir unos contra otros cosas más terribles que acerca de los
fascistas. No obstante, en esa época no me decidía a tomarlo demasiado en serio. La lucha
entre partidos era molesta e incluso desagradable, pero no la consideraba más que una rencilla
doméstica. No creía que pudiera alterar nada o que hubiera una diferencia realmente
irreconciliable en cuanto a la política a seguir. Me daba cuenta de que los comunistas y los
liberales se oponían a que la revolución siguiera adelante; no comprendí que eran capaces de
hacerla retroceder.
Existían buenos motivos para ello. Durante ese período estuve en el frente, y allí la
atmósfera social y política no había cambiado. Salí de Barcelona a comienzos de enero y no
regresé de permiso hasta finales de abril: durante todo ese tiempo e incluso hasta más tarde—
en la zona de Aragón controlada por los anarquistas y el POUM persistían las mismas
condiciones, por lo menos aparentemente. La atmósfera revolucionaria permanecía tal como
la conocí al llegar. Generales y reclutas, campesinos y milicianos seguían tratándose como
iguales; todo el mundo recibía la misma paga, llevaba las mismas ropas, comía lo mismo y se
trataba con todo el mundo de «tú» y «camarada»; no había ni jefes ni lacayos, no había ni
mendigos, ni prostitutas, ni abogados, ni curas, ni gestos de sometimiento ni saludos
reglamentarios. Yo respiraba el aire de la igualdad y era lo bastante ingenuo como para
imaginar que ésta existía en toda España. No me di cuenta de que, un poco por casualidad,
estaba aislado en el sector más revolucionario de la clase trabajadora española.
Así, pues, cuando mis camaradas de mayor educación política me dijeron que no se
podía adoptar una actitud puramente militar frente a la guerra y que se debía elegir entre la
revolución y el fascismo, me sentí inclinado a reírme de ellos. En general, aceptaba el punto
de vista comunista, que equivalía a decir: «No podemos hablar de revolución hasta que
hayamos ganado la guerra»; y no el punto de vista del POUM: «Debemos avanzar si no
queremos retroceder». Más tarde, cuando decidí que el POUM estaba en lo cierto o, por lo
menos, más en lo cierto que los comunistas, no fue del todo por su enfoque teórico. En teoría,
la posición de los comunistas era buena, la dificultad radicaba en que su conducta concreta
hacía difícil creer que la propugnaran de buena fe. El repetido lema «La guerra primero y la
revolución después», si bien realmente sentido por el miliciano del PSUC, quien
honestamente pensaba que la revolución podría continuar una vez ganada la guerra, era una
farsa. Lo que se proponían los comunistas no era postergar la revolución española hasta un
momento más adecuado, sino asegurarse de que nunca tuviera lugar. Con el correr del tiempo,
esto se tornó cada vez más evidente, a medida que el poder fue siendo arrancado de las manos
de la clase trabajadora y que se fue encarcelando a un número siempre creciente de
revolucionarios de distintas tendencias. Cada movimiento era efectuado en nombre de las
necesidades militares, porque éste era un pretexto hecho a la medida; pero tendía a alejar a los
trabajadores de una posición ventajosa hacia una posición desde la cual, cuando la guerra
terminara, les resultara imposible oponerse a la reimplantación del capitalismo. Ha de tenerse
en cuenta que no me refiero al afiliado comunista, y menos aún a los millares de comunistas
que murieron heroicamente en Madrid, pero ésos no eran los hombres que dirigían la política
del partido. En cuanto a los individuos que ocupaban posiciones más destacadas, resulta
inconcebible pensar que no actuaron conscientes de lo que hacían.
Sin embargo, a fin de cuentas, valía la pena ganar la guerra aunque se perdiera la
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revolución. Pero llegué a dudar de que, a la larga, la política comunista apuntara a la victoria.
Pocas personas parecen haber pensado que lo conveniente era una política distinta para los
diferentes períodos de la guerra. Probablemente los anarquistas salvaron la situación en los
primeros dos meses, pero fueron incapaces de organizar la resistencia más allá de un cierto
punto; los comunistas probablemente salvaron la situación en octubre—diciembre, pero ganar
la guerra era cosa muy distinta. En Inglaterra, la política comunista de guerra ha sido aceptada
sin discusión, porque fueron muy pocas las críticas que llegaron a ver la luz en la prensa y
porque sus líneas generales eliminar el caos revolucionario, acelerar la producción, militarizar
el ejército— parecían realistas y eficaces. Tal vez valga la pena señalar su debilidad
inherente.
A fin de frenar toda tendencia revolucionaria y hacer que la guerra se pareciera tanto
como fuera posible a una guerra convencional, se hizo necesario desperdiciar las
oportunidades estratégicas que realmente existían. He descrito ya la forma en que estábamos
armados, o desarmados, en el frente de Aragón. Casi no cabe duda de que las armas fueron
deliberadamente retenidas a fin de que los anarquistas no contaran con demasiado poder en
ese aspecto, pues podrían usarlo más tarde con un propósito revolucionario; en consecuencia,
la gran ofensiva de Aragón, que hubiera alejado a Franco de Bilbao y posiblemente de
Madrid, nunca tuvo lugar. Pero éste es un asunto comparativamente menor. Más importante
fue el hecho de que, cuando la contienda quedó reducida a una «guerra por la democracia», se
tornó imposible apelar a la ayuda en gran escala de la clase trabajadora en el extranjero. Si
nos atenemos a los hechos, debemos admitir que la clase trabajadora del mundo ha observado
con cierta indiferencia la guerra española. Decenas de miles de individuos acudieron a luchar,
pero decenas de millones permanecieron apáticos. Durante el primer año de la guerra, se
estima que el pueblo británico contribuyó a los diversos fondos de «ayuda a España» con
alrededor de un cuarto de millón de libras —probablemente menos de la mitad de lo que gasta
en una semana para ir al cine—. La acción industrial —huelgas y boicots— constituía la
única forma de lucha con la que la clase trabajadora de los paises democráticos podría haber
ayudado realmente a sus camaradas españoles. Nada por el estilo ni siquiera se anunció. Los
dirigentes laboristas y comunistas de todo el mundo declararon que era impracticable; sin
duda, estaban en lo cierto, sobre todo mientras siguieran gritando a voz en cuello que la
España «roja» no era «roja». Desde 1914—1918, la expresión «guerra por la democracia»
tenía un matiz siniestro. Durante muchos años, los comunistas mismos se habían dedicado a
enseñar a los trabajadores militantes de todos los países que «democracia» era una manera
eufemística de llamar al capitalismo. No es una buena táctica afirmar primero que «la
democracia es una estafa», y pedir luego: «¡Luchad por la democracia!;>. Si, respaldados por
el enorme prestigio de la Rusia soviética, hubieran apelado a los trabajadores del mundo, no
en nombre de la «España democrática», sino de la «España revolucionaria», resulta difícil
creer que no habrían recibido respuesta.
Pero lo más importante es que con una política no revolucionaria era difícil, si no
imposible, atacar la retaguardia de Franco. En el verano de 1937, Franco controlaba sectores
de población más vastos que el gobierno, mucho más vastos si se cuentan las colonias, pero
con igual cantidad de tropas. Como es bien sabido, con una población hostil en la retaguardia
es imposible mantener un ejército en el frente sin otro ejército igualmente numeroso,
destinado a proteger las comunicaciones, impedir el sabotaje, etcétera. Por lo tanto, resulta
obvio que no había un verdadero movimiento popular en la retaguardia de Franco. Es absurdo
pensar que la gente en su territorio —por lo menos los trabajadores urbanos y los campesinos
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pobres— simpatizara con él, pero con cada paso hacia la derecha, la superioridad del
gobierno resultaba menos evidente. Confirma todo esto el caso de Marruecos. ¿Por qué no
hubo un levantamiento en Marruecos? Franco deseaba establecer una terrible dictadura y los
moros preferían quedarse con Franco y no con el gobierno del Frente Popular. La verdad
palpable es que no se hizo ningún intento de fomentar un levantamiento en Marruecos porque
ello hubiera significado dar a la guerra un giro revolucionario. La primera necesidad
convencer a los moros de la buena fe del gobierno— debería haber llevado a proclamar la
liberación de Marruecos. ¡Y ya podemos imaginarnos la alegría que se hubieran llevado los
franceses! La mejor oportunidad estratégica de la guerra se desperdició en la vana esperanza
de aplacar al capitalismo francés e inglés.
La tendencia de la política comunista consistía en reducir la lucha a una guerra
corriente, no revolucionaria, en la que el gobierno estuviera en desventaja, pues una guerra de
ese tipo sólo puede ganarse por medios mecánicos, esto es, en última instancia, por una
provisión ilimitada de armas. Y el principal proveedor de armas del gobierno, la URSS, se
encontraba en enorme desventaja desde el punto de vista geográfico en comparación con
Italia y Alemania. Quizá el lema anarquista y del POUM: «La guerra y la revolución son
inseparables» era más realista de lo que parece.
Por las razones dadas considero errónea la política comunista antirrevolucionaria. Por
lo que se refiere a las consecuencias de esa política sobre el curso de la guerra, espero y deseo
equivocarme. Quisiera que esta guerra se ganara por cualquier medio. Y, desde luego, aún no
podemos saber lo que ocurrirá. El gobierno puede volver a inclinarse hacia la izquierda, los
moros pueden rebelarse por su propia cuenta, Inglaterra puede decidirse a sobornar a Italia, la
guerra puede ganarse mediante recursos simplemente militares: no hay manera de saberlo.
Dejo expresadas mis opiniones, y el resultado final mostrará en qué medida son acertadas o
erróneas.
Pero en febrero de 1937 no veía las cosas bajo este prisma. Estaba harto de la
inactividad en el frente de Aragón y, sobre todo, tenía plena conciencia de que no había
aportado mi parte en la lucha. Solía recordar los carteles de reclutamiento de Barcelona que
interrogaban acusadoramente a los transeúntes: «¿Y tú qué has hecho por la democracia?», y
sentía que sólo podía responder: «He recibido mis raciones». Cuando ingresé en la milicia,
me prometí matar a un fascista —a fin de cuentas, si cada uno de nosotros hacía lo mismo, no
tardarían en desaparecer—, y aún no había matado a nadie, ni había tenido casi oportunidad
de hacerlo.
Por supuesto deseaba ir a Madrid. Todos en el ejército, cualquiera que fuese su actitud
política, deseaban ir a Madrid. Ello probablemente significaría pasar a la Columna
Internacional, pues el POUM contaba entonces con muy pocas tropas en Madrid y los
anarquistas tenían menos hombres que antes.
Por el momento, debía quedarme allí, pero les dije a todos que, en cuanto nos dieran
permiso, trataría de pasarme a la Columna Internacional, lo cual significaba colocarme bajo
control comunista. Varios trataron de disuadirme, pero nadie intentó interferir. Es justo decir
que en el POUM había muy poca caza de herejes, quizá demasiado poca, considerando sus
circunstancias especiales; nadie era castigado por tener opiniones políticas contrarias,
exceptuando una tendencia profascista. Pasé buena parte de mi tiempo en la milicia criticando
acerbamente la «línea» del POUM, pero nunca me vi envuelto en dificultades por ello. Ni
siquiera se ejerció algún tipo de presión sobre mí para que ingresara en el partido, aunque
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pienso que la mayoría de los milicianos lo hacían. Nunca ingresé en el partido, actitud de la
que me arrepentí bastante cuando el POUM fue disuelto.
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117
Apéndice 2
[Antiguo capítulo IX de la primera edición, situado originalmente entre los capítulos 9
y 10 de esta edición.]
Si no se está interesado en las disputas políticas y en la multitud de partidos y
subpartidos con nombres tan confusos como los de los generales de una guerra china, será
mejor saltarse estas páginas. Resulta terrible tener que entrar en los detalles de la polémica
interpartidista; es algo así como zambullirse en un pozo negro. Pero es necesario tratar de
esclarecer la verdad en la medida de lo posible. Esa insignificante reyerta en una ciudad
lejana es más importante de lo que podría parecer a primera vista.
Nunca será posible obtener una versión completamente exacta e imparcial de la lucha
de Barcelona porque los documentos necesarios no existen. Los historiadores del futuro
dispondrán únicamente de una masa de acusaciones y de la propaganda partidista. Yo mismo
cuento con muy pocos datos fuera de lo que vi con mis propios ojos y de lo que supe por
otros testigos que considero fiables. Aun así, puedo contradecir algunas de las mentiras más
flagrantes y ayudar a considerar los hechos tal como fueron.
En primer lugar, ¿qué ocurrió realmente? Hacía ya algún tiempo que había tensiones a
lo largo de Cataluña. En los primeros capítulos de este libro ya traté el conflicto entre
comunistas y anarquistas. En mayo de 1937, la situación había llegado a un punto en que
parecía inevitable algún estallido violento. La causa inmediata de la fricción fue el decreto del
gobierno que exigía a los civiles la entrega de todas las armas, coincidente con la decisión de
organizar una fuerza policial «no política» y muy bien armada, de la que quedarían excluidos
los integrantes de las organizaciones obreras. El significado de esta medida era muy claro
para cualquiera, y se podía prever que el siguiente paso sería intentar tomar algunas de las
industrias claves que estaban en manos de la CNT. En la clase trabajadora existía, además,
cierto resentimiento debido al creciente contraste entre ricos y pobres, y una vaga y extendida
sensación de que se había saboteado la revolución. Muchos se sintieron agradablemente
sorprendidos por la ausencia de disturbios el 1º de Mayo. El día 3, el gobierno decidió
apoderarse de la Central Telefónica, que desde el comienzo de la guerra había estado bajo
control principalmente de trabajadores de la CNT. Se alegó que los servicios no eran
eficientes y que se interceptaban las llamadas oficiales. Sala, el jefe de policía (que pudo o no
haberse excedido con respecto a las órdenes recibidas), envió tres camiones llenos de
guardias civiles para tomar el edificio, mientras policías de civil despejaban las calles
vecinas. Aproximadamente a la misma hora, Otros grupos de guardias civiles se apoderaron
de varios edificios en puntos estratégicos. Cualquiera que haya sido la intención real, la
opinión pública consideró que esas medidas señalaban el comienzo de un ataque general de la
Guardia Civil y el PSUC (comunistas y socialistas) contra la CNT (anarquistas). Por la ciudad
corrió la voz de que eran atacados los edificios obreros; aparecieron anarquistas armados en
las calles, se interrumpió el trabajo y de inmediato se generalizó la lucha. Esa noche y a la
mañana siguiente se levantaron barricadas en toda la ciudad, y el combate continuó sin
interrupciones hasta el 6 de mayo. Con todo, ambos bandos mantenían una actitud
principalmente defensiva. Muchos edificios fueron sitiados, pero, por lo que sé, ninguno fue
tomado y no se utilizó artillería.
En líneas generales, las fuerzas de la CNT—FAI—POUM dominaban los suburbios
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obreros, mientras que las fuerzas policiales y del PSUC controlaban la parte central y oficial
de la ciudad. El día 6 hubo un armisticio, pero la lucha no tardó en reanudarse, debido
probablemente a que los guardias civiles hicieron intentos prematuros de desarmar a los
trabajadores de la CNT. A la mañana siguiente, sin embargo, muchos obreros comenzaron a
abandonar las barricadas por propia iniciativa. Hasta la noche del 5 de mayo, la CNT
conservaba una posición ventajosa y gran cantidad de guardias civiles se le habían rendido,
pero no había un liderazgo aceptado por todos ni un plan concreto. (Por lo que yo pude
juzgar, no parecía existir ningún tipo de plan, excepto la decisión de resistir a la Guardia
Civil.) Los dirigentes oficiales de la CNT se unieron a los de la UGT para pedir que se
retornara al trabajo. Los alimentos escaseaban. En tales circunstancias, nadie estaba bastante
seguro de la situación como para proseguir la lucha. Durante la tarde del 7 de mayo,
Barcelona volvió casi a la normalidad. Esa noche seis mil guardias de asalto, enviados por
mar desde Valencia, entraron en la ciudad y asumieron el control. El gobierno ordenó la
entrega de todas las armas, excepto las de las fuerzas regulares, y durante los días siguientes
se incautaron grandes cantidades de armas. Según la versión oficial, las bajas producidas
desde el inicio de la lucha ascendieron a cuatrocientos muertos y unos mil heridos. Quizá la
primera cifra sea exagerada, pero como no podemos verificarla, la tenemos que tomar por
exacta.
En segundo lugar, por lo que se refiere a las consecuencias de la lucha, éstas son
difíciles de estipular con certeza. No hay pruebas de que los disturbios hayan ejercido alguna
influencia directa sobre el curso de la guerra, aunque es evidente que la habrían tenido de
continuar unos pocos días más. El conflicto fue la excusa utilizada para que Valencia
asumiera el control directo de Cataluña, para apresurar la eliminación de las milicias y para
suprimir el POUM, y sin duda también tuvo que ver con la caída del gobierno de Caballero.
Pero podemos dar por hecho que tales cosas seguramente se habrían producido de todas
maneras. La cuestión crucial es determinar si los trabajadores de la CNT ganaron o perdieron
en esta ocasión saliendo a la calle y plantándole cara al gobierno y al PSUC. Es mera
conjetura, pero opino que ganaron más de lo que perdieron. La toma de la Central Telefónica
de Barcelona fue un incidente más en un largo proceso. Desde el año anterior se venía
despojando gradualmente a los sindicatos de todo poder de control, mientras se tendía a
implantar un régimen centralizado, orientado hacia un capitalismo de Estado o, posiblemente,
a la reintroducción del capitalismo privado. El hecho de que a esa altura hubiera resistencia
probablemente retardó el proceso. Un año después del comienzo de la guerra, los obreros
catalanes habían perdido gran parte de su poder, pero seguían manteniendo una posición
comparativamente favorable. Tal vez no habría sido así de haber evidenciado que estaban
dispuestos a someterse ante cualquier provocación. Hay ocasiones en que resulta más
provechoso luchar y salir derrotado que no ofrecer resistencia alguna.
En tercer lugar, ¿qué propósito se escondía —si es que se escondía alguno— trás el
conflicto? ¿Fue una especie de golpe de Estado o una intentona revolucionaria? ¿ Existía la
intención decidida de derrocar el gobierno? ¿Habia sido planeado con antelación?
Mi opinión es que la lucha fue planeada sólo en el sentido de que todo el mundo la
esperaba. No hubo signo de un plan muy definido en ninguno de los dos bandos. Del lado
anarquista, la acción fue sin duda espontánea, se trató de una reacción de las bases militantes.
Los trabajadores salieron a la calle y sus dirigentes políticos los siguieron de mala gana o no
los siguieron en absoluto. Los únicos que todavía hablaban un lenguaje revolucionario eran
Los Amigos de Durruti (un pequeño grupo extremista dentro de la FAI) y el POUM. Pero
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también ellos se limitaban a dejarse llevar y no a conducir. Los Amigos de Durruti
distribuyeron un manifiesto de carácter revolucionario que no apareció hasta el 5 de mayo,
por lo cual no puede decirse que hayan iniciado la lucha, comenzada dos días antes. Los
dirigentes oficiales de la CNT por varias razones, quisieron evitar el conflicto desde el
principio. En primer lugar, el hecho de que la CNT siguiera teniendo representantes en el
gobierno y la Generalitat de Cataluña probaba que sus líderes eran más conservadores que sus
seguidores. En segundo lugar, el principal objetivo de estos líderes consistía en lograr una
alianza con la UGT; la lucha, inevitablemente, ampliaría la brecha entre ambas
organizaciones, al menos por el momento. Y en tercer lugar —aunque esto, por lo general, se
desconocía entonces—, los líderes anarquistas temían que, si las cosas iban más allá de cierto
punto y los trabajadores tomaban posesión de la ciudad, como quizá estaban en condiciones
de hacer el 5 de mayo, habría una intervención extranjera. Un crucero y dos destructores
británicos se habían acercado al pueblo y, sin duda, no muy lejos había otros barcos de guerra.
Los periódicos ingleses anunciaban que esos barcos se dirigían a Barcelona «para proteger los
intereses británicos»; pero, en realidad, no tomaron ninguna medida tendente a ese propósito,
no bajó a tierra ningún hombre ni subió a bordo ningún refugiado. No se puede saber con
certeza, pero es al menos bastante probable que el gobierno británico, que no había movido
un dedo para defender al gobierno español contra Franco, interviniera con bastante rapidez
para salvarlo de su propia clase obrera.
Los dirigentes del POUM no se mantuvieron al margen de este asunto, sino que de
hecho alentaron a sus seguidores a permanecer en las barricadas e incluso dieron su
aprobación (en La Batalla, 6 de mayo) al folleto extremista publicado por Los Amigos de
Durruti. Existe gran incertidumbre con respecto a este folleto, del cual nadie parece ahora
capaz de presentar una copia. En algunos periódicos extranjeros era calificado de «cartel
incendiario» que había sido «pegado» por toda la ciudad. Lo cierto es que no hubo tal cartel.
Contrastando las diferentes informaciones, yo diría que el escrito propugnaba: 1º) la
formación de una junta revolucionaria; 2º) el fusilamiento de los responsables del ataque
contra la Central Telefónica; 3º) el desarme de los guardias civiles. Existe también cierta
incerteza en cuanto al grado de apoyo que La Batalla prestó a dicho folleto. Yo no vi ni el
escrito ni La Batalla de esa fecha. La única octavilla que llegó a mis manos durante la lucha
fue la distribuida el 4 de mayo por un pequeño grupo de trotskistas («bolcheviques—
leninistas»), que decía solamente: «Todos a las barricadas. Huelga general en todas las
industrias, excepto las industrias de guerra». En otras palabras: sólo pedía lo que ya estaba
ocurriendo. Pero, en realidad, la actitud de los dirigentes del POUM fue vacilante. Nunca
habían estado a favor de la insurrección mientras no se venciera a Franco: al ver que los
trabajadores habían salido a la calle, optaron por la línea marxista bastante petulante, según la
cual, cuando esto ocurre, es deber de los partidos revolucionarios apoyarlos. Por ende, a pesar
de pronunciar frases revolucionarias acerca de «reavivar el espíritu del 19 de julio», hicieron
todo lo posible para que la actitud de los trabajadores fuera únicamente defensiva. Por
ejemplo, nunca ordenaron un ataque contra ningún edificio; se limitaron a recomendar a sus
simpatizantes que se mantuvieran en guardia y, como ya dije en el capítulo 9, que no
dispararan mientras pudieran evitarlo. La Batalla también publicó instrucciones para que no
se retiraran tropas del frente.*
Por lo que se puede estimar, la responsabilidad del POUM
queda reducida a haber propiciado la resistencia en las barricadas y, probablemente, haber
* Un número reciente de Inprecor afirma exactamente lo contrarío: ¡que La Batalla ordenó a las tropas del POUM que
abandonaran el frente! La cuestión puede resolverse fácilmente consultando un ejemplar de La Batalla de la fecha
mencionada.
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120
logrado que algunos permanecieran en ellas más tiempo del que se hubieran quedado por
iniciativa propia. Quienes estuvieron en contacto personal con los dirigentes del POUM
(entre los que no me incluyo), me dijeron que, en realidad, estaban consternados por este
asunto, pero sentían que debían intervenir en él. Con posterioridad, desde luego, se intentó
explotar el capital político de la forma habitual. Gorkin, uno de los líderes del POUM, llegó a
hablar después incluso de «los gloriosos días de mayo». Desde un punto de. vista
propagandístico, ésta fue quizá la actitud acertada; el POUM aumentó el número de sus
miembros durante el breve período previo a su disolución. Desde el punto de vista táctico,
probablemente fue un error apoyar el folleto de Los Amigos de Durruti, organización muy
pequeña y habitualmente hostil al POUM. Considerando la excitación general y lo que se
decía en ambos bandos, el escrito no significaba en realidad mucho más que «permanezcan en
las barricadas»; pero al parecer que le daban su apoyo, mientras que el periódico anarquista
Solidaridad Obrera lo repudiaba, los dirigentes del PQUM facilitaron a la prensa comunista
que luego pudiera afirmar que la lucha había sido una insurrección organizada únicamente
por el POUM. En cualquier caso, podemos estar seguros de que la prensa comunista habría
dicho lo mismo de todas maneras. Esta acusación no era nada comparada con las que se
hicieron antes y después sobre bases mucho menos sólidas. Los dirigentes de la CNT no
ganaron tampoco mucho con su actitud más cautelosa; fueron elogiados por su lealtad, pero
fueron apartados del gobierno y de la Generalitat en cuanto se presentó la ocasión.
Era opinión corriente en esos momentos que ningún sector tenía un propósito
verdaderamente revolucionario.
Los hombres que estaban detrás de las barricadas eran obreros de la CNT y quizá
algunos miembros de la UGT; no intentaban derrocar el gobierno, sino hacer frente a lo que
consideraban, con motivo o sin él, un ataque de la policía. Su acción era en esencia defensiva,
y dudo de que pueda definírsela, según hicieron casi todos los periódicos extranjeros, como
un <levantamiento». Un levantamiento implica una acción agresiva y un plan trazado. Más
exactamente se trató de una revuelta, de una revuelta muy sangrienta porque ambos bandos
tenían armas de fuego en las manos y estaban dispuestos a emplearlas.
Pero ¿cuáles eran las intenciones del bando opuesto? Si no se trató de un golpe de
Estado anarquista, ¿fue quizá un golpe de Estado comunista, un plan tendente a aplastar de un
solo golpe el poder de la CNT?
No creo que lo fuera, aunque ciertos hechos podrían llevarnos a sospecharlo. Es
significativo que algo muy semejante (la toma de la Central Telefónica por fuerzas policiales
que actuaban obedeciendo órdenes de Barcelona) ocurriera en Tarragona dos días después. En
Barcelona misma, el ataque a la Telefónica no constituyó un hecho aislado. En varios puntos
estratégicos de la ciudad, grupos de guardias civiles y miembros del PSUC se apoderaron de
edificios con sorprendente prontitud. Pero es necesario recordar que es— tos hechos ocurrían
en España y no en Inglaterra. Barcelona es una ciudad con una larga historia de luchas
callejeras. En ella, ante un conflicto de este tipo los hechos se suceden con rapidez, las
facciones ya están organizadas, todos conocen la topografía política local y, cuando los fusiles
comienzan a disparar, ocupan sus lugares casi como en un simulacro de incendio. Los
responsables de la toma de la Telefónica esperaban, probablemente, dificultades, aunque no
en el grado en que se produjeron, y habían tomado las medidas pertinentes. No obstante, ello
no significa que planearan un ataque general contra la CNT. Hay dos hechos que me inclinan
a pensar que ninguno de los bandos estaba preparado para una lucha a gran escala.
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Primero: Ninguna de las partes trajo con anticipación tropas a Barcelona. La lucha se
produjo entre habitantes de la ciudad, principalmente entre trabajadores y policías.
Segundo: Los alimentos escasearon casi de inmediato. Quien haya luchado en España
sabe que la única operación de guerra que los españoles realizan con verdadera eficacia es la
de alimentar a sus tropas. Es muy improbable que, de contemplar alguno de los bandos la
posibilidad de una o dos semanas de lucha callejera, además de la huelga general, no hubiera
asegurado una buena reserva de alimentos.
Por último, abordemos la cuestión de quién tuvo o dejó de tener razón.
La prensa antifascista extranjera levantó una auténtica polvareda con este asunto,
pero, como de costumbre, sólo se escuchó a una de las partes. A consecuencia de ello, la
lucha de Barcelona se presentó como una insurrección de los desleales anarquistas y
trotskistas que «apuñalaban al gobierno español por la espalda», y cosas por el estilo. Los
sucesos no fueron tan simples. Sin duda, cuando se está en guerra, las luchas intestinas son
perjudiciales, pero vale la pena recordar que se necesitan dos para que haya una pelea y que
uno de los bandos no se pone a construir barricadas si no ha ocurrido algún acto que pueda
considerarse una provocación.
Los incidentes comenzaron naturalmente con la orden del gobierno de que los
anarquistas entregaran sus armas. En la prensa inglesa, esta orden fue traducida a términos
ingleses y adoptó la siguiente forma: que urgentemente se necesitaban armas en el frente de
Aragón y era imposible enviarlas porque los anarquistas habían asumido la actitud poco
patriótica de retenerlas. Expresarse en tales términos significa desconocer las condiciones que
realmente existían en España. Nadie ignoraba que tanto los anarquistas como el PSUC tenían
reservas de armas, y cuando estalló la lucha en Barcelona, resultó evidente que disponían de
ellas en abundancia. Los anarquistas sabían muy bien que, aun cuando entregaran sus armas,
el PSUC, principal poder político en Cataluña, conservaría las suyas. Esto es lo que
precisamente ocurrió cuando concluyó la lucha. Mientras tanto, en las calles se veían grandes
cantidades de armas que habrían sido muy útiles en el frente, pero las fuerzas policiales «no
políticas» de la retaguardia las retenían para su uso. Y a esto había que añadir las diferencias
irreconciliables entre anarquistas y comunistas que habían de conducir más tarde o más
temprano, a un enfrentamiento. Desde el comienzo de la guerra, el Partido Comunista de
España había crecido mucho y aumentado enormemente su poder político. Además, llegaban
a España millares de comunistas extranjeros, muchos de los cuales expresaban sin disimulo la
intención de «liquidar» el anarquismo en cuanto se ganara la guerra. En tales circunstancias,
no podía esperarse que los anarquistas entregaran las armas de las que se habían apropiado en
el verano de 1936.
La toma de la Central Telefónica fue simplemente la cerilla que encendió la mecha de
una bomba ya preparada.
Quizá los responsables creyeron que no habría de originar mayores dificultades.
Según se afirmaba, Companys, el presidente catalán, declaró riendo unos pocos días antes que
los anarquistas se avendrían a cualquier cosa.*
Sin duda alguna fue una acción poco
inteligente. Hacía meses que se venían produciendo muchos choques armados entre
comunistas y anarquistas en diversas zonas de España. La tensión en Cataluña (especialmente
en Barcelona) ya había dado lugar a asesinatos y refriegas callejeras. De pronto circuló la
* New Statesman, 14 de mayo.
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noticia de que hombres armados atacaban los edificios tomados por los obreros en la lucha de
julio y a los que atribuían una gran importancia sentimental. Debemos recordar que la
población obrera no experimentaba ninguna simpatía por la Guardia Civil. Durante muchas
generaciones, la guardia había sido simplemente un apéndice del terrateniente y el amo, y los
guardias civiles eran objeto de un odio especial porque se sospechaba, con razón, que
simpatizaban con los fascistas.*
Probablemente el impulso que sacó a los obreros a la calle
durante las primeras horas fuera el mismo que los había llevado a resistir a los militares
insurrectos al comienzo de la guerra. Desde luego, puede argumentarse que los obreros de la
CNT deberían haber entregado la Central Telefónica sin protestas. En este caso, la opinión
dependerá de la posición que se adopte frente a alternativas tales como gobierno centralizado
o control por parte de la clase obrera. Más pertinente sería decir: «Sí, probablemente la CNT
tenía razón. Pero, a fin de cuentas, estaban en guerra y no tenían por qué sostener una lucha
en la retaguardia». Estoy completamente de acuerdo con esto. Cualquier desorden interno
significaba una ayuda para Franco. Pero ¿qué fue en realidad lo que precipitó la lucha? El
gobierno pudo o no tener derecho a ocupar la Telefónica; pero indudablemente, dadas las
circunstancias, tal medida había de conducir a un enfrentamiento. Era una acción
provocadora, un gesto que venía a decir y tal vez lo pretendía de verdad: «Vuestro poder se ha
acabado, a partir de ahora nos hacemos nosotros cargo de él». Sensatamente no cabía esperar
sino resistencia. Guardando el sentido de la proporción, debe comprenderse que la culpa no
podía recaer por lo tanto sólo en uno de los bandos. Si se difundió una versión unilateral fue
simplemente porque los revolucionarios españoles no tenían ningún apoyo en la prensa
extranjera. Particularmente en los periódicos ingleses era necesario buscar mucho antes de
encontrar, en cualquier período de la guerra, alguna referencia favorable a los anarquistas.
Fueron sistemáticamente denigrados y, como sé por propia experiencia, es casi imposible
conseguir que alguien imprima algo en su defensa.
He tratado de escribir objetivamente sobre la lucha de Barcelona, aunque, como es
evidente, nadie puede ser por completo objetivo ante un acontecimiento de esta naturaleza.
Prácticamente se está obligado a tomar partido, y debe resultar bastante claro de qué lado
estoy yo. Además, posiblemente he cometido algunos errores inevitables en la descripción de
los hechos, no sólo aquí, sino en otras partes de esta narración. Resulta muy difícil ser exacto
con respecto a la guerra española, debido a la falta de documentos no propagandísticos.
Prevengo a todos contra mi parcialidad y contra mis errores. No obstante, he hecho lo posible
por ser honesto. Se verá que mi relato difiere completamente de los publicados por la prensa
extranjera, en especial la comunista. Es necesario examinar la versión comunista, pues fue
difundida en todo el mundo, se repite con breves intervalos y es, quizá, la más ampliamente
aceptada.
En la prensa comunista y procomunista se atribuyó al POUM toda la responsabilidad
de la lucha de Barcelona. Se presentó el hecho no como un estallido espontáneo, sino como
una insurrección contra el gobierno, planeada y organizada por el POUM con la ayuda de
unos pocos «incontrolados» equivocados. Más aún, fue un complot decididamente fascista,
llevado a cabo siguiendo órdenes fascistas, con el propósito de iniciar una guerra civil en la
retaguardia y paralizar así el gobierno. El POUM era la «quinta columna de Franco», una
organización «trotskista» que trabajaba en alianza con los fascistas. En el Daily Worker del
11 de mayo se publicó lo siguiente:
* Cuando estalló la guerra, los guardias civiles apoyaron en todas partes al bando más fuerte. En diversas ocasiones
posteriores, por ejemplo en Santander, los guardias civiles locales se pasaron en masa a los fascistas.
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Los agentes alemanes e italianos, que ostensiblemente se volcaron en Barcelona para
«preparar el notorio «Congreso de la Cuarta Internacional», tenían una importante tarea que
cumplir. En colaboración con los trotskistas locales, debían crear un estado de desorden y
violencia que permitiera a los alemanes e italianos declarar que eran «incapaces de ejercer el
control naval efectivo de las costas catalanas, debido al desorden dominante en Barcelona» y
que, por lo tanto, se veían «obligados a desembarcar tropas» en Barcelona.
En otras palabras, lo que se preparaba era una situación en la cual los gobiernos
alemán e italiano pudieran desembarcar abiertamente sus tropas en las costas catalanas,
arguyendo que lo hacían «a fin de mantener el orden»... El instrumento para esto ya estaba
preparado para alemanes e italianos bajo la forma de la organización trotskista conocida como
POUM.
El POUM, actuando en colaboración con elementos criminales bien conocidos, y con
otras personas engañadas de las organizaciones anarquistas, preparó y dirigió el ataque en la
retaguardia, de forma tal que coincidiera exactamente con el ataque en el frente de Bilbao,
etcétera, etcétera.
En otra parte del artículo, la lucha de Barcelona se convierte en «el ataque del
POUM», y en otro artículo de la ‗misma fecha se afirma que «no cabe duda de que el POUM
es responsable del derramamiento de sangre en Cataluña».
Inprecor del 29 de mayo afirma que quienes levantaron las barricadas en Barcelona
fueron «únicamente miembros del POUM organizados por ese partido con tal propósito».
Podría continuar con muchas más citas, pero éstas ya son suficientemente
clarificadoras. El POUM era totalmente responsable y actuaba bajo órdenes fascistas. Más
adelante citaré algunos fragmentos más de las informaciones que aparecieron en la prensa
comunista; se verá que son tan contradictorias que carecen por completo de valor. Antes
conviene señalar varias razones por las cuales esta versión de la lucha de mayo como un
levantamiento fascista organizado por el POUM resulta algo más que increíble.
Primero: El POUM no tenía bastantes miembros o suficiente influencia como para
provocar disturbios de tal magnitud; más aún, no contaba con el poder necesario para
organizar una huelga general. Era un partido político sin demasiado arraigo en los sindicatos
y hubiera sido tan incapaz de desencadenar una huelga en toda Barcelona como, por ejemplo,
el Partido Comunista inglés de llamar a una huelga general a todo Glasgow. Como dije antes,
la actitud de los dirigentes del POUM puede haber ayudado a prolongar la lucha, pero no
hubiera bastado para originarla, ni aun en el caso de haberlo deseado.
Segundo: El supuesto complot fascista descansa sobre meras afirmaciones, mientras
que todas las pruebas apuntan en dirección opuesta. Se nos dice que el plan pretendía que los
gobiernos alemán e italiano desembarcaran tropas en Cataluña, pero ningún barco con tropas
alemanas o italianas se acercó a la costa. El «Congreso de la Cuarta Internacional» y los
«agentes alemanes e italianos» son un mito. Por lo que sé, ni siquiera se había hablado de un
Congreso de la Cuarta Internacional. Se había planeado vagamente un congreso del POUM y
sus partidos hermanos (el ILP inglés, la SAP alemana y otros), y fijado como fecha
aproximada julio, dos meses después, pero aún no había llegado un solo delegado. Los
«agentes alemanes e italianos» no existen fuera de las páginas del Daily Worker. Quien haya
cruzado la frontera en esa época sabe que no era tan fácil «volcarse» en España o fuera de
ella.
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124
Tercero: Nada ocurrió en Lérida, principal baluarte del POUM, ni en el frente. Resulta
evidente que, si los dirigentes del POUM hubieran deseado ayudar a los fascistas, habrían
ordenado a sus milicias retirarse y abrir paso a los franquistas. Nada de eso ocurrió ni fue
sugerido. Tampoco se trajeron hombres del frente, aunque habría resultado fácil hacer venir a
Barcelona unos mil o dos mil hombres con diversos pretextos. Además, no hubo ningún
intento de sabotaje ni siquiera indirecto en la línea de fuego. El transporte de alimentos y
municiones continuó como de costumbre; yo mismo lo verifiqué más tarde. Un levantamiento
planeado del tipo sugerido habría necesitado meses de preparación, propaganda subversiva en
la milicia, etcétera Pero no hubo signos o rumores de tales cosas. El hecho de que la milicia
del frente no desempeñara papel alguno en el «levantamiento» es decisivo. Si el POUM
realmente planeaba un golpe de Estado, es inconcebible que no utilizara los diez mil hombres
armados que constituían su única fuerza.
Por todo esto, resulta claro que la tesis comunista de un «levantamiento» bajo órdenes
fascistas carece de toda base. Agregaré unos pocos fragmentos tomados de la prensa
comunista. Las informaciones comunistas sobre el incidente inicial, el ataque a la Central
Telefónica, resultan esclarecedoras: no concuerdan en ningún punto excepto en echarle la
culpa al otro bando. Puede observarse que en los periódicos comunistas ingleses la
responsabilidad es atribuida primero a los anarquistas y sólo posteriormente al POUM. Esto
se explica seguramente por un motivo evidente: no todo el mundo en Inglaterra había oído
hablar de «trotskismo», mientras que toda persona de habla inglesa tiembla al oir la palabra
«anarquista». Basta decir una sola vez que los «anarquistas» están implicados para crear la
atmósfera de prejuicio deseada; después ya puede transferir— se la responsabilidad a los
«trotskistas», sin correr riesgo alguno. Un artículo en el Daily Worker del 6 de mayo
comienza así:
El lunes y el martes un pequeño grupo de anarquistas ocupó e intentó retener las
centrales de teléfonos y telégrafos, y abrió fuego sobre la calle.
No hay como empezar con una inversión de los papeles. Los guardias civiles atacan
un edificio controlado por la CNT; en consecuencia, la CNT aparece atacando su propio
edificio, es decir, atacándose a si misma. El mismo Daily Worker del 11 de mayo afirma:
El ministro izquierdista catalán de Seguridad Pública, Ayguadé, y el comisario general
de Orden Público, el socialista unificado Rodríguez Sala, enviaron a la policía republicana a
la Central Telefónica para desarmar a sus empleados, la mayoría de los cuales pertenecen a
los sindicatos de la CNT.
Esto no parece concordar con la primera afirmación; no obstante, el Daily Worker no
admite que la primera noticia fuera errónea. El Daily Worker del 11 de mayo expresa que los
folletos de Los Amigos de Durruti, que fueron desaprobados por la CNT, aparecieron el 4 y el
5 de mayo, durante la lucha. Inprecor del 22 de mayo afirma que aparecieron el día 3, antes de
la lucha, y agrega que «en vista de tales hechos» (la aparición de varios folletos): Fuerzas
mandadas personalmente por el jefe de policía ocuparon la Central Telefónica en la tarde del
3 de mayo. Se hicieron disparos contra la policía cuando ésta procedía a cumplir con su
deber. Ésa fue la señal para que los provocadores empezaran tiroteos en toda la ciudad.
Y en el Inprecor del 29 de mayo se dice:
A las tres de la tarde, el comisario de Orden Público, camarada Sala, se dirigió a la
Central Telefónica, que la noche anterior había sido ocupada por cincuenta miembros del
POUM y diversos elementos incontrolados.
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125
Esto resulta bastante curioso. La ocupación de la Central Telefónica por cincuenta
miembros del POUM se podría considerar una circunstancia bastante llamativa, y
necesariamente alguien hubiera tomado nota de ella en ese mismo momento. Sin embargo,
parece que no se descubrió hasta tres o cuatro semanas más tarde. En otra edición de Inprecor,
los cincuenta miembros del POUM se convierten en cincuenta milicianos del POUM. Sería
difícil reunir más contradicciones que las contenidas en estos breves pasajes. Primero, la CNT
ataca la Central Telefónica, luego son fuerzas suyas las atacadas allí; un folleto aparece antes
de la toma de la Central Telefónica y provoca esa medida y, alternativamente, aparece
después y constituye su resultado; los ocupantes de la Central Telefónica son, por turnos,
miembros de la CNT y miembros del POUM, y así sucesivamente. En una edición posterior
del Daily Worker (3 de junio), J.R. Campbell nos informa de que el gobierno tomó la Central
Telefónica porque ya se habían levantado barricadas.
Por razones de espacio sólo he considerado las informaciones relativas a un hecho,
pero idénticas contradicciones aparecen en todos los relatos de la prensa comunista. Además,
hay varias afirmaciones que son a todas luces meras invenciones. Tomemos, por ejemplo,
algo citado por el Daily Worker (7 de mayo) y atribuido a la Embajada española en París:
Un rasgo significativo del levantamiento fue que la vieja bandera monárquica flameó
en los balcones de varias casas barcelonesas, sin duda al pensar que los que tomaban parte en
lá insurrección se habían hecho dueños de la situación.
Es probable que el Daily Worker haya publicado esta noticia de buena fe, pero los
responsables de ella en la Embajada española mintieron deliberadamente. Cualquier español
comprendería lo absurdo de tal afirmación. ¡Una bandera monárquica en Barcelona! Es lo
único que, en un segundo, hubiera podido lograr la unión de todas las facciones en conflicto.
Ni los comunistas pudieron evitar una sonrisa al leer esta información. Pasa lo mismo con las
informaciones publicadas en los diversos periódicos comunistas acerca de las armas que el
POUM utilizó durante el «levantamiento». Éstas sólo resultarían verosímiles si se ignoraran
por completo los hechos. En el Daily Worker del 17 de mayo, Mr. Frank Pitcairn manifiesta:
Se valieron de toda clase de armas para el desafuero. Tenían las armas que sus hombres
habían ido robando durante meses y que mantenían ocultas; y tenían hasta tanques, robados
de los cuarteles al iniciarse el levantamiento. Resulta evidente que docenas de ametralladoras
y varios miles de fusiles siguen estando en sus manos.
Inprecor del 29 de mayo también afirma:
El 3 de mayo, el POUM tenía a su disposición varias docenas de ametralladoras y
miles de fusiles... En la Plaza de España los trotskistas utilizaron cañones de 75 milímetros
destinados al frente de Aragón y que la milicia había ocultado cuidadosamente en sus locales.
Pitcairn no nos dice por qué se tornó evidente que el POUM poseyera docenas de
ametralladoras y varios miles de fusiles. En páginas anteriores me he referido a las armas con
que se contaba en tres de los principales edificios del POUM: unos ochenta fusiles, unas
pocas granadas, ninguna ametralladora; es decir, únicamente las armas indispensables para
los guardias armados que en esa época todos los partidos políticos tenían en sus edificios.
Resulta extraño que más tarde, cuando el POUM fue suprimido y todos sus edificios
ocupados, estas «miles de armas» no salieron a la luz; ni siquiera los tanques y cañones que
no pueden ser fácilmente escondidos en la chimenea. Lo más revelador de ambas
declaraciones es la completa ignorancia que demuestran acerca de las circunstancias locales.
Según Pitcairn, el POUM robó tanques «de los cuarteles». No nos dice de qué cuarteles. Los
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126
milicianos del POUM que estaban en Barcelona (y que ya eran comparativamente pocos, pues
el reclutamiento directo destinado a las milicias partidistas había cesado) compartían los
Cuarteles Lenin con tropas considerablemente más numerosas del Ejército Popular. Por lo
tanto, Pitcairn nos pide que creamos que el POUM robó tanques en complicidad con el
Ejército Popular. Lo mismo ocurre con los «locales» donde se ocultaban los cañones de 75
milímetros. No se dice dónde se encontraban esos locales. Las baterías de cañones que
disparaban sobre la Plaza de España son mencionadas en muchos artículos periodísticos, pero
creo poder afirmar con certeza que jamás existieron. Como ya se. ñalé, durante la lucha no oí
fuego de artillería, aunque la Plaza de España quedaba sólo a unos dos kilómetros de
distancia. Pocos días más tarde, estuve examinando la plaza y en ningún edificio vi rastros de
fuego de artillería. Y un testigo que estuvo en las inmediaciones durante toda la lucha declara
que nunca aparecieron cañones. (La historia de los cañones robados puede haber tenido su
origen en Antonov Ovseenko, cónsul general ruso, que se la relató a un conocido periodista
inglés, quien más tarde la repitió de buena fe a un semanario. Antonov Ovseenko fue luego
objeto de una «purga». No sé hasta qué punto esto afecta a su credibilidad.) Desde luego, esas
historias sobre tanques, cañones y ametralladoras fueron inventadas porque sin ellas resulta
difícil conciliar la envergadura de la lucha de Barcelona con el escaso número de miembros
del POUM. Querían señalar al POUM como único responsable de la lucha, y al mismo
tiempo les era necesario presentarlo como un partido insignificante, que no contaba con
mayor apoyo y «constituido sólo por unos pocos miles de miembros», según Inprecor. La
única manera de evitar la contradicción de ambas afirmaciones era proclamar que el POUM
contaba con todas las armas de un ejército moderno mecanizado.
Es imposible leer las informaciones de la prensa comunista sin darse cuenta de que
están destinadas, conscientemente, a un público que ignora los hechos, y de que tienen como
único fin despertar prejuicios. Ejemplo de ello es la afirmación que hace Pitcairn en el Daily
Worker del 11 de mayo en el sentido de que el «levantamiento» fue sofocado por el Ejército
Popular. Se trata de dar la impresión de que toda Cataluña estaba unida contra los
«trotskistas». En realidad, el Ejército Popular permaneció neutral durante la lucha; en
Barcelona todo el mundo lo sabía, y resulta difícil creer que Pitcairn lo ignorara. Otro
ejemplo: la prensa comunista abultó las cifras de muertos y heridos, a fin de exagerar la
intensidad de los disturbios. Díaz, secretario general del Partido Comunista de España,
ampliamente citado por la prensa comunista, declaró que había novecientos muertos y dos mil
quinientos heridos. El ministro de Propaganda catalán, que sin duda no tendía de ningún
modo a subestimar los hechos, habló de cuatrocientos muertos y mil heridos. El Partido
Comunista duplica la apuesta y agrega unos cientos más para probar fortuna.
Los periódicos capitalistas foráneos responsabilizan en general a los anarquistas, pero
hubo unos pocos que siguieron la línea comunista. Uno de ellos fue el News Chronicle, cuyo
corresponsal, John Landgon—Davies, se encontraba en Barcelona por esa época. Cito
fragmentos de su artículo:
UNA REVUELTA TROTSKISTA
No se trata de un levantamiento anarquista. Es un putsch frustrado del POUM
«trotskista», que opera a través de sus organizaciones controladas. «Los Amigos de Durruti» y
Juventudes Libertarias... La tragedia comenzó el lunes por la tarde, cuando el gobierno envió
policías armados a la Central Telefónica para desarmar a los obreros que la ocupaban y que
en su mayoría pertenecían a la CNT. Graves irregularidades en el servicio habían constituido
motivo de escándalo hacía ya algún tiempo. Una gran muchedumbre se reunió frente a la
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Central, en la Plaza de Cataluña, mientras los hombres de la CNT resistían, retirándose piso
por piso hasta la azotea del edificio... El incidente fue muy oscuro, pero corrió el rumor de
que el gobierno había iniciado un ataque contra los anarquistas. Las calles se llenaron de
hombres armados... Al caer la noche, todo centro obrero y todo edificio gubernamental tenía
barricadas, y a las diez se oyeron las primeras detonaciones y las primeras ambulancias
recorrieron las calles haciendo sonar sus sirenas. Al amanecer el tiroteo se había extendido
por toda Barcelona... A medida que avanzaba el día y cuando los muertos superaban el
centenar podía comenzarse a hacer conjeturas sobre lo que ocurría. La CNT anarquista y la
UGT socialista técnicamente no habían «salido a la calle». Permanecían detrás de las
barricadas, aguardaban alertas, asignándose el derecho de disparar contra toda persona
armada que transitara por la calle... (los) enfrentamientos generalizados se veían
invariablemente agravados por los pacos —hombres solitarios, ocultos, por lo general
fascistas, que disparaban desde los terrados contra cualquier blanco, y hacían todo lo posible
por aumentar el pánico general—.
El miércoles por la noche, sin embargo, comenzó a verse claramente quiénes estaban
detrás de la revuelta. Todas las paredes fueron cubiertas por un cartel incendiario que exigía
una revolución inmediata y el fusilamiento de los dirigentes republicanos y socialistas. Estaba
firmado por Los Amigos de Durruti. El jueves por la mañana, el periódico anarquista negó
todo conocimiento y toda coincidencia con el mismo, pero La Ratalla, el periódico del
POUM, publicó el documento con grandes elogios. Barcelona, la primera ciudad de España,
se veía sumida en un baño de sangre por culpa de agentes provocadores que utilizaban esta
organización subversiva. Esta versión no concuerda del todo con las comunistas ya citadas,
pero como se puede observar resulta ya en sí misma contradictoria. En primer lugar se define
la lucha como «una revuelta trotskista», luego se afirma que tuvo origen en un ataque contra
la Central Telefónica y que el gobierno se ‗disponía a atacar a los anarquistas. Se presenta a la
ciudad cubierta de barricadas y se afirma que tanto la CNT como la UGT se encontraban
detrás de ellas; se dice que el cartel incendiario (en realidad era un folleto) apareció dos días
después, y se declara de modo implícito que ése fue el origen de todos los disturbios: el efecto
precede a la causa. Hay un detalle que constituye un error muy serio. Langdon—Davies
describe a Los Amigos de Durruti y a las Juventudes Libertarias como «organizaciones
controladas» por el POUM. Ambas eran organizaciones anarquistas y carecían de todo
contacto con el POUM. Las Juventudes Libertarias eran la liga juvenil de los anarquistas,
equivalente a la JSU del PSUC. Los Amigos de Durruti constituían una pequeña organización
dentro de la FAI, y su actitud general era violentamente hostil hacia el POUM. Por lo que
pude descubrir, nadie pertenecía a ambas organizaciones a la vez. Sería lo mismo que afirmar
que la Liga Socialista es una «organización controlada» por el Partido Liberal inglés. ¿No lo
sabía Langdon—Davies? En tal caso, tendría que haber escrito con mayor cautela sobre
asunto tan complejo.
No ataco la buena fe de Langdon—Davies, pero él mismo admite que abandonó
Barcelona en cuanto terminó la lucha, es decir cuando podría haber realizado alguna
averiguación seria. En todo su relato hay señales evidentes de que aceptó, sin una verificación
adecuada, la versión oficial de una «revuelta trotskista». Ello resulta obvio incluso en el
fragmento citado. «Al anochecer» se levantan las barricadas y «a las diez» se oyen los
primeros disparos. Estas no son las palabras de un testigo presencial. De su afirmación podría
deducirse que es habitual aguardar a que el enemigo construya una barricada para atacarlo.
Así se da la impresión de que transcurrieron algunas horas entre la construcción de las
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barricadas y los primeros disparos; desde luego, las cosas se produjeron a la inversa. Yo y
muchos otros oímos los primeros disparos durante las primeras horas de la tarde. Además, se
habla de hombres solitarios, «por lo general fascistas», que disparan desde los terrados.
Langdon—Davies no explica cómo supo que estos hombres eran fascistas. No es probable
que haya subido a los terrados para interrogarlos. Se limita a repetir lo que se le ha dicho y no
pone en duda lo que concuerda con la versión oficial. Descubre la fuente probable de gran
parte de su información con una imprudente referencia al ministro de Propaganda al
comienzo del artículo. Los periodistas extranjeros en España dependían para sus
informaciones de este ministro; por lo que hubiera sido de esperar que el nombre mismo de
ese Ministerio bastara como advertencia. El ministro de Propaganda tenía, desde luego, tantas
probabilidades de dar un informe objetivo de los disturbios de Barcelona como, por ejemplo,
el difunto lord Carson de dar un informe objetivo sobre el levantamiento de Dublín en 1916.
He expuesto los motivos que me llevan a afirmar que la versión comunista de la lucha
de Barcelona no puede ser tomada en serio: debo agregar algo acerca de la acusación de que
el POUM era una organización fascista pagada por Franco y Hitler.
Esta acusación fue repetida una y otra vez por la prensa comunista, sobre todo desde
principios de 1937. Formaba parte de la actitud oficial y universal del Partido Comunista
contra el «trotskismo», cuyo representante en España era supuestamente el POUM. El
«trotskismo», según Frente Rojo (el periódico comunista de Valencia), «no es una doctrina
política. El trotskismo es una organización capitalista oficial, una banda terrorista fascista
dedicada al crimen y al sabotaje contra el pueblo». El POUM era una organización
«trotskista» aliada de los fascistas y parte de la «quinta columna de Franco». Resultó evidente
desde el comienzo que nadie podría aportar pruebas para sustentar esa acusación; todos se
limitaban a repetirla con aire de seguridad. El ataque fue acompañado del máximo de
calumnia personal y con total irresponsabilidad en cuanto a los efectos que pudiera tener
sobre la guerra. Empeñados en la tarea de denigrar al POUM, muchos periodistas comunistas
parecen haber considerado insignificante la revelación de secretos militares. En un ejemplar
de febrero del Daily Worker, por ejemplo, Winifred Bates manifestaba que el POUM sólo
tenía en el frente la mitad de las tropas que afirmaba tener. Ello no era cierto, pero
probablemente el autor así lo consideraba. Por lo tanto, Bates y el Daily Worker entregaron al
enemigo una de las informaciones más importantes que pueden revelarse a través de las
columnas de un periódico. En un momento en que las tropas del POUM sufrían serias
pérdidas y muchos de mis amigos personales morían o caían heridos, Ralph Bates afirmaba
en el New Republic que las tropas del POUM estaban «jugando al fútbol con los fascistas en
la tierra de nadie». Una caricatura maligna circuló ampliamente, primero en Madrid y luego
en Barcelona; se representaba al POUM arrancándose una máscara que ostentaba la hoz y el
martillo y descubriendo un rostro con la cruz gamada. Si el gobierno no hubiera estado
virtualmente bajo control comunista, jamás habría permitido que algo semejante circulara en
plena contienda. Era un golpe deliberado a la moral de guerra, no sólo de la milicia del
POUM, sino de todo aquel que estuviera cerca, pues no resulta alentador saber que las tropas
vecinas son traidoras. Dudo que las calumnias acumuladas desde la retaguardia sobre la
milicia del POUM tuvieran algún efecto desmoralizador real, pero eso era ciertamente lo que
pretendían, y hacen suponer que, para los responsables de esta campaña, el resentimiento
político importaba más que la unidad antifascista.
Se acusaba al POUM, un partido integrado por docenas de miles de personas, en su
mayoría de la clase obrera, numerosos colaboradores y simpatizantes extranjeros, muchos de
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ellos refugiados de los países fascistas, y con miles de milicianos nada menos que de ser una
vasta organización de espionaje al servicio del fascismo. Tal acusación se oponía al sentido
común, y la historia del POUM bastaba para tornarla inverosímil. Todos los dirigentes del
POUM tenían un historial revolucionario meritorio. Algunos de ellos habían intervenido en la
revuelta de 1934 y la mayoría habían sido encarcelados por actividades socialistas bajo el
gobierno de Lerroux o la monarquía. En 1936, el dirigente Joaquín Maurín fue uno de los
diputados que puso sobre aviso a las Cortes sobre el inminente levantamiento de Franco.
Algún tiempo después, ya en plena lucha, fue tomado prisionero por los fascistas mientras
trataba de organizar la resistencia en la retaguardia franquista. Al estallar la guerra, el POUM
desempeñó un papel destacado en la resistencia. Muchos de sus miembros murieron en la
lucha callejera, sobre todo en Madrid. Fue una de las primeras organizaciones que formó
columnas de milicias en Cataluña y en Madrid. Resulta casi imposible explicar estas acciones
como la actividad de un partido a sueldo de los fascistas. Un partido a sueldo de los fascistas
simplemente se hubiera unido al otro bando.
Tampoco hubo signos de actividades profascistas durante la guerra. Podrá
argumentarse (aunque en última instancia tampoco estoy de acuerdo con ello) que el POUM,
al presionar en favor de una política más revolucionaria, dividió las fuerzas gubernamentales
y ayudó así a los fascistas. Creo que sería normal que cualquier gobierno de tipo reformista
considerara una molestia a un partido como el POUM, pero se trata de algo muy distinto de la
traición. Si el POUM era realmente una organización fascista, no hay manera de explicar por
qué su milicia permaneció leal. Ocho o diez mil hombres controlaron sectores importantes del
frente durante el atroz invierno de 1936—1937. Muchos de ellos estuvieron en las trincheras
durante cuatro o cinco meses seguidos. Es difícil comprender por qué no abandonaron
simplemente sus posiciones o se pasaron al enemigo. Siempre estuvieron en condiciones de
hacerlo y, en más de una oportunidad, tal decisión pudo haber sido decisiva. No obstante,
siguieron luchando y poco después de que el POUM desapareciera como partido político,
cuando el hecho todavía estaba fresco en la memoria de todos, sus milicias —aún no
redistribuidas en el Ejército Popular— tomaron parte en el sangriento ataque contra el este de
Huesca donde siete mil hombres murieron en un par de días. Por lo menos cabría haber
esperado cierta fraternización con el enemigo y una corriente constante de desertores. Como
señalé con anterioridad, el número de deserciones fue excepcionalmente bajo. También cabria
haber esperado propaganda profascista, «derrotismo». No hubo ni atisbos de ello.
Posiblemente hubo espías fascistas y agentes provocadores en el POUM; existen en todos los
partidos de izquierda, pero no hay pruebas de que fueran allí más numerosos que en cualquier
otro.
Es verdad que en algunos de sus ataques la prensa comunista concedió, de mala gana,
que sólo los dirigentes del POUM estaban a sueldo de los fascistas y no la base. Esto era un
fútil intento de separar a los seguidores de sus dirigentes. La naturaleza de la acusación
implicaba que los miembros normales, los milicianos y demás, participaban del complot, pues
era obvio que si Nin, Gorkin y otros estaban realmente a sueldo de los fascistas, más
probablemente lo sabrían sus seguidores, en estrecho contacto con ellos, que los periodistas
de Paris, Londres o Nueva York. De cualquier manera, cuando el POUM fue disuelto, la
policía secreta controlada por los comunistas actuó como si todos fueran igualmente
culpables y arrestó a todas las personas vinculadas al POUM que cayeron en sus manos,
incluyendo a heridos, enfermeras de hospitales, esposas de miembros del partido y, en
algunos casos, incluso a niños.
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Finalmente, el 15—16 de junio, el POUM fue disuelto y declarado ilegal. Éste fue uno
de los primeros actos del gobierno de Negrín que subió al poder en mayo. Tras el
encarcelamiento del Comité Ejecutivo del POUM, la prensa comunista publicó lo que
pretendía ser el descubrimiento de un inmenso complot fascista. Durante un tiempo, la prensa
comunista de todo el mundo echaba chispas con artículos similares a éste (Daily Worker, 21
de junio, resumen de varios periódicos comunistas españoles):
TROTSKISTAS ESPAÑOLES CONSPIRAN A FAVOR DE FRANCO
Como resultado del arresto de un gran número de trotskistas destacados en Barcelona
y otras ciudades... se han puesto al descubierto durante el fin de semana detalles de uno de los
más detestables actos de espionaje que se hayan conocido jamás en tiempos de guerra, y de la
más horrenda traición trotskista nunca revelada... Documentos en poder de la policía, junto
con la confesión detallada de no menos de doscientos arrestados, demuestran, etcétera,
etcétera.
Lo que tales revelaciones «demostraban» era que los dirigentes del POUM transmitían
por radio secretos militares a Franco, estaban en contacto con Berlín y actuaban en
colaboración con la organización fascista secreta de Madrid. Además, se consignaban
sensacionales detalles sobre mensajes secretos en tinta invisible, un documento misterioso
firmado con la letra N (por Nin) y otras «cosas» por el estilo.
El resultado final fue éste: seis meses después de los acontecimientos, mientras
escribo estas líneas, la mayoría de los dirigentes del POUM siguen en la cárcel, aunque no
han sido sometidos a juicio, y nunca se han formulado oficialmente los cargos de haberse
comunicado con Franco por radio, etcétera. De haber sido realmente culpables de espionaje,
se los habría juzgado y fusilado en una semana, como ocurrió antes con tantos espías
fascistas. Ninguna clase de prueba fue presentada jamás, exceptuando las afirmaciones no
fundamentadas de la prensa comunista. Las doscientas «confesiones detalladas», de haber
existido, habrían bastado para condenar a cualquiera; pero nunca volvieron a ser mencionadas
porque no fueron sino doscientos inventos de alguna imaginación siniestra.
Además, casi todos los miembros del gobierno español han negado las acusaciones
contra el POUM. Hace poco, el gabinete decidió, por cinco votos contra dos, poner en
libertad a los prisioneros políticos antifascistas; los dos votos en contra correspondían a los
ministros comunistas. En agosto, una delegación encabezada por James Maxton, miembro del
Parlamento inglés, viajó a España para investigar los cargos contra el POUM y la
desaparición de Andrés Nin. Prieto, ministro de Defensa Nacional; Irujo, ministro de Justicia;
Zugazagoitia, ministro del Interior; Ortega y Gasset, procurador general; Prat García y otros
rechazaron cualquier sospecha de culpabilidad por espionaje respecto a los dirigentes del
POUM. Irujo añadió que, habiendo examinado el expediente relativo al caso, opinaba que
ninguna de las llamadas pruebas podría soportar un examen y que el documento que se
atribuía a Nin «carecía de valor», es decir, era falsificado. Prieto consideró a los líderes del
POUM responsables de las luchas de mayo en Barcelona, pero desechó la idea de que fueran
espías fascistas. «Lo más grave –agregó— es que el arresto de los dirigentes del POUM no
fue decidido por el gobierno; la policía lo llevó a cabo por su cuenta. Los responsables no son
los altos funcionarios policiales, sino su entorno, en el que se han infiltrado los comunistas,
según sus métodos habituales». Citó otros casos de arrestos policiales ilegales. Asimismo,
Irujo declaró que la policía se había tornado «casi independiente» y estaba de hecho bajo el
control de elementos comunistas foráneos. Prieto insinuó bastante claramente a la delegación
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que el gobierno no podía darse el lujo de ofender al Partido Comunista mientras los rusos
enviaran armas. Cuando otra delegación, encabezada por John McGovern, miembro del
Parlamento, llegó a España en diciembre, recogió manifestaciones casi idénticas, y
Zugazagoitia, ministro del interior, repitió la insinuación de Prieto en términos aún más
claros: «Recibimos ayuda de Rusia y hemos tenido que permitir ciertos actos con los que no
estábamos de acuerdo». Como ejemplo de la autonomía policial, resulta interesante señalar
que una orden firmada por el director de Prisiones y por el ministro de Justicia no bastó para
que McGovern y sus compañeros pudieran entrar en las «cárceles secretas» que el Partido
Comunista tenía en Barcelona.*
Creo que lo dicho basta. La acusación de espionaje contra el POUM se basaba tan
sólo en artículos de la prensa comunista y en procedimientos de la policía secreta controlada
por los comunistas. Los líderes del POUM y centenares o miles de sus seguidores están aún
en la cárcel, y la prensa comunista sigue clamando por la ejecución de los «traidores». Pero
Negrín y los demás no se han dejado doblegar y se han negado a permitir una masacre a gran
escala de «trotskistas». Considerando la presión que se viene ejerciendo sobre ellos, es muy
meritorio que no hayan cedido. Entretanto y teniendo en cuenta lo que acabo de citar, resulta
muy difícil creer que el POUM fuera realmente una organización de espionaje fascista, a
menos que se acepte que Maxton, McGovern, Prieto, Irujo, Zugazagoitia y el resto están
también a sueldo de los fascistas.
Para acabar, me referiré a la acusación de «trotskista» que se formula contra el
POUM. «Trotskista» es un término utilizado de forma tal que resulta sumamente equívoco; a
menudo se emplea para confundir. Vale la pena, por lo tanto, detenerse a definirlo. La palabra
«trotskista» se emplea para designar a:
1) Alguien que, como Trotsky, propugna la «revolución mundial», en contraposición
con el «socialismo en un solo país». Menos estrictamente, un revolucionario extremista.
2) Un miembro de la organización encabezada por Trotsky.
3) Un fascista que simula ser revolucionario, que en la URSS basa su acción
especialmente en el sabotaje y, en general, actúa dividiendo y socavando las fuerzas de
izquierda.
En la primera acepción es probable que pueda calificarse de trotskista al POUM, así
como también al ILP inglés, a la SAP alemana o a los socialistas de izquierda franceses. Pero
el POUM no tenía contacto alguno con Trotsky ni con la organización trotskista
(bolchevique—leninista). Cuando estalló la guerra, los trotskistas extranjeros que llegaron a
España (unos quince o veinte) trabajaron al principio para el POUM, a causa de que la
ideología de este partido era la que más se aproximaba a su propio punto de vista, pero no se
afiliaron a él; más tarde, Trotsky ordenó a sus seguidores que atacaran la política del POUM,
y los trotskistas fueron alejados de los cargos del partido, si bien unos pocos permanecieron
en la milicia. Nin, jefe del POUM después de la captura de Maurín por los fascistas, fue en su
tiempo secretario de Trotsky, pero se había distanciado de él hacía ya años y había formado el
POUM mediante la amalgama de diversos núcleos comunistas de oposición y sobre la base
del ya existente Bloque Obrero y Campesino. La vinculación de Nin con Trotsky fue utilizada
por la prensa comunista para demostrar que el POUM era trotskista. Mediante idénticos
*
Para más información sobre las dos delegaciones, véase Le Populaire (17 de septiembre), Le Fléche (18 de septiembre), el
informe sobre la delegación Maxton publicado por Independent New (219 rue Sant—Denis. París) y el folleto de
McGovern, Terror in Spain.
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argumentos podría demostrarse que el Partido Comunista inglés es una organización fascista,
pues John Strachey estuvo alguna vez vinculado con sir Oswald Mosley.
En la segunda acepción, la única definición exacta de la palabra, el POUM sin duda
no era trotskista. Importa establecer esta distinción, pues la mayoría de los comunistas da por
sentado que un trotskista en esta acepción lo es también en la tercera, es decir, que la
organización trotskista no es más que una maquinaria de espionaje fascista. El «trotskismo»
fue conocido por el público en la época de los juicios rusos por sabotaje, y llamar a un
hombre trotskista equivale prácticamente a llamarlo asesino, agente provocador, etcétera. Al
mismo tiempo, quien critique la política comunista desde un punto de vista izquierdista corre
el riesgo de ser denunciado como trotskista. ¿Se afirma entonces que todo aquel que profese
un extremismo revolucionario está a sueldo de los fascistas?
En la práctica esto está sujeto a las conveniencias locales. Cuando Maxton viajó a
España con la delegación mencionada, Verdad, Frente Rojo y otros periódicos comunistas
españoles lo denunciaron de inmediato como un «fascista— trotskista», espía de la Gestapo y
cosas así. Sin embargo, los comunistas ingleses se cuidaron muy bien de repetir esta
acusación. En la prensa comunista inglesa, Maxton se convierte en un «reaccionario, enemigo
de la clase obrera», lo cual es convenientemente vago. La razón de esta moderación
simplemente se debe a que varias dolorosas lecciones han despertado en la prensa comunista
inglesa un sano temor a la ley de difamación. El hecho de que la acusación no se repitiera en
un país donde quizá sería necesario probarla demuestra que se trataba de una mentira.
Podría parecer que he considerado las acusaciones contra el POUM con mayor
extensión de lo necesario. Comparada con las miserias de una guerra civil, esta riña intestina
entre partidos, con sus inevitables injusticias y falsas acusaciones, puede parecer trivial. No lo
es en realidad. Creo que las calumnias y las campañas periodísticas de este tipo y los hábitos
mentales que revelan son capaces de ocasionar el daño más tremendo a la causa antifascista.
Quien se haya preocupado un poco por estos asuntos sabe que no es nada nueva la
táctica comunista de atacar a los opositores políticos con acusaciones falsas. Hoy usan el
calificativo «fascista—trotskista», ayer emplearon el de «social—fascista». Hace sólo seis o
siete años los juicios rusos «demostraron» que los dirigentes de la Segunda internacional,
entre los que se contaban, por ejemplo, León Blum y miembros destacados del Partido
Laborista británico, preparaban un gigantesco complot para la invasión de la URSS. Sin
embargo, aún hoy los comunistas franceses aceptan de buen grado a Blum como líder, y los
comunistas ingleses hacen lo imposible por introducirse en el Partido Laborista. Dudo de que
acciones de este tipo rindan frutos, incluso desde un punto de vista sectario. Y entretanto, son
evidentes el odio y las disensiones que la acusación de «fascista—trotskista» están causando.
Los comunistas de base de todo el mundo son conducidos hacia una insensata caza de
«trotskistas», y las organizaciones del tipo del POUM son empujadas a la tan estéril posición
de meros partidos anticomunistas. Ya se ve el comienzo de una peligrosa división en el
movimiento de la clase obrera mundial. Unas pocas calumnias más contra socialistas
prominentes, Otros pocos fraudes como las acusaciones contra el POUM y la división puede
tornarse insalvable. La única esperanza reside en mantener la controversia política en un
plano tal que la discusión exhaustiva sea posible. Entre los comunistas y quienes se
encuentran, o afirman encontrarse, a la izquierda de ellos existe una diferencia real: los
comunistas sostienen que es posible derrotar al fascismo mediante una alianza con sectores de
la clase capitalista (el Frente Popular), y sus opositores afirman que tal maniobra sólo sirve
para dar al fascismo mayor fuerza. La cuestión debe debatirse; una decisión errónea puede
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conducirnos a una semiesclavitud de siglos. Pero mientras no se presente otro argumento que
el grito de «¡fascista trotskista!», ni siquiera es posible comenzar a hablar. Yo no podría, por
ejemplo, ponerme a discutir la lucha de Barcelona con un miembro del Partido Comunista,
pues ningún comunista, es decir, ningún «buen» comunista, admitiría que he dado una versión
veraz de los hechos. Fiel a su «línea» de partido, tendría que declarar que miento o, en el
mejor de los casos, que estoy totalmente equivocado y que cualquiera que haya ojeado los
titulares del Daily Worker, a mil kilómetros del escenario de los acontecimientos, sabe más
que yo acerca de lo que ocurrió en Barcelona. En tales condiciones resulta imposible
conversar; falta la más mínima base de acuerdo necesaria. ¿Qué finalidad tiene afirmar que
hombres como Maxton trabajan para los fascistas? Parecería que únicamente la de
imposibilitar toda discusión seria. Como si en un campeonato de ajedrez, uno de los
competidores comenzara de pronto a gritar que su contrincante es culpable de un incendio o
de bigamia. La cuestión que realmente importa no se aborda nunca. La difamación no
soluciona nada.
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